Cuando en 1964 los Rolling Stones visitan, emocionados, el estudio de Chess Records, “Keith Richards recibe una decisiva lección profesional. Allí, subido en una escalera, vestido con un mono, se encuentra con Muddy Waters. El hombre que, con su ‘Rollin’ ston’, ha proporcionado su nombre a estos británicos hirsutos, está pintando el techo, la cara manchada. Puedes ser el más grande en tu campo pero, durante los meses de vacas flacas, conténtate con vivir de la caridad de tu discográfica”, nos recuerda Diego A. Manrique en su blog de “El País”.
“La ecuación esencial del rhythm and blues y, en menor grado, del rock and roll se resume en disqueros judíos + músicos negros. Ocurría en Atlantic, Modern, Roulette, King, Savoy, Old Town, Laurie, Specialty, Aladdin y otras muchas compañías”. Y con la discografica creada por los hermanos Chess.
“Resulta significativo escuchar a músicos negros de la época diferenciar positivamente entre los judíos y el resto de los blancos. Una conciencia compartida de la marginalidad social llevó a ambas minorías a establecer pactos más o menos explícitos”, dice Manrique.
Pero esta alianza se deterioró con la aparición del “Black Power y la cuestión palestina. De ahí que anécdotas como la de Keith Richards sean polémicas. Se trata de determinar si los Chess eran, en el mejor de los casos, unos empresarios paternalistas o si se dedicaban a defraudar a sus artistas, la norma general en aquellos tiempos”.
“Al otro lado de la balanza está la fidelidad de las primeras espadas: Wolf, Waters, Bo Diddley, Etta James, Ahmad Jamal, Ramsey Lewis. Aún pudiendo fichar por otras compañías, se mantuvieron al lado de Phil y Leonard Chess. Solo les abandonó Chuck Berry, aunque luego volvería a Chess”.
Y, concluye Manrique, “Asombra pensar que música tan feroz se hiciera tan rápido y tan barato: en sesiones de tres horas, se grababan dos o tres temas. Y los músicos cobraban, semanas después, lo que especificaba el sindicato: 41.25 dólares por cabeza (82.50 en el caso del líder)”.