Iggy Pop and The Stooges
30 de abril de 2010
La Riviera, Madrid
Texto: EDUARDO GUILLOT.
Son las 22.45 de la noche. Mientras dos mil personas silban, aplauden y se desgañitan pidiendo un segundo bis, los técnicos de escenario van apagando los amplificadores y recogiendo cables. Tímidamente, una parte del público cambia los animosos silbidos por gritos de “¡Hijos de puta!” y “¡Estafadores!” Es, aclaramos, una minoría. La inmensa mayoría se ha resignado y desfila hacia las puertas de la sala tras haber asistido al que podría ser uno de los últimos conciertos de Iggy Pop en España, esta vez con The Stooges. O, al menos, con los únicos Stooges posibles en 2010, tras la muerte del guitarrista Ron Asheton y su sustitución por James Williamson, que había grabado “Raw Power” y “Kill City”.
¿Qué ha pasado para que la misma audiencia que se ha rendido al grupo a las 21.30 h. salga del recinto con cara de pocos amigos? Muchas cosas. Una de ellas, precisamente, el escaso tiempo transcurrido entre el inicio y el final del concierto. Apenas hora y cuarto. Y la gente ha pagado 55 euros. 52 por cada entrada y 3 más de recargo a ticketmaster por la “distribución”. Algún día, por cierto, habrá que preguntar a ticketmaster (que, en algunas ocasiones, demora a los promotores más de una semana la liquidación por la venta de entradas de los conciertos) en qué consiste eso de la “distribución”. El mismo fin de semana, miles de personas han acudido al festival SOS, en Murcia, donde actuaban hasta una veintena de artistas internacionales (entre ellos, Franz Ferdinand, Madness, Nada Surf, Tindersticks, The Horrors o Fatboy Slim) por 35 euros. Sí, vale, Iggy es una leyenda, pero no amortizó los 55 euros. Y no sólo por la escasa duración del show. De hecho, si hubiera salido de nuevo a escena y hubiera interpretado ‘No Fun’, un clásico absoluto de The Stooges, la reacción del público hubiera sido otra. Pero la negación de ese segundo bis era la gota que colmaba un vaso que se empezó a llenar cuando la banda comenzó a tocar y La Riviera se convirtió en una confusa y saturada bola de graves. Minutos antes de entrar, Íñigo Munster me lo advirtió: “No me fío del sonido”. Sabía de lo que hablaba. Pero el grupo enganchó de un tirón ‘Raw Power’, ‘Search & Destroy’ y ‘Gimme Danger’ y la gente se olvidó del infame sonido. Además, Iggy mandaba. En los primeros compases de ‘Raw Power’ ya se había despojado del chaleco y exhibía su cuerpo fibroso. A sus 63 años, mantiene el tipo de manera envidiable: Salta, provoca, grita, hace todo lo que se espera de él. De hecho, sigue un ritual que se viene repitiendo desde hace años, y que quizá asombre a los jóvenes que se enfrentan con él por primera vez, pero que comienza a aburrir, por sabido, a los veteranos.
No se trata de contar batallitas, pero internet ofrece espacio ilimitado, así que todo se puede argumentar con más tranquilidad. Vi a Iggy Pop por primera vez en 1988, en la sala Studio 54 (Barcelona). Era la gira de “Cold Metal”, ni siquiera uno de sus mejores discos, pero cuatro amigos nos subimos a un destartalado Seat 127 y nos fuimos de Valencia a Barcelona (ida y vuelta la misma noche) para ver al mito. Yo tenía 20 años. Y, claro, fue impresionante. En aquella época, hasta se sacaba la polla. Desde entonces, he perdido la cuenta de las veces que le he visto sobre el escenario. Incluso nos conocimos personalmente cuando colaboró en el libro “Iggy Pop. Barcelona connection” (Editorial La Máscara), que escribí en 1995. Un respeto para el único representante de la escena punk que, hoy en día, no se ha pasado al «spoken word» (Jello Biafra, Henry Rollins) o busca convertirse en un intelectual de tres al cuarto (pongan aquí esos nombres en los que están pensando). En aquel libro dijo, refiriéndose a los hermanos Asheton, con quienes estaba enfrentado: “Esos tíos tienen suerte de que no nos reunamos de nuevo”. Años después, se tragaba sus palabras por un puñado de dólares. The Stooges no sólo regresaban, sino que se postulaban especialmente para festivales, sabedores de que el caché era mucho más suculento.
Por entonces, Iggy ya había adoptado en sus conciertos en solitario la costumbre de permitir la invasión del escenario por parte del público, y siguió haciéndolo con The Stooges. Cada cual tendrá su opinión, pero cuando la aglomeración de espectadores impide que el concierto continúe (Espárrago Rock, 1998) y rompe el ritmo del show, quizá es el momento de replantearse las cosas. Sin embargo, Iggy ya tiene claro que lo suyo es pan y circo, y da a la gente lo que quiere.
Pero volvamos a La Riviera. El pasado 25 de enero, entrevisté de nuevo a Iggy Pop. El artículo era para la revista «Rockdelux» (apareció en el número 282, correspondiente a marzo de 2010). El motivo de la conversación, su único concierto en España con los nuevos Stooges. Transcribo literalmente una de sus respuestas: “Hemos ensayado canciones del primer disco de The Stooges, de ‘Fun House’, todo ‘Raw Power’, unas cuantas de ‘Kill City’ y bastantes que aparecieron sólo en bootlegs, como ‘Gimme Some Skin’ o ‘I Got A Right’. También algunas de mis discos en solitario, como ‘The Passenger’ y ‘Lust For Life’… Hicimos un show de calentamiento en Brasil y ese fue el repertorio. En Madrid es posible que toquemos ‘Raw Power’ en orden, exactamente como en el disco, y luego abordemos el otro material”. Obviamente, no fue así. ¿Que si hubo momentos memorables? Por supuesto. ‘Cock In My Pocket’ y ‘I Got A Right’ siguen siendo desafiantes. ‘I Wanna Be Your Dog’ es, todavía, una barbaridad. Y ‘1970’ tiene uno de los riffs más brutales de la historia del rock. El bis, con ‘Fun House’ y ‘Kill City’, prometía, sobre todo porque faltaban muchos de sus hits en solitario. Pero ahí se acabó todo. ¿Estaban obligados a más? No. ¿Deberían haberlo hecho? Probablemente sí. ¿Hay motivos que expliquen la escasa duración del show, cuando el mismo Iggy anunciaba dos meses antes un repertorio mucho más amplio? Quizá.
Viajemos de nuevo en el tiempo. The Stooges actúan en la jornada inaugural del Festival de Benicàssim 2007. Iggy Pop acaba el concierto a duras penas, con un insoportable dolor de cadera. Desde hace años, arrastra serios problemas en la articulación donde se une el hueso del muslo con el de la pelvis, pero continúa saliendo de gira, lanzándose al público (en La Riviera se pudo comprobar que no era cierto aquello de que dejaría de hacerlo) y saltando como un poseso. Lo hace porque es lo que se espera de él, pero también porque le resulta más sencillo saltar y contorsionarse que caminar con normalidad. Cuando lo hizo en Madrid, era más que evidente que su dolencia va cada vez a más. Y eso impide pasarse dos horas en el escenario. En la entrevista de enero, le pregunté por el asunto. Su respuesta: “No voy a darte un informe completo sobre mi salud actual. Sólo te diré que soy el cantante de un grupo y que no tengo ningún problema que me impida hacer mi trabajo con éxito. La música suena fantástica, y pienses lo que pienses de mi condición física, la gente sigue viniendo a mis conciertos”. Es cierto, y revienta las salas. Pero asisten a un show incompleto, porque la cadera de Iggy no aguanta. ¿Que ya quisieramos todos estar así a los 63 años? Desde luego. Pero de lo que aquí se trata es de cumplir con lo que el público, que es el que paga, se merece a cambio de su dinero.
Y vamos con el último asunto, el del dinero precisamente. Cierto que el precio de los conciertos en España comienza a parecer una pesadilla digna de una mala teleserie de ciencia-ficción. ¿Cien euros por ver a Tom Waits? ¿Más de setenta por Nick Cave? El caso es que los recintos se llenan, pese a la crisis y lo abusivo de las tarifas. ¿Podía haber sido más económica la entrada para Iggy Pop? Es probable que sí, pero las circunstancias lo impidieron. Inicialmente, el concierto contratado en nuestro país para Iggy and The Stooges no debía celebrarse en La Riviera, sino en el Festival Viña Rock (que tuvo lugar el mismo fin de semana). Ya se ha dicho: Los cachés para festivales son más altos de lo normal. Cuando la promotora española ya tenía resevada la fecha con el agente internacional de Iggy, el Viña Rock se echó atrás, y los promotores locales se vieron en la obligación de mantener el acuerdo previo para no enturbiar su relación con los managers extranjeros. No se suspende un show de tal calibre de la noche a la mañana. Así que había que afrontar el problema, asumir el enorme riesgo económico (sólo el «sold out» garantizaba la ausencia de pérdidas) y buscar ubicación para el concierto. Por qué los promotores vascos del concierto eligieron Madrid y La Riviera es un misterio. Madrid, al ser la capital, es un lugar equidistante de cualquier ciudad del país, eso se entiende. Pero La Riviera es un local a todas luces inadecuado, y su limitada capacidad obligaba, además, a elevar el precio de los tickets para tratar de recuperar la gran inversión realizada. ¿Que al público no le importan estas cosas? Cuando la consecuencia de ellas es que tiene que pagar 55 euros por hora y cuarto de concierto en condiciones sonoras lamentables, quizá sí.
Y sí, 75 minutos de Iggy valen por tres horas de muchos otros. Y ver a una leyenda no tiene precio. Y quienes perdieron la virginidad con él en Madrid lo recordarán toda la vida. Porque, pese a todo, valió la pena.