Ignis, de Vega

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DISCOS

«Un ying y un yang que se combina a la perfección para dar un solo resultado: canciones hermosas e intensas, originales, llenas en todos los sentidos de fuego»

 

Vega
Ignis

LA MADRIGUERA RECORDS, 2024

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Resulta fascinante seguir la carrera de Vega. Salida de Operación Triunfo, su andadura se separó pronto de la de sus compañeros, buscando cada vez mayor independencia y pozos de originalidad, para llegar a su propio sello —La Madriguera— y a un elepé tan fascinante en su propuesta como Ignis, el fuego, ese que destruye, pero que a la vez purifica y hace renacer, como al Ave Fénix, como a la propia Vega que se reconstruye después de episodios dramáticos en su vida. La factoría de diseño industrial de la Academia ha sido su catapulta, no su tumba.

Ignis —su noveno álbum de estudio— se inicia con el raspado de una cerilla, un simple sonido que prende la hoguera que consume el disco, puesto que todas las canciones tiene que ver con el fuego. “Si los árboles bailan” tiene de fondo esos coros de aspecto gregoriano que se han instalado en la música española últimamente y elevan una canción en la que Vega rompe su voz, la consigue agarrar al segundo y siempre la expulsa con pasión —fuego— en el recuerdo de un viejo verano con alusiones a ritos perdidos y que se desborda en un gran chorro final.

Es experta Vega en los inicios de las canciones. En “De otro planeta” es impecable, su estribillo impactante y sus palabras son susurrantes, de esas canciones que acarician en cada fraseo, que rodean al amor, en este caso amor a su hija, que está detrás de cada palabra. La apertura de “Boston” es a piano solitario, con compases largos y lentos. Después, la canción se vuelve angustiosa, aunque la dulcifiquen unas cuerdas de fondo. Por el contrario, el comienzo de “Crisantemos” —la flor de los cementerios— es bamboleante, de instrumentación casi festiva frente al tema de la muerte, de recuerdo los “crisantemos junto a un gran crespón”. También su final es impresionante, con el lado oscuro y la presencia del mal que mira desde arriba.

En este mismo entramado se enreda “Leviatán”, esa bestia marina tan enorme que desde el Génesis está girando sobre sí misma para morderse la cola, y todavía no ha llegado a ella. Es una canción que, en su melodía, tiene dejes de cantautor y que, como “Crisantemos”, habla de vencer a los monstruos, a las personas tóxicas o a lo tóxico que hay en ti, con un cierre, como casi todas las canciones, extraordinario que pide orquesta sinfónica.

Tras esta mitad del disco, en el final juega con estilos diferentes. “Niña descalza” tiene la andadura melódica de los años setenta, cuando los cantautores hacían a la vez algo íntimo por los arreglos sencillos —los de la canción son más imaginativos, es cierto—, y dejaban toda la potencia a la melodía. “Dispárame una canción” bebe de cánones clásicos, con un puente de guitarra casi country, que lleva al tema al prodigio de sensibilidad final.

Quizá la canción más representativa de ambos mundos sea “Cristal oscuro”, que aúna instrumentación mínima con delirios orquestales de fondo. Así es el disco y la música de Vega, a veces susurrante, a veces operística, un ying y un yang que se combina a la perfección para dar un solo resultado: canciones hermosas e intensas, originales, llenas en todos los sentidos de fuego.

No es fácil llegar a este disco, por lo menos no es tan fácil como llegar a los de la industria musical al uso; pero, por otro lado, a Vega no se la va a encuadrar nunca en la música alternativa. Injustamente, porque la independencia es su actitud desde hace muchos años, porque cree certeramente que merece estar en ella, porque ha trabajado con Elvis Costello. Cualquier otra cantante que no hubiera empezado donde comenzó ella sería una musa, un icono. Ella tiene que conformarse con hacer bonitas canciones, muy bonitas canciones.

Anterior crítica de discos: Delicate Steve sings, de Delicate Steve.

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