El fin de un mundo, de Carmelo Romero

Autor:

LIBROS

«La despedida a la última generación que ha sufrido una vida dura, pero que ha construido el país que tenemos»

 

Carmelo Romero
El fin de un mundo
PEPITAS DE CALABAZA, 2024

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Hay una especial preocupación en estos últimos años por la España vaciada. Si descuentas la línea de costa y la fuerza centrípeta de Madrid y alrededores, lo que sobra —excepto algunas ciudades muy polarizadas— es un erial. A veces kilómetros y kilómetros entre dos pueblos que llegan entre ambos a cien habitantes. Se han tratado mucho los perjuicios que puede traer a la sostenibilidad del territorio, los peligros de la desertización y la forma —difícil— de conseguir un equilibrio, pero muy poco de que con la pérdida de habitantes en amplias zonas de la península se perdía una cultura, es decir, una forma de vida, una manera de solventar los días, una memoria que irremediablemente se ha borrado.

Carmelo Romero, profesor de Historia Contemporánea jubilado, ha escrito —aparte de sus trabajos académicos— alguna novela que recoge ambientes pasados. No es el caso —o no es del todo el caso— de El fin de un mundo, que bascula entre la ficción y el reportaje de investigación, algo así como una crónica novelada. El entierro de su abuela paterna lleva a nuestro protagonista al pueblo de Soria al que solo iba esporádicamente, pero tras volver de la iglesia decide quedarse con su abuelo unos días, que se convertirán en meses. Le iría bien para concentrarse en la novela sobre el siglo XVIII que está escribiendo, pero el contacto con los pocos ancianos que quedan ahí hace que de un golpe de timón, porque quiere prestar atención a un mundo que está desapareciendo.

A partir de ahí, va iluminando el pasado rural en estampas que quién tenga cierta edad y un poco de pasado rural, aunque sea en las largas vacaciones escolares, reconocerá. Es más, se reconocerá. Ahí aparecen las ferias de ganado, la cría de mulas y machos, las pocas cabras u ovejas que se tenían en casa y que salían cada día, por turnos, con un vecino del pueblo, las tierras y las aguas comunales. Y también el mayor ritual del mundo campesino, una ceremonia de un rigor que ni las misas ortodoxas: la matanza del cerdo. Todo lo que expone el libro, este cronista lo ha vivido. No hubo mayor satisfacción en su vida que subirse a un carro o a un trillo. Que le pongan el Aston Martin más bello delante, que él se sube al trillo, en las pobres tierras que le quedaron como herencia y que nunca quiso vender.

Hay un capítulo para la cultura popular. Juegos infantiles —y también adultos, hay páginas espléndidas sobre la baraja— y poesías, acertijos, adivinanzas, que la señora Manuela —el hilo conductor son las visitas cada tarde a un matrimonio que acoge a nuestro protagonista— recuerda. También está perdido este mundo. Déjenme que les cuente un caso personal. Mi padre, en esos momentos tontos entre la llegada del parque de mi hija y la cena, mientras yo picaba puerros o batía huevos, le cantaba a mi hija antiguos romances, de cientos de años, que habían ido pasando por mi familia y habían llegado a él. Yo asistía a la escena desde la cocina y me daba cuenta de que estaba viviendo los últimos momentos del viaje de siglos que habían hecho esos romances, a su agonía. A mi padre le habían llegado, él los trasmitía a su nieta, pero esta ya nunca los recordaría.

Aparecen también los personajes que modulaban la vida del pueblo, curas y maestros sobre todo, pero también los cómicos de la legua, y la presencia en Almazán de La Barraca, de Federico García Lorca, que representó La vida es sueño bajo una fuerte lluvia que el público aguantó sin moverse. No se trata, sin embargo de un libro nostálgico. Es simplemente la despedida a la última generación que ha sufrido una vida dura, pero que ha construido el país que tenemos. Tampoco es un tratado de etnología, aunque se le parezca mucho, porque a pesar de no haber nostalgia, sí que hay lo que es inevitable si uno ha vivido lo que cuenta: sentimiento.

Anterior crítica de libros: Una odisea balcánica. Tras los pasos de La mirada de Ulises, de César Campoy.

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