Hasta el último aliento, de Manuel Calderón

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LIBROS

«Trata una historia contada muchas veces, pero con otro fondo y otra forma de hacerlo. Y por eso resulta totalmente válido en cualquier bibliografía de la Transición»

 

Manuel Calderón
Hasta el último aliento
TUSQUETS, 2024

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Hace unos meses, aprovechando que tenía que acudir al barcelonés Cementerio de Montjuic por otras cuestiones, me acerqué a la tumba de Salvador Puig Antich. Está casi en el punto más alto y, aunque le da la espalda, solo andando unos pasos el mar y toda la ciudad se siente claramente desde ese punto. Pues bien, era una tumba anónima. No estaba descuidada, eso no, había un manojito de flores, una placa de porcelana con unos versos, pero apenas nada más que la distinguiese de los miles de nichos del lugar, ni ningún detalle del ayuntamiento o la Generalitat que la destacase. No sé si me decepcioné o me alegré.

Sin embargo, no se ha extinguido su memoria. Acaba de aparecer un libro que de nuevo investiga su figura. Hay otros libros, documentales e incluso una película de Manuel Huerga, pero lo que tiene de novedad el volumen que presenta Manuel Calderón es que revela datos nuevos, provenientes de la intrahistoria y las entrevistas con los protagonistas.

Así, enmarca la presencia de Salvador Puig Antich en dos ejes. Uno es de su pertenencia al Movimiento Ibérico de Liberación —para ello habla con los miembros que todavía siguen vivos—, pero a la vez establece su conexión con la contracultura barcelonesa de la época, una ebullición que hacía a la ciudad condal más permisiva o menos conformista que el resto de la península. Los trasvases entre izquierda, contracultura y catalanismo se apuntan brevemente, aunque de hecho eran tan escasos que casi ni existían, se trataba de planetas diferentes.

La obra, con un espíritu novelesco que lo domina todo —en su doble sentido, de seguir el patrón de una narración, pero también de ser, no mucho, melodramático— comienza donde debe comenzar, en el momento de su detención, tras una escaramuza en un portal de la calle Girona donde muere un policía. Acudía una cita en la que iban a decidir si dejar las armas De hecho, él no estaba convocado, no tenía ni que aparecer.

Tras ello, se da cuenta de las primeras acciones del MIL —propias de una película de Ozores— en las que expropiaban a los bancos para sostener a los obreros en huelga, aunque cabe decir que algunos de sus miembros pertenecían a la alta burguesía y jamás en su vida vieron o se reunieron con obreros. Los antiguos MIL tienen hoy negocios inmobiliarios u hoteleros, eso es rebelarse contra la sociedad de verdad. En esto, el autor lo tiene claro, y casi asume la polémica tesis de Juan Marsé en Últimas tardes con Teresa: estos jóvenes jugando a las izquierdas no eran más que «señoritos de mierda».

En realidad, muchas cosas fueron un solemne sinsentido y hubo errores a destajo. Las revistas que editaban mezclaban farragosos textos teóricos con cómics eróticos. Los jueces, al ver esas pruebas, no entendían nada. En mucho de sus atracos todo era casi teatral, y a pesar de ello no consiguen que se hable de ellos como grupo político ni que se les conozca. La palabra con la que más los definían los periódicos era la de forajidos. El más grave olvido, sin embargo, fue el de Puig Antich. Dejó su bolso en las Atracciones Caspolino, y esto fue lo que propició que la policía encontrara todo lo que necesitaba para identificarlos y buscarlos.

Sin embargo, en toda Europa, por esos años, existían grupos terroristas con nuevos planteamientos y hubieran podido ser asimilables a ellos. Las Brigadas Rojas italianas o la matanza en los Juegos Olímpicos de Munich de 1972 son buenos ejemplos.

Tras la detención, se dedican muchas páginas a describir el proceso y el autor insiste en que no hubo ni una huelga, ni una campaña de solidaridad. Puig Antich no tenía contactos ni ningún tipo de influencia política, no era una prioridad para la lucha antifranquista. Ningún periódico pidió que se conmutase la pena, excepto El Correo de Andalucía. El periodista Joan de Sagarra decidió rechazar la invitación para la fiesta de presentación de una nueva revista —Por favor—, que no se había cancelado, el mismo día que se dio el enterado de su pena de muerte. Acudió, en su lugar, a la prisión Modelo, pero allí no había nadie. La calle estaba desierta. La Asamblea de Cataluña, detenida casi en su totalidad poco antes, se escudó diciendo que estaban también en la cárcel.

Hasta aquí, la historia oficial, pero Manuel Calderón tiene el elegante criterio de indagar en quién fue ese policía que murió en la escaramuza, Francisco Anguas, que es para la historia simplemente eso, un policía, pero que era un sevillano que tenía novia en Barcelona y por eso pidió la plaza en la ciudad. Calderón va a Andalucía para hablar con sus hermanos y se da cuenta de que era un joven casi de la misma edad que Puig Antich y no tan diferente de él. Era experto en la nouvelle vague francesa y seguidor acérrimo de Luis Buñuel. Tenía una biblioteca de cine más que decente e iba a Perpiñán a ver películas prohibidas en España. También era aficionado a la filatelia y tenía una buena colección de sellos, aunque su gran deseo, que se había planteado llevar adelante, era matricularse en la Facultad de Filosofía. No es que quiera defender a la policía —por supuesto, tampoco atacarla—, pero el sesgo que queremos dar a nuestro relato a veces tapa las circunstancias. Sea como sea, el libro de Manuel Calderón trata una historia contada muchas veces, pero con otro fondo y otra forma de hacerlo. Y por eso resulta totalmente válido en cualquier bibliografía de la Transición.

Anterior crítica de libros: Mari Trini. Retrato de una mujer libre, de Esther Zecco.

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