«Subiendo ese monte, he descubierto que para mí el sonido orgánico es bienestar, mientras que el de la ira es más electrónico»
A propósito de su disco Cerodenero, autoeditado y publicado a finales del año pasado, Izaro Andrés nos sumerge en las profundidades de su universo creativo a través de esta charla con Jagoba Estébanez.
Texto: JAGOBA ESTÉBANEZ.
Fotos: HELENA DE WIND.
Izaro, una de las artistas más en forma del panorama, irrumpía en los albores del año pasado con un disco ecléctico y complejo, de los que atrapan. La perla vasca predestinada a estar arraigada al pop costumbrista con la barrera lingüística del euskera, ha destrozado todo arquetipo con Cerodenero, un poderoso elepé bilingüe donde tiene cabida cualquier tipo de género, desde el folk de raíz hasta una sofocante música electrónica cargada de sintetizadores. Pero aún hay más, la fórmula resulta más interesante cuando el enfoque es el de un álbum conceptual para sanar sus traumas personales: «Me sentía como Eleven (personaje de la serie Stranger things, conocido como Once en castellano) en el void, en ese punto de disociación donde, a pesar de estar su cuerpo físicamente allí, ella está presente en otro lugar, en otra dimensión», confiesa la vizcaína con respecto al dualismo. Al igual que la alegoría de Platón, Izaro se libera de sus ataduras en la caverna para contarnos la epistemología de su introspección con una metáfora alpinista: «Comencé a ahondar en todo lo que tenía acumulado desde el año 2016, sobre todo lo relacionado con hacerte conocida, así que decidí cargar con mis traumas en un viaje interior a través de una montaña».
La ascensión hacia las heladoras alturas comienza a modo de aquelarre con “Zero”, campamento base desde donde uno puede vislumbrar al Yeti, solo si este lo desea, tal y como nuestra protagonista está aprendiendo a hacer a base de terapia, haciendo uso del misticismo en lugar de la sobreexposición. “Iparraldera” es una gruta con aires de folk desde la que no se puede conjeturar la inmensidad de lo venidero, nada parecido a la ternura y calidez que transmite esta canción fiel al estilo de los discos anteriores.
«Hacer todo este recorrido ha sido como ir a terapia. Alcanzar la cima donde pararte a reflexionar»
A golpe de piano, “Edzddh (ez dakit zenbat denbora daramadan hemen)” destapa una rabia enraizada, subiendo revoluciones para luchar con odio desde el pacifismo. Esta catarsis mental es el preámbulo de otras tres piezas electrónicas que aguardan unos metros más adelante, «seguí subiendo ese monte y empecé a encontrar un montón de rabia sin saber bien de dónde venía, y he descubierto que para mí el sonido orgánico es bienestar, mientras que el de la ira es más electrónico. Hasta en el bideoklipazo (potente trabajo audiovisual de media hora de duración que condensa los doce temas donde el baile toma gran importancia) noto que mi cara se tensa con los sintetizadores y se va relajando a medida que entran las congas, el contrabajo… En el bienestar resueno con lo orgánico y la naturaleza», confiesa la artista.
La bella “Aguacero” es cobijo en medio de la intemperie y el temporal, sinónimo de hogar, como esa reconfortante ropa de cama que te envuelve y protege contra la fría noche. Vuelta a los graves e incisivos sintetizadores con “X eta besteak”, donde nuestra viajera nos deleita a ritmo de electropop con sabores de Rihanna, Rosalía o la cara B del Reputa de Zahara, a través de un agobiante pero adictivo final donde la acción parece no cesar. «Zahara me empodera mucho, me anima a conectar conmigo misma, a confiar en mi instinto. También para mí fue clave que Rosalía sacara Motomami mientras yo estaba escribiendo Cerodenero, de algún modo sentí que me avalaba. Cerodenero es mi particular Motomami», indica la de Mallabia.
«A la yo de mis inicios simplemente me limitaría a darle las gracias»
La algazara se mantiene en lo más alto con “Campamento base”, una oda al atrevimiento, una retrospectiva a la infancia para expulsar todos los miedos durante este proceso sanatorio cercano a la cumbre. No se me ocurre mejor colofón para la pendiente ascendente que la fugaz “Ixildu mese”, oscuro trallazo electrónico que incita a mover el esqueleto con una melodía que recuerda a los noventa.
Una vez alcanzada la cima a mitad de este viaje, termina el sufrimiento y da paso a la calma con la desnuda “El mundo no es un buen lugar”, cambiando graves por guitarra acústica e incertidumbre por un golpe de realidad, oteando desde el punto más alto un planeta que todavía tiene remedio desde la esperanza: «hacer todo este recorrido ha sido como ir a terapia. El hecho de poder llegar a alcanzar la cima donde pararte a reflexionar, a empezar de cero y comenzar a ver lo bueno de nuevo… ¡Guau! Es que realmente me fui curando durante la bajada». De cadencia americana, y tras unas reconfortantes congas, suena la pegadiza “Limoiondo”, pieza que bien podría encajar en el Car wheels on a Gravel Road de Lucinda Williams, para dar continuidad a la serenidad con “Udara, udara”, sosegado medio tiempo que pasa sin pena ni gloria entre el repertorio.
La batería vuelve a ganar protagonismo en “Las llaves de tu casa”, precioso ejercicio latino con sabor al Xoel López post Atlántico, que nos deja imborrables frases como la siguiente: «Puedo ver las flores como las ven las abejas / bajo luz ultravioleta. Puedo ver las nubes como las ven los aviones / por debajo de mi tripa. Puedo ver las nueces como las ven las hormigas, unas montañas malheridas.»
«Cerodenero es mi particular Motomami»
No hay mejor manera de celebrar la sanación que despedirse de la nieve y bajar a la pradera para contar con la orquesta de Bratislava en “Todas las horas que quedan”, donde la artista parece estar en perfecta sintonía con la naturaleza, igual que lo hacía Michael Kane en la escena de Youth (Paolo Sorrentino, 2015).
Izaro ya vuelve a dormir bien y disfrutar todas las horas que le quedan, sin olvidarse de dar las gracias a esa niña que decidió apostarlo todo por la música: «A la yo de mis inicios simplemente me limitaría a darle las gracias. Si tuviera que volver a hacerlo todo desde el principio, no sería capaz. Esa niña tuvo el valor de cantar en bares sin apenas saber tocar la guitarra o sin saber lo que era un cable. Esa niña fue la culpable de haber conseguido algo tan difícil como poder vivir de la música, y lo hizo con su inocencia, pero sobre todo con su valor».