LIBROS
«La música y Hanna-Barbera tuvieron una relación esplendorosa»
Adrián Encinas
Yabba Dabba Doo! La animación ilimitada de Hanna-Barbera
DIÁBOLO EDICIONES, 2023
Texto: CÉSAR PRIETO.
Frente a la dicotomía entre Disney —que no solía tener mucha presencia— y Warner, había un tercer factor en la animación televisiva de los años setenta: Hanna-Barbera, que cuando este cronista era niño siempre pesó que era una señora. Para deshacer este entuerto y explicar absolutamente todo de la productora, Diábolo ha encargado este volumen a Adrián Encinas, gran conocedor del mundo de la animación, que nos desvela sus entresijos. Las biografías de Bill Hanna y Joe Barbera, por tanto, centran el inicio del volumen. El primero ya tenía en su currículum algún cartoon, el segundo había sido rechazado por Walt Disney, pero coinciden en mesas de trabajo vecinas, en la Metro Goldwyn Mayer, y empiezan a colaborar. Joe aportará los personajes y las ideas principales, y Bill desarrollará los gags. La primera idea que les viene a la mente es generar un conflicto entre un gato y un ratón —el germen de Tom y Jerry— a los que reutilizan tras cerrar los estudios en los que trabajaban y apelar a nuevas ideas en su colaboración.
Y las nuevas ideas ya estaban inventadas. Se llamaba televisión. Y vaya si la aprovecharon. Y ajustándose al medio: más diálogos, fondos repetitivos y por tanto menos dibujos. Estaban redefiniendo la cultura pop. En sus primeros tiempos televisivos dieron con uno de sus tres iconos: el oso Yogui, pero, junto a él, empezaron a desfilar un montón de series aparentemente de menor calado que, sin embargo, desplegaban escenas maravillosas. Dejen que este cronista haga un recorrido por ellas para que su nombre pueda actuar como magdalena de Proust: Canuto y Canito, Leoncio el león y Tristón, el lagarto Juancho, Maguila el gorila, Pepe Pótamo y su hipo huracanado, Lindo Pulgoso o mis preferidos, los Osos Montañeses, una familia de padre e hijo gañanes, madre violenta e hija preciosa, a los que no gustaba demasiado que ningún extraño anduviese por sus propiedades.
Los setenta fueron suyos, y a finales de esa década producen una de sus series más queridas y la primera en la que el protagonista era colectivo: Los autos locos, con personajes a cuál más carismático. Por la misma época triunfaba su segundo icono, Los Picapiedra, la seria animada por antonomasia hasta la llegada de Los Simpson. Había más, otra de mis preferidas fue Don Gato y su pandilla, con un inconmensurable Benito, en callejones llenos de jazz, que en Estados Unidos no fue mucho más allá, pero que en los países de habla hispana tuvo una legión de fans. En la época también destacó otra que se veía con agrado: Los Supersónicos.
Aún les quedaba, eso sí, su tercer puntal icónico como productora: Scooby-Doo, en una época en que las series sobre grupos de música estaban en alza. La música y Hanna-Barbera tuvieron una relación esplendorosa. Contaban con grandes compositores y magistrales técnicos de sonido, que construyeron bandas sonoras hoy buscadísimas, porque el estudio disponía de una división discográfica en la que también grabaron artistas muy bizarros y otros emergentes. Incluso comercializaron en los ochenta y los noventa su biblioteca de sonidos, con patadas, caídas y bofetadas.
Bien entrados los ochenta, se especializaron en los catálogos de Marvel y DC, pero a la vez dejaron de verse en las televisiones españolas —las privadas entraron en el negocio poco después—, mientras Hanna-Barbera se embarcaba en proyectos de animación real, en los que llegan a hacerle una película al grupo KISS. Son momentos de despiste, en los que incluso surge una serie sobre el cubo de Rubik. Sus personajes son utilizados en anuncios que abarcan desde cereales hasta zapatillas de deporte. Sobre todo, la familia Picapiedra, que anunciaba cerveza o cigarrillos, al mismo tiempo que aparecía en campañas antitabaco. También produjeron películas industriales y educativas.
Un último capítulo se dedica a la presencia de la compañía en España, desde la primera aparición de la productora, en abril de 1951, cuando se proyecta en cine un corto de Tom y Jerry, hasta su aterrizaje en televisión con el melancólico perrito Huckelberry Hound en 1960. La frontera entre los sesenta y los setenta fue un aluvión, una catarata de productos, facturados en muchas ocasiones en estudios españoles que subcontrataban. Era enternecedor ver al viejo Joe venir a España para, aparentemente, vigilar las producciones, pero buscando la paella y el jamón. Ahora bien, el tránsito de productos de quiosco con tebeos y cromos, figuritas y muñecas, juegos de mesa y cartas se mantuvo activo unos años más, aunque ahora ya no hay apenas presencia de Hanna-Barbera en nuestro país. Disney y Warner han acabado venciendo, excepto en la mente de esos niños, ya viejos, que veían con un placer culpable esas carreras locas en una pantalla mientras pegaban una mordida a una onza de chocolate.
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Anterior crítica de libros: Amor sin fin, de Scott Spencer.