Bruce Springsteen en Barcelona: el mayor espectáculo del mundo

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«Solventa cada concierto con una autoridad apabullante y un vigor impropio de cualquier septuagenario»

 

Bruce Springsteen sella su permanente idilio con Barcelona en el primero de sus conciertos europeos; otra exhibición, esta vez marcada por un sesgo panteísta y también crepuscular, surtidor de rock, soul y folk fluyendo a borbotones.

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Fotos: MARTA SANZ.

 

A sus 73 años ya no es capaz de tomar carrerilla y deslizarse de rodillas a cien por hora sobre la superficie frontal del escenario, como en su memorable (¿cuál no lo es en realidad?) bolo del Palau Sant Jordi hace algo más de veinte años —el primero que inmortalizó en deuvedé—, pero sigue solventando cada concierto con una autoridad apabullante y un vigor impropio de cualquier septuagenario. Como un tren de mercancías. Como una manada de búfalos en estampida. Como una apisonadora. Cualquier topicazo es válido para lacrar exhibiciones tan insultantes para el sentido común como la que nos regaló (es un decir) Bruce Springsteen anoche en el Estadi Olímpic de Barcelona, aromatizada con más efluvios soul y algún arrebato folk de lo que acostumbra, sin que de ello se derive que el rock (en mayúsculas), ese género aún apto para reunir a casi 120.000 personas en dos citas casi consecutivas (queda el domingo), quede en entredicho.

Quizá fue un aviso de que esta podría ser la última vez. Su última vez aquí. Quién sabe. También es humano. Aunque no lo parezca y habite en la órbita de los mitos sin relevo posible. Aquellos que verán cómo su esencia se pulveriza con su muerte porque su molde quedó hecho añicos y no hay quien lo reconstruya o replique. Pero también fue una reivindicación en toda regla de unas músicas ancladas al siglo XX que aún son válidas para el «de dónde venimos» y quizá también para el «a dónde vamos». Para la jarana y para el crepúsculo. Para el baile y para la mecedora. Para el fiestón y para la recapitulación de una vida que, como todas, acabará languideciendo: ahí estuvo “Last man standing” y su emocionado recuerdo a George Theiss, compañero de correrías en The Castiles a mitad de los sesenta, y la invitación a exprimir cada momento de nuestras vidas como si fuera el último, traducida al catalán desde las pantallas.

Lo de anoche fue una celebración del poder redentor del groove, del swing, del roll, del mojo y de la madre que los parió a todos. Porque hasta los cortes menos celebrados de su discografía pueden sonar en directo como exuberantes epopeyas bigger than life. Como explosiones perfectamente calibradas. Así fue con una atronadora “Kitty’s back”, rescatada de The wild, the innocent and the E Street shuffle (1973), enlazando con naturalidad con el satinado soul de “Nightshift” de The Commodores (de su caprichoso y algo desvaído disco de versiones), con toda la E Street Band a pleno rendimiento: la batería de Max Weinberg, las guitarras de Lofgren y Van Zandt, el saxo de Jake Clemons y el teclado de Roy Bittan marcando diferencias, pero vaya coros y vaya sección de viento. O “Wrecking ball”, canción que ningún fan situaría entre sus treinta favoritas, haciendo honor a su título como himno de rock de estadio prendiendo la recta final. O “Pay me my money down”, del tributo a Pete Seeger, convirtiendo el escenario en una callejuela de Nueva Orleans.

«Fue una celebración del poder redentor del groove, del swing, del roll, del mojo y de la madre que los parió a todos»

Se pone uno a pensar en cómo contar lo de anoche, por mucho que el repertorio esté disponible al alcance de un solo clic, y no sabe muy bien por dónde empezar. Si por una “Prove it all night” que siempre desborda emoción y supone un tempranero punto de inflexión; si por una “Badlands” que justifica el manido puño en alto. Si por una “Mary’s place” rebosante de alma y sentido de comunidad. Si por la serena redención de “The promised land”. Si por la irresistible invitación al baile de “Out in the street”. Si por el inmaculado sentimentalismo de “Thunder road” y su cosquilleo del lagrimal.

Seguro que habrá quien echó de menos “Rosalita (come out tonight)” o “Jungleland”. Puede que también alguien suspirase por las ausentes “The river” o “Hungry heart”. Claro que sí. Hay tantos fans de Springsteen como potenciales seleccionadores de fútbol. Pero nadie podrá rebatir ni alegar impasibilidad ante un bis que es como el acorazado Potemkin de la liturgia rock, esa que el de Freehold lleva cincuenta años macerando en un intenso y ejemplar rodaje: una “Born in the USA” a la que (reconozcámoslo) le faltó algo de fuelle, el eterno filo spectoriano de “Born to run”, la farra de “Glory days”, con la mismísima Michelle Obama y la esposa de Spielberg subidas al escenario, la recuperación de una “Bobby Jean” que no destiñó, el ímpetu de “Dancing in the dark” y el arrebato soul a lo Motown de una arrolladora “Tenth avenue freeze out” que sirvió para homenajear a Clarence Clemons y Danny Federici.

Faltaba la despedida, con Springsteen solo al mando de “I’ll see you in dreams” y la sensación de haber asistido a otro colosal espectáculo de tres horas. Un derroche de entrega y exuberancia a todos los niveles imaginables. De los que entran en esa dimensión de desafío a las leyes de la física y conectan por igual con quienes alzaban los brazos cerca del pebetero olímpico y con quienes lo veían a solo unos metros de distancia. La inagotable capacidad para deslumbrar. Una barbaridad. Otra más.

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