COMBUSTIONES
«No queda sino celebrar una carrera espléndida y recordarla, guapísima y brillante, a lomos de las melodías más arrebatadoras»
En los últimos meses, muchos medios hemos reflejado la delicada situación de Françoise Hardy, que padece un cáncer de laringe desde 2015, como reflejó Efe Eme el pasado abril. Desde Nueva York nos llega la reflexión de Julio Valdeón sobre una de las grandes voces de la escena francesa (e internacional).
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Hace más de dos meses que Efe Eme adelantó en España que la cantante Françoise Hardy padece un sufrimiento terminal e irreversible. La revista fue la primera en contarlo aquí porque es la única que desde hace años atiende al caudal de arte que llega desde más allá de los países anglosajones. La artista, por su lado, sufrió un cáncer devastador y ahora carga con las secuelas de un tratamiento implacable. La enfermedad primero y después la radioterapia la retiró de la canción. Es incapaz de segregar saliva y padece frecuentes ataques de asfixia. Si la progresión sigue por donde parece, tiene claro que desea morir. No hay belleza ni decoro en agonizar como un perro. El sometimiento a un martirio letal e inexorable, sin otra salida que la morgue, solo puede elogiarse por los partidarios de que la teología exporte a la arena pública sus muy particulares creencias sobrenaturales.
Hardy lamenta la brutalidad del sistema sanitario francés. Sostiene que no le permite poner punto final al encarnizamiento. Lo de siempre. Las viejas hipocresías, vaya, conjugadas para doblar la libertad individual en favor de unos supuestos mandatos que en nombre del derecho a la vida son la coartada de un tormento inútil. La más guapa, la más lista y más articulada, la cantante a la que Dylan escribía cartas de amor secretas, deseada por Jagger y Bowie, diosa glacial de una Francia ilustrada, cosmopolita, disfrutona, tolerante y libre, quiere buscarse una pistola o emigrar allí donde pueda remediarse la maldita agonía.
Nadie que no esté afectado por la enfermedad mental quiere morir. Como escribió Raúl del Pozo, citando a Borges, morir es un acto ajeno a nuestros hábitos. Somos grecorromanos, no japos, sentenció, recordando a los guerreros nipones, los kamikazes contra los portaaviones estadounidenses, el tijeretazo de Mishima en el vientre y el culto fatídico a la muerte. Palmar es una mierda, un desastre sin paliativos, un viaje rumbo a la nada que nos priva de seguir con aquellos a los que amamos y disfrutar un día más de la fiesta. Pero sucede que a veces, después del guateque, sobreviene un crepúsculo demasiado feo y sucio, demasiado trágico, como para querer apurarlo hasta la última gota. Hardy no anhela suicidarse porque se aburre o porque tenga la nube negra, sino porque le frieron el cerebro y el cuerpo a base de radioterapia y porque el instinto de vivir, presente en todos los organismos, resulta compatible con el derecho a una buena muerte, signo de civilización frente a la barbarie que nada tiene que ver con la eugenesia o el crimen. No queda sino celebrar una carrera espléndida y recordarla, guapísima y brillante, a lomos de las melodías más arrebatadoras.
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Anterior entrega de Combustiones: Marianne Faithfull, el hermoso crepúsculo de una diosa romántica.