«Para mí la canción lo es todo, y por llegar a una canción que sobreviva a mí soy capaz de lo que sea, a veces de llevarme al extremo»
Homónimo, el nuevo disco de Rayden, cierra su segunda trilogía solista y prepara el terreno para su concierto más ambicioso: la celebración de su vigésimo aniversario de carrera en el WiZink Center. Una entrevista de Arancha Moreno.
Texto: ARANCHA MORENO.
Fotos: STEVEN BERNHARD.
David Martínez tenía un sueño, como Martin Luther King Jr. El suyo era un sueño artístico, un complejo entramado creativo que firma, en solitario y desde 2010, bajo el seudónimo de Rayden. Empezó unos años antes por puro accidente juvenil, un pequeño Big Bang que le llevó a formar parte de A3Bandas y Crew Cuervos. Demostrada su habilidad con el rap y las palabras, emprendió su camino solista diseñando un ambicioso plan creativo: publicar dos trilogías, componer un total de cien canciones y celebrar esos seis trabajos con un macroconcierto final. Supo, desde 2008, a qué iba a dedicar los próximos dos lustros. Dibujó su carrera como un guion de cine con storyboard. Y aquí está, presentando el último de los discos prometidos, Homónimo (Warner, 2021). Cumpliendo sus planes con la seguridad que tienen aquellos que, además de atreverse a soñar, se ven capaces de llevar a cabo sus sueños.
No es habitual encontrarse a un músico cuya mecánica de composición se acerque más a la investigación propia de una película, serie o documental. Pero así es como Rayden prepara el terreno para adentrarse en las canciones. Y así me lo revela, una tarde de marzo, en las casi desiertas oficinas de su compañía. Nos sentamos cada uno en un extremo de una mesa de hechura medieval, como si en el pasado ya sospechasen lo importante que era guardar cierta distancia social. Es la primera vez que nos encontramos, pero apenas tarda unos segundos en lanzarme la primera confesión: una de sus nuevas piezas, «El gobierno de las canciones», está inspirada en una crónica homónima que escribí sobre un concierto de Iván Ferreiro hace un par de años. La inspiración puede llegar de cualquier lado, y a veces, esas crónicas lanzadas al vacío, inesperadamente, se convierten en canción.
El inicio de tu carrera fue un accidente, un Big Bang, pero después no has dejado nada al azar. ¿Todo lo que has construido desde entonces lo tenías planeado?
Las líneas sí, quería que fuesen dos trilogías: un viaje de fuera hacia dentro, del continente al contenido, del personaje a lo más importante, que es la palabra. Por eso la trilogía se llama Antónimo, Sinónimo, Homónimo, porque era en torno a la palabra. Las canciones, al final, van por libre. Ellas tienen que decidir cosas. Me dejé impresionar por las canciones, pero en líneas generales lo tenía claro. Empecé en la música el 27 de agosto de 2001. Yo hacía poesía más mal que bien, y uno de mis amigos dijo: «¿Por qué no hacemos un grupo de rap?». El otro dijo: «¡Pues yo voy a ser DJ!». Vale. Hicimos el grupo por no quedarme atrás. Siempre quería hacer todo con mi grupo. Cuando gané la Batalla de Gallos, la Mundial y Nacional, vinieron multinacionales que querían ficharme, y yo decía que solo con mi grupo. Y luego uno del grupo dijo que quería hacer una carrera en solitario, y por no quedarme atrás, dije «bueno, esto se ha dado así, vale», fue también por causalidad. Cuando me pregunté que podía contar, pensé: «Si me planteo cada dos años un disco, puedo hacer seis discos hasta 2021. Y si la suma de todas las canciones son cien, sería una pasada». Cuando fue el centenario del Real Madrid pensé: «¡Cómo molaría llamar a una canción el “Himno del centenario”!». Me lo planteé y desde ahí fui dando pasos. Menos mal que el público ha apoyado esta idea, porque si no, no se sostiene. Lo del WiZink me lo planteé en 2014, que lo haría el 6 de noviembre de 2021.
Pero ¿habías escogido hasta la fecha concreta con tanta antelación?
Sí, porque el 6 de noviembre de 2010 saqué mi primer disco en solitario, y porque es el cumpleaños de mi hermana. Cuando tuve la suerte de que el público empezó a llenar de manera consecutiva La Riviera, los típicos entendidillos me preguntaban para cuándo un WiZink. Y yo decía que no, que cuando cumpliese los veinte años y con el sexto disco. Tenía clara la fecha, y menos mal que estaba libre.
En tu carrera existe una planificación a largo plazo impresionante, y diría que muy poco habitual en la industria en la que te mueves.
Ahora son tiempos de single, single, single y ya los juntan para que se sostenga por sí solo como disco. Yo al revés, quería hablar de esto: ¿qué es el homónimo? ¿Cuál es el mayor homónimo? Le preguntaba a la gente, y me di cuenta de que una canción es el mayor homónimo, una canción se llama igual para todo Cristo, tiene la misma duración, la aparición y el orden de los instrumentos es el mismo, pero para cada persona es diferente. El disco es un homenaje a la canción, y al arte de dedicarse a las canciones.
Hay un concepto muy potente detrás de lo que haces, por todo esto que estás contando: las trilogías, la temática de los discos, las cien canciones, el gran concierto para celebrar los veinte años. Dado que ya te imaginabas todo eso hace 15 o 20 años, ¿el cuadro que dibujabas mentalmente entonces se parece a lo que has conseguido?
Me ha sorprendido también por los actores y actrices que han ido pasando. No me imaginaba poder contar en Antónimo con Ale Acosta de Fuel Fandango; no me imaginaba que en Sinónimo me iba a cargar a cuestas con la labor de producción del disco, y que me saliese bien el tiro, y no sabía que en este disco iba a contar con Paco Salazar. Gracias a Paco ha llegado algo que me ha sorprendido: le he dado las llaves de mi casa y la ha dejado remodelada, reformada y lista para entrar.
Era la primera vez que invitabas a Paco Salazar a casa, ¿no?
Sí, era la primera vez. Y mira que me lo decía mi técnico de sonido, Pablo Pulido, técnico idóneo de Estudio Uno, que es donde grabo los discos: «David, júntate con Paco». Le conocí cuando colaboré con Dani en unos conciertos suyos, y llegó este disco y le dije que quería juntarme con él. Paco dice que las mejores producciones que ha hecho están en mi disco, y la verdad es que sí: temas como “El mejor de tus errores” con Alice (Wonder) o cosas así roza una cosa que coge con la guardia baja.
Ahora que hablas de la producción de Paco Salazar, ¿cuál era el punto de conexión del que partíais en este disco? Porque Paco se maneja tan bien en un tipo de canción, digamos, más clásica, como en ese interés por los muros de sonido, los organeles, etc. ¿En qué punto os encontráis los dos?
Nos encontramos en el momento en el que empiezo a pensar si llamar a Dani Castelar, que es el productor de Paolo Nutini. A nada que se revise mi obra se ve que lo que me gusta es Kiwanuka, Paolo Nutini, Black Pumas, The White Stripes… se ve esa hechura. En el disco anterior, del que produje la mayoría, se veía eso. Paco ha producido para Dani Martín, por ese sonido más clásico, pero también para Mr Kilombo y lo ha llevado a otra sonoridad, y a Nena Daconte, y a La Oreja de Van Gogh, incluso a Pol Granch lo ha llevado a otra sonoridad. ¿Por qué buscar fuera si tengo a una persona con una versatilidad increíble? Incluso en sus proyectos propios, más minimal, de puertas de ruido y tal, en él veía a un capo. Y cuando vi que tenía un mellotron físico, me dije: «Es que tiene que ser él». Y menos mal. Me enviaba pruebas de canciones, que estaban maquetadas por mí, y él lo llevaba a una cosa… En “Doncreíque” hay un momento rollo Beatles. Hay conexión.
Sabía traducirte, teníais el mismo código musical.
Y personal. Se ha descubierto como un gran semejante. Igual de intenso que yo, muchas charlas, una situación parecida… Me he encontrado un espejito.
«Cuando colaboras con alguien dejas un poso en esa persona, y esa persona deja un poso en ti»
Me fascina cómo te apoyas en la palabra, pero también en la matemática de hacer que todo encaje. Son dos disciplinas supuestamente antagónicas, pero tienen mucho que ver. ¿Eso lo has aprendido del rap?
No sé, la verdad es que nunca me lo había planteado así. En el momento en el que hay celebración y efeméride, siempre hay números de por medio. Ahora estamos en Warner, y los dos anteriores discos de la trilogía han sido número uno. A lo mejor hay mucho número, pero me quedo con los que hay al otro lado, porque me demuestra el público que hay detrás. Hace poco que tengo un TOC: he dejado de escribir números de cero a cien con cifras, los escribo con letra.
En fin, ¡cada uno tenemos lo nuestro! Para ti, ¿cuál es la mejor escuela de la palabra: la música, la poesía, la vida…?
Ostras, creo que la vida. Lo que pasa es que en mi caso vida y música van a la par. Ahí entramos en una cosa que hablo con mi psicoanalista: que yo solo me siento vivo encima de un escenario. Entramos en movidas. Creo que la vida, y saber verbalizarlo. Muchas cosas no sabemos verbalizarlas, y ahí es donde vienen los problemas y los nudos. A lo mejor es la vida, porque todo lo traduzco a canción. Es horrible irse de vacaciones conmigo: escucho algo, lo apunto y tengo que tirar luego de ese hilo.
Hoy me ha preguntado mi padre qué tipo de música hacías, y le he explicado que empezaste haciendo rap, pero que eres algo así como un transgénero de la canción. Tu camino ha sido muy largo y has pasado por muchas estaciones, ¿en cuál te encuentras ahora?
Sí, a lo mejor es una referencia transversal, se ven todos los gustos que tengo, de dónde vengo, y con todas las personas que he colaborado. Cuando colaboras con alguien dejas un poso en esa persona, y esa persona deja un poso en ti. Creo que canciones como “La mujer cactus y el hombre globo” no existirían si no hubiese conocido a Leiva, a Juancho [Sidecars] o a Iván Ferreiro. Parece una canción que le he escrito a Leiva. Cuando vuelva de México le voy a emborrachar un día para que haga una cosa y me quite una paja mental [ríe]. Es un género referencial. Siempre le pregunto a la canción cómo quiere sonar, porque no todo vale. En este disco, “Coachella” es como una revisión de El rayo de luna de Becquer, pero en un festival. Pienso en la música que pegaría en un festival y suena así. Siempre le he preguntado a las canciones cómo querían sonar, eso me ponía retos. Mi voz y la palabra son los conductores de todo.
O sea, que aunque partas de una planificación conceptual para el disco, en las canciones son ellas las que llevan las riendas.
Me dejo sorprender totalmente para que tenga ese punto de frescura. También por la forma que tengo de hacer las canciones. Yo hago ensayos de texto, me documento, entrevisto a gente, subrayo, saco a limpio y luego lo llevo a canción. Conceptos que parecen muy ligeros tienen un estudio de por qué vivimos en la época de la romantización del amor, del amor líquido de Bauman, eso me lleva a la sociedad líquida… me lleva a entender cosas así, y de ahí llego a cosas como “El mejor de tus errores” o “Dios odio”, hablando del concepto del odio líquido y la época de polarización. Viene de mucha documentación, de muchas hojas, pero luego tiene un punto de frescura.
Hace tiempo que te escuché explicar cómo preparabas las canciones, de una manera tan académica, y me impactó mucho. No conozco otro caso igual.
No, y ojalá que encuentre a alguien, porque estoy tronado. Estoy ahí con Excel, y con chinchetas, hilos y demás…
Ah, haces como en los asesinatos, cuando la policía reconstruye lo ocurrido y se pone a relacionar pistas en la pared, ¿no?, pero tú con canciones.
Sí. Es algo que me gusta. El público no sabe, pero siente, y ve que hay un trabajo detrás. Me gusta establecer capas. Si solo oyes una canción y te mueve, adelante. Pero el que quiera entrar puede llevarse una experiencia completa.
La canción como muñeca rusa.
Sí, una matrioshka [ríe].
Para llegar hasta este disco has hecho un largo viaje de dos décadas. Al escuchar tu debut (Estaba escrito, 2010), parece que hacías canciones más urgentes, más oscuras, más individualistas. ¿Reconoces ese punto de partida como algo propio, o te sientes ahora muy lejos de aquel disco?
No, no me siento así. Esto no lo preparé, pero me he dado cuenta ahora que tengo los seis discos: el primer disco de esta segunda trilogía es Antónimo, y el primero de la trilogía anterior era Estaba escrito, un antónimo de por dónde era conocido. Yo venía de ganar la Batalla de Gallos y todo el rato querían que improvisara, y yo quería mostrar lo que hacía realmente, que era escrito. Mi antónimo, mi contraposición, era Estaba escrito. Luego lo he visto muy paralelo a Antónimo. En el libro que viene con el disco solo salen doce canciones, pero en octubre voy a sacar un libro con las cien canciones, comentarios de texto de las cien y poemas que conviven dentro de cada universo. Serán 800 o 900 páginas. Me ha gustado encontrarme representando en el noventa y nueve por ciento de mis letras. Quitando una, en la que hablo de mi ciudad en sentido crítico, y años después fui el pregonero de la ciudad, de Alcalá de Henares. Era de la época de los veintitantos, en los que me pasé de crítico. Quitando eso, me encuentro representado en todo lo demás. Para mí fue muy tranquilizador tener una obra tan coherente: etapa más oscura, más luminosa, más reflexiva, etapa oscura otra vez en Antónimo, etapa más introspectiva, etapa más reflexiva. Ha sido muy simétrico. Estos discos me querían decir algo que no sabía, y cuando dejas de ver la captura y ves el fotograma entero, lo entiendes.
Dejas de ver las piezas sueltas, porque ya tienes montado el puzle. ¿Ahora estás en un punto reflexivo y luminoso?
Creo que sí, pero con el brillo nostálgico, incluso nostálgico de lo que va a venir. En este disco hay un componente muy grande de celebración, y un componente raro. En esta trilogía he seguido la metodología del sandwich: la intro y la outro son las rebanadas de pan en las que van todas las canciones. En Antónimo fue «Alirón», desde que matemáticamente cantas victoria, hasta «Pasillo de honor», hasta que el oponente te tiene que hacer la reverencia. En Sinónimo fue un aforismo de Gloria Fuertes: la primera canción fue “Lo primero, la bondad” y la última “Lo segundo, el talento”. Y en este la voz cantante la lleva el público. En la intro, “Himnostalgia”, contesto a qué cabe en una canción, que es algo que pregunté en Twitter. La gente contó muchísimas cosas y las metí. Lo que cabe en una canción es lo que dice el público. Y la última canción, “Himno del centenario”, termina el público, con qué es Rayden para ellos. Me gusta que esté arropado por todo eso. Quién hace el himno es el público. En este disco hay un componente de comunión con el público. Las canciones las hacemos entre todos, como los documentales que hacen de falso documental. Creo que este es un disco de David haciendo el disco con el que llega a cien canciones. Es como un falso disco. Lo vi así; incluso estudié cómo darlo más mascadito. Creo que el público lo va a entender. La última canción es como el teatro, cuando se apaga la luz y se ven siluetas moviendo el mobiliario, con una voz en off, y te ponen en situación.
Esa última pieza, “Himno del centenario”, recuerda a una cámara rápida atravesando tu vida, y es a la vez una carta plagada de agradecimientos.
Es una cámara circular, que empieza desde el plano trasero, que es de dónde vengo; la segunda estrofa también es un plano trasero: todo lo que tengo que dejar atrás y aprender a decir adiós, de ahí el plano de Nolan, el típico en el que se ve a todo el mundo de espaldas; la tercera estrofa es un plano de lo que tengo alrededor, mi banda, y el cuarto es un plano hacia delante, lo que tengo justo enfrente. Es un plano circular, me lo planteo así. En esta canción menciono a mi banda uno por uno.
Esa canción tiene un componente también espontáneo, con esas menciones tan personales a tus músicos.
Totalmente, fue una llorera cuando lo escribí, y cuando lo grabé. Este disco lo agendé hasta el punto de que fijé que la última jornada de grabación fuese el 30 de julio, que es mi cumpleaños. Y lo último que grabé del disco es lo de «Rayden sois vosotros». Todas las canciones tienen videoclip, y la banda no sabía que esta canción lo iba a tener, así que hice un zoom con ellos, y les dije: «Mutearos la cámara, que voy a mandaros por WhatsApp una cosa», y llorera ellos [ríe].
Es curioso que justo cuando llegas a las cien canciones es cuando te planteas qué cabe en una. Como el que camina diez kilómetros y luego piensa en qué significa o en qué consiste cada paso.
Las personas que hayan seguido mi carrera van a encontrar canciones que tienen relación con eso. Una cápsula de tiempo: a lo mejor cabe “Abrazos impares”. Me parecía bonito que el público empezase con ese punto de nostalgia.
Exise un universo creativo muy conectado en tu discografía, por lo que veo.
Sí, es un poco como familias de Juego de Tronos. Hay diferentes familias en mis canciones. Una habla siempre del plano familiar: “Álbum de fotos” habla de mis abuelos, “Mi primera palabra” de mi madre”, “Pequeño torbellino” de mi hijo y de mi padre, “A tres pasos y medio” de mi hermana, “A mi yo de ayer” de mí cuando tenía diez años… Luego, de temática pasional, “Matemática de la carne”, “Solo los amantes sobreviven”, “Mariposas”, no se qué. De desamor, de crítica social, reflexiva, filosófica… Se pueden establecer familias claras. Nadie puede decirme que he cambiado, porque se ve. En las canciones me permito meter huevos de Pascua de otras canciones. Esto que veo en películas y series y me flipa, que alguien que haya escuchado esta canción encuentre una referencia a ella en otra.
O sea, que hay guiños en tu obra, cameos de canciones, como aquellos cameos que hacía Hitchcock en sus propias películas.
(Ríe) ¡Ojalá!
Esa familia temática está muy enredada con tu propia vida, como decías antes. ¿Qué otras historias hay detrás de estas nuevas canciones?
Para “El mejor de tus errores” me puse a escribir a parejas que he tenido, a preguntarles cómo fue lo que vivieron conmigo, qué poso les había dejado. ¡A lo mejor ellas no saben que era para hacer una canción! [Ríe] Para mí la canción lo es todo, y por llegar a una canción que sobreviva a mí soy capaz de lo que sea, a veces de llevarme al extremo. Homónimo fue eso: voy a buscar cosas que sean fogonazos, pellizcos que me lleven a algo. Como, por ejemplo, “El gobierno de las canciones”. Leer una crónica de un concierto [se refiere a Iván Ferreiro: El gobierno de las canciones ] y decir: claro, en tiempos del streaming, de la escucha pasiva, en los que el público a lo mejor tararea una canción que ni sabe cómo se llama… no vale ni cantar mejor ni peor, al final las canciones son las que tienen su propia democracia. Empecé ahí, ves un hilo, tiras, tiras, y ves que hay un ovillo, te has hecho tu propio nudo y dices: «Vale, voy a ver qué voy a tejer con esto». Son cosas que tienes como el síndrome de Stendhal. Me ha ocurrido con todos los discos. Veo una serie, una película, una obra de teatro… y tengo que intentar sintetizar lo que vivo para entenderlo en forma de canción. Homónimo es así.
Un disco prepandemia, imagino.
Sí, yo mandé a fábrica Sinónimo en 2018, y en agosto septiembre empecé a escribir Homónimo.
Te pregunto porque llevamos un año en el que los viajes han sido mínimos, y eso me imagino que también puede paralizar una parte de la creatividad.
Para escribir una canción yo necesito estar en mi casa, y documentarme. De hecho, soy incapaz de juntarme en un estudio a hacer algo. La única vez que fui capaz fue con Iván Ferreiro en su casa, porque estaba cocinando de la leche y me sentí en mi propia casa. Pero necesito estar en mi hogar, estar tranquilo, no en un camerino o en una habitación de hotel. ¿Cómo pueden?
Y en soledad. Eres un llanero solitario.
Sí. Lo que pasa es que luego se lo enseño al resto de mi banda, y a lo mejor me dicen: «Oye, ¿esta frase?». Y a lo mejor la cambio.
Detrás de algunos discos que cosechan grandes ventas a veces existe una sensación artificial. ¿Tienes esa sensación? ¿Tú te pones algún límite creativo?
No, porque al final no somos para tanto, ni para tan poco. Me lo recuerda la gente que ya no está. Por ejemplo, Pau Donés. Pau Donés parecía que era un meme hasta que murió, la gente se paró a escuchar sus canciones y vio la calidad. Donde muere el ser humano, a lo mejor su obra no, se distorsiona o se magnifica. Nosotros no somos para tanto; a lo mejor lo que hacemos nosotros sí que cala. A mí no me preocupe que la crítica me ponga bien. Vender muchos discos, sí, porque me da herramientas para lo que quiero hacer: un libro, que todo tenga videoclips… poder hacer las cosas mejor. Pero si fuese el libre trueque, a mí me encantaría. Me encantaría que todo el mundo escuchase la obra, pero que trascienda a los medios y tal… Como entendedor de los engranajes, sería tan fácil como buscar todo el rato la polémica, jugar luego al enfant terrible, jugar luego al chico redimido y luego al cambiador de la sociedad. Pero como no estoy a eso, prefiero que, si calan las canciones, que calen ellas, no empujar con calzador. La obra por sí sola ya habla de una conceptualidad.
«Yo hago ensayos de texto, me documento, entrevisto a gente, subrayo, saco a limpio y luego lo llevo a canción»
Antes hemos hablado del poso que te dejan las colaboraciones. En este disco te acompañan Alice Wonder, Sebastián Cortés, Ciudad Jara y Fredi Leis. ¿Qué criterios has seguido para invitarlos?
Las colaboraciones no las hago por compartir oyentes mensuales, sino porque a veces no sé hacer canciones redondas. Por suerte, creo que hay muchas veces que sí, pero cuando no, busco a la punta de lanza que creo que mejor puede conseguir la canción redonda. En este caso no ha sido menos. Con Alice Wonder tenía muy claro cómo quería que fuese la canción, y con ella es la primera vez que me he sentido pequeño en un estudio. Fue una pasada. Con Ciudad Jara quería colaborar mucho tiempo, desde que les vi en una actuación en la sala Cats. En “El gobierno de las canciones” hablamos del bonito trabajo que es hacer canciones fuera de que te vaya bien o mal. A veces, para quien más sueña o quien más se esfuerza no se cumple, a veces no hay meritocracia, pero hablar de lo que te mueve. Con Fredi Leis quería un componente sensual, y con Sebastián Cortés descubrí su música y me pareció un talentazo. Pensé en quién podía defender mejor la canción y llevarla adonde está. Tengo la suerte de que me suelen decir que sí, soy afortunado.
En el pasado has colaborado con muchos otros artistas. ¿Qué palabra escogerías para describir a Iván Ferreiro?
Iván Ferreiro es casa, refugio, conecté muy bien con él y con Amaro. Cuando sale su nombre en una entrevista siempre les mando un audio. En cuanto pase un poco la vorágine, me planto en Galicia, a que me cocine y llevarle un vino. Son de estas personas que, con la bonita excusa de hacer canciones, surge una amistad bestial. Incluso ha permitido que conozca tu trabajo, y que eso me haya servido para hacer una canción. Todo está conectado, si estás abierto. La familia Ferreiro es muy guay.
¿Y qué palabra define a Andrés Suárez?
Brindar. Tenemos la misma energía. Cuando me llamó, me dijo: «Neno, soy Andrés Suárez. ¡No paro de cantar “Finisterre”!». Hemos hecho migas muy bestias. Siempre que me manda un audio me empiezo a descojonar, es un torrente de energía bestial [ríe]. Le reenvío sus audios a mi banda, porque si tienen un mal día se lo levanta.
¿Y a Leiva?
Orgullo. Si a alguien le caigo mal, me podría resumir como «el rapero que siempre presume de haber colaborado con Leiva». Yo no me lo creo, con él y con Juancho. Parece que alguien se tiene que morir para que su obra cobre dimensión. Mira que le va bien al cabrito, pero a Leiva se le tenía que sobredimensionar más. Es una enciclopedia con patas, todo el rato hace hits instantáneos, no lo entiendo. Comparto su bajista, Manolo Mejías, y recuerdo cuando Manolo me enseñó “Mi pequeño Chernobyl”. Como estudioso del engranaje, no lo entiendo, no soy capaz de discernir. Cuando colaboré con él fue como: «¿Y cómo le he engañado?». Es un lobo, un defensor de los suyos, y que me considere de los suyos es un orgullo. Es un capo en todas las acepciones de la palabra.
Hablando de acepciones de la palabra, tú te defines en Twitter como «probador de escenarios».
[Ríe] Sí. Me parece que es la mejor definición. Esto lo he hablado con mi psicoanalista. Me subo para probar sonido a un escenario y cuando estoy ahí siento que soy yo. No estoy enganchado al aplauso ni al feedback, qué bonitos esos puntos de encuentro que son los conciertos, pero siento que soy yo en un escenario, aunque solo esté probando sonido. Me gusta definir así mi trabajo.
¿Cuánto tiempo llevas sin tocar?
Poco. He tenido la suerte de que el año pasado hice una gira de 25 conciertos, a trío. No fue un parche, lo queríamos hacer hace tiempo. Terminamos la gira el 8 de marzo sin saber lo que iba a ocurrir. Iba a tener 35 festivales, luego Latinoamérica y luego la gira a trío, con Manolo Mejías en el contrabajo y Héctor García, mi guitarrista. Estalló la bicha, nos comimos los festivales y Latinoamérica, y adelantamos la gira a trío.
Al problema de conseguir una buena gira se suma que a uno le dejen llevarla a cabo. Esto no depende de ti, pero tienes un equipo humano que sí lo hace. ¿Cómo gestionas esa responsabilidad?
El año pasado para mí fue mi peor mejor año. Empecé abriendo los Goya, continúe haciendo la campaña de Turismo, con una canción mía en una serie, grabando el disco que justifica mi trayectoria, cumpliendo el sueño de la gira a trío acústico. Pero luego miraba a mi banda, a mis backliners, técnicos, músicos… y veía que ellos no estaban en mi situación. Y les decía: «Estad tranquilos con el disco que estoy haciendo, que esto va a reportar». Me sentía como el padre que no lleva el pan a casa, y llegó un momento en el que me dijeron: «David, no te preocupes». Fue difícil. Era una dualidad instantánea.
El gran concierto final del que me has hablado es el 6 de noviembre, en el WiZink. Dices que vas a llevar a más de 25 invitados. ¿Cómo se gestiona algo tan grande?
Lo tenía pensado desde 2014, y cuando lo tienes tan claro… Cuando he colaborado con Dani Martín o La Pegatina, que también tocaron en el WiZink, cada vez que salía a cantar, pensaba: «Esto algún día va a ser mío», ¡como si fuese a heredar las tierras! Me fijaba en festivales. Llevo años pensando en lo que quería hacer en el WiZink, sobre todo este último lustro. Eso me permite ir muy adelantado, con las colaboraciones que quiero. Ese es mi truco de la convicción, se me ve tan hacia delante, con el brillo de la convicción, que la gente dice «yo quiero vivir esto». Es una celebración de veinte años, el público entiende que es algo especial que no se va a volver a repetir, quedan 500 entradas para las 9.000. Vamos a esperar al desarrollo de las vacunas, y si todo va bien, en septiembre abriremos a 12.000, y si todo va guay, a 15.000. Ambiente va a haber.
“Himno del centenario” tiene carácter de fin de ciclo, cierra la puerta de esta segunda trilogía. ¿Cuál se va a abrir ahora?
La segunda mitad de mi trayectoria. Desde que me planteé esto en 2008 nunca he logrado ver más allá de 2021, hasta que entramos en 2020. He cerrado la mitad de la trayectoria, ahora me queda la de no tener que demostrar nada a nadie y darme lujazos, que es la que va a empezar ahora. Van a ser dos trilogías. Lo que voy a hacer aún no se puede decir, pero quiero que toda mi obra sea conceptual, que sea una obra de doce discos y que la gente vea cuáles son los estratos de una persona que se dedica a la canción. Es más sesudo de contar, haría falta una semana para contarlo, pero tampoco me voy a pasar de frenada, no va a ser «eres tan raro que no te entiende ni tu madre». Los discos por sí solos cumplen: funcionan, son radiables… pero siguen siendo piezas de una obra más grande. En tiempos de lo efímero yo quiero hacer lo otro. No por artisteo ni por ego, sino seguir pensando en las canciones y ver qué son capaces de construir ellas.
O sea, que en los próximos veinte años se avecinan otros seis discos y otro gran concierto final, ¿no?
Sí, y ahí, igual que ahora te digo el WiZink, ojalá entonces pueda ser el Bernabéu, porque a nivel de frikismo me gustaría que el último concierto fuese allí.
«Me conformo con vivir en el corazón de quien me escucha», dices en los primeros minutos de Homónimo. ¿Eso es lo que le pides a la música?
Sí. Yo no soy conformista, pero tampoco quiero ser número uno en tendencias, todo el rato coleccionando discos de oro. Tengo tres discos de oro que ni pido. La gente ya sabe que cuando pasas de siete millones y medio de escuchas en un tema eres disco de oro, no hace falta ponerlo. No, no quiero esto, pero sí que quiero dar mejores condiciones a mis músicos y tocar en sitios más grandes para que esto me permita jugar a hacer más cosas, como he hecho con este disco: una baraja de cartas francesas porque bebe mucho de los setenta, de Francia e Italia, pero con la tecnología de ahora, que se ve en temas como “La comida del año en Francia”. Y que todos los singles que sean como una baraja de cartas francesa. Todas esas frikadas mías, sin público detrás, no se sostienen. Le pido eso a la música: que cale entre la gente de tal manera que sigan queriendo darle dimensión a mi obra y que me dén facilidades para poder desarrollar lo que tengo. Que no me sienta impotente creativamente. Que donde llegue mi creatividad no me frene la realidad. Que vaya la canción por delante.