COMBUSTIONES
«Los más sensatos volverán a sus discos, irregulares desde la ruptura de los Fab-Four, y majestuosos, irrepetibles, cuando los de Liverpool gobiernan el mundo»
Desde el mismo Nueva York que vio morir a John Lennon, Julio Valdeón reflexiona sobre la vida y la muerte del exbeatle, su legado y sus últimos años en el edificio Dakota, donde fue asesinado.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Los cuarenta del asesinato de John Lennon darán para la inevitable cascada de idioteces y lugares comunes. Habrá quien escriba sobre el idealista torpe y ególatra, que existió, claro, y quien le afee por enésima vez sus himnos hippies: como si el genio del exBeatle, torturado, tempestuoso, visceral, arrebatado y brillante, pudiera resumirse en las infantiles dimensiones de sus canciones más típicamente mesiánicas. Los más sensatos volverán a sus discos, irregulares desde la ruptura de los Fab-Four, y majestuosos, irrepetibles, cuando los de Liverpool gobiernan el mundo.
Decidido a poner un poco de luz en las sombras de sus últimos años, marcados por el silencio, el escritor Kenneth Womack ha publicado John Lennon: the last days in the life. Una memoria minuciosa y empática de la reclusión en el Dakota y el nacimiento y crianza de su hijo con Yoko Ono. Lejos de la purpurina y la adoración encontramos a un Lennon obsesionado con los triunfos de su amigo y enemigo íntimo, Paul McCartney, imparable entonces. El músico bebe té por las cafeterías de la calle 74 y, de vuelta a casa, contempla con angustia su Stratocaster favorita, que no toca desde el 74. Con la televisión siempre encendida y sin volumen, la radio conectada a una emisora de música clásica y muchas horas para rellenar, Lennon va y viene por el palacete como un leopardo encadenado y compra nuevas y multimillonarias unidades del Dakota. Sus vecinos lo miran con inevitable recelo: parece decidido a comprar el edificio al completo.
Lennon también sufre la angustia de saberse incapaz de escribir. Frente a lo que pregonó en aquellos años, cuando presumía de que dejó el circo para dedicarse a los placeres del hogar, lo cierto es que estaba seco. Reacciona con genuina ira cuando un provocador Dave Marsh, desde las páginas de Rolling Stone, intenta que regrese al estudio. Imposible no sentir una punzada de dolor al rememorar, por enésima vez, su estúpida muerte, que para más recochineo lo alcanza cuando abandonaba su periodo de anacoreta, después de grabar el estupendo Double fantasy y planeaba salir, por fin, de gira. No pudo ser. Un payaso homicida le descerrajó cuatro tiros a las puertas del Dakota.
Estos días habrá quien diga que su talento tampoco fue para tanto. Que el rock and roll está sobrevalorado. Que los sesenta son menos de lo que creímos. Que los reyes son los padres. O que los buenos eran los Who, los Kinks, los Stones. Como si hubiera que elegir. Bah. Ni puto caso. No duden ni por un segundo que, de haber nacido en la Inglaterra de 1940, Beethoven y Mozart habrían querido montar un grupo con el hijo de Alfred y Julia.
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Anterior entrega de Combustiones: Cómplices en mitad del desierto.