COWBOY DE CIUDAD
«Es material para un buen melodrama de Hollywood o, como es el caso, un disco rotundo, emocionante y muy muy bueno»
Una historia insólita la de Waylon Payne, hijo de dos músicos reputados, ahijado de Waylon Jennings y autor de Blue eyes, the harlot, the queer, the pusher and me. Un segundo disco rotundo y emocionante, en palabras de Javier Márquez Sánchez.
Una sección de JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
En 2004 Waylon Payne publicó su primer disco. El segundo ha tardado 16 años en llegar, pero con él, este reconocido autor de Nashville, Tennessee, parece confirmarse por fin como un cantautor de gran talento, a lo largo de un puñado de canciones en las que profundiza en sus demonios personales, los claroscuros de su infancia y su periodo de adicción al alcohol y las drogas.
Descritas así, esta novedad discográfica y la historia de su autor podrían recordar a un sinfín de grabaciones que, con coordenadas similares, hemos visto llegar a lo largo de los años. Pero si me dais unos minutos y algo de atención, puedo aseguraros que la historia de Waylon Payne es de todo menos «lo de siempre». Lo que sí es, desde luego, es material para un buen melodrama de Hollywood o, como es el caso, un disco rotundo, emocionante y muy muy bueno.
Si empezamos por el principio, las cosas no apuntaban bien para el muchacho: su padre fue Jody Payne, guitarrista principal durante más de 30 años de la banda de carretera de Willie Nelson y uno de los más reputados músicos de sesión de Nashville. Su madre, Sammi Smith, logró en 1970 con su versión de “Help me make it through the night”, de Kris Kristofferson, un éxito tan apabullante que, en términos de ventas, ingresos y semanas en las listas, sigue ostentando el título de mayor éxito de la historia de la música country. ¿Intimidatorio? Pues hay más. Porque el pequeño Waylon recibió tal nombre en honor a su padrino, que fue, nada más y nada menos, el gran Waylon Jennings. Con ese cartel, como para estudiar oposiciones a notarías. Pero la historia mejora.
El ministro politoxicómano
Waylon tenía apenas tres años cuando sus padres se divorciaron, y como la carretera no es vida para un crío, su madre encomendó su educación a su hermano y su cuñada, un matrimonio cristiano —cristianísimo— de Vidor, Texas. Al chaval le metieron el asunto de la paloma inseminadora tan profundamente que, al terminar el instituto, decidió entrar en un seminario para convertirse en ministro de la Iglesia.
Pero en un nuevo giro de guion, resulta que al mismo tiempo que Waylon iba familiarizándose con las cuentas del rosario y los rangos de serafines y querubines, también iba aficionándose a la cerveza, la marihuana y la música country. Aquella mezcla explosiva terminó con el joven ministro metido en todo tipo de peleas y altercados en bares de mala muerte, y con sus tíos renegando de él y dejándolo en la calle con una maleta en una mano y el alzacuellos en la otra. Porque, además, Payne les reconoció que era gay. ¿A alguien le sobra drama en esta historia? Pues que no guarde los clínex.
¿Qué hizo Waylon Payne a partir de entonces? Pues darle duro al mito del artista maldito, componiendo bellas canciones que cantaba en tugurios de Los Ángeles para sacarse cuatro cuartos que se gastaba en lo que se lo gastaba… Pero lo cierto es que tenía talento, talento de verdad, y eso le llevó a convertirse en un habitual del King King Club de Hollywood, donde una vez a la semana se organizaba una noche de música country en la que estaba prohibido cualquier sonido que no recordase a los clásicos sacrosantos, como Hank Williams o George Jones. Lucinda Williams o Dwight Yoakam eran habituales de aquellas sesiones, a la espera de descubrir nuevos talentos.
Considerado por la prensa de Nashville como miembro de la «realeza del country», y gracias a la calidad de sus canciones y el tipito resultón del muchacho, Payne comenzó a colaborar en discos de grandes artistas y películas de distinto pelaje, alcanzando quizá su mejor momento en su encarnación de Jerry Lee Lewis en el biopic de Johnny Cash En la cuerda floja (2005). Por aquel entonces Payne le pegaba al whisky y la metanfetamina cosa mala, sin hacerle ascos a otras «catas», y mantenía una tormentosa relación con su camello, un tal Tyler que, por lo que ha recordado Payne en diversas entrevistas, debía ser un tipo bastante místico —con un cáncer de recto terminal—, que vivía en una casa abierta a todo aquel que lo necesitara, y que según cómo se diese el día, podía oscilar entre amoroso hogar de acogida o séptimo círculo del infierno.
Cuando les asaltaba la melancolía, Waylon y Tyler se sentaban entre velas a escuchar a Kris Kristofferson (el artista de referencia de nuestro protagonista). El camello se pasaba el día, al parecer, tarareando la canción de Kristofferson “The silver tongued devil and I”, y bromeando sobre el tema, Waylon le dijo que si un día publicaba un nuevo disco (el de 2004 que citamos al principio pasó con más pena que gloria), le pondría como título Blue eyes, the harlot, the queer, the pusher and me (algo así como Ojos azules, la ramera, la reinona, el traficante y yo); esos ojos azules, naturalmente, eran los de Tyler, quien le hizo prometer, ya en sus últimos días de vida, que si llegaba alguna vez ese disco, que fuera con ese título.
«Un disco de cantautor, más allá de etiquetas de género, que respira por la herida de un autor de voz honesta y curtida»
Parece que la muerte de Tyler animó de algún modo a Waylon a lanzarse en busca de la redención, y acabó acudiendo a terapia. Allí conoció a otro tipo, Edward, que se convirtió en su mejor amigo y su amor platónico, pero, sobre todo, en su gran salvador. Y así, poco a poco, Waylon Payne fue dejando atrás el alcohol y las drogas y firmando cada vez más canciones de éxito para otros, hasta llegar a la publicación, el pasado 11 de septiembre, de Blue eyes, the harlot, the queer, the pusher and me (Carnival Recording Company/Empire)
El amor redentor
En palabras del autor, «son todo canciones de amor». Y razón no le falta, ya sea amor a la pareja perdida por la adicción (“Shiver”), amor por la infancia soñada (“Sins of a father”), amor a sí mismo (“Born to lose”)… incluso amor piadoso por Lindsay Lohan y su familia (“Dead on the wheel”), de los días en los que la chiquilla se descarrió un poco. Porque hay que apuntar que las canciones que componen este disco abarcan más de una década en la vida de su compositor, recorriendo su angustiosa lucha por la sobriedad y la recuperación emocional.
Estamos en ese sentido ante el disco conceptual de un artista que pasa revista a todo lo malo de su pasado, pero también a todo lo bueno que acabó salvándolo de las llamas. Con una hermosa variedad sonora y lírica, el álbum tiene una estructura narrativa interesante, que nos sirve una vez más para reivindicar el formato disco, con un orden justificado de las canciones.
Como hemos apuntado, Payne afirma que Kristofferson es su gran héroe de la música country —quien, por cierto, también mantuvo su particular mano a mano con la botella—, aunque no hubiera hecho falta tal aclaración, porque este disco destila una honestidad, audacia lírica y exquisitez narrativa que recuerdan inevitablemente al autor de “Me and Bobby McGee”. Como este, además, las canciones de Payne no se encuadran en las coordenadas del country tradicional, más bien del country rock, marcadas la mayoría, eso sí, por una melancolía que subraya la evocadora voz del cantante.
La hiriente “Old blue eyes” cierra un trabajo que resulta mucho más agradable en el plano sonoro que en el narrativo, en el que algunas letras pueden llegar a estremecer no por la crudeza de sus palabras sino por la viveza de sus sentimientos. Un disco de cantautor, más allá de etiquetas de género, que respira por la herida de un autor de voz honesta y curtida; un artista que, esperamos, haya logrado con este trabajo la ansiada redención que le permita afrontar cuanto antes un nuevo proyecto. Porque lo estaremos esperando con muchas ganas.
–
Anterior entrega de Cowboy de ciudad: El honky-tonk genunio de los Reeves Brothers.