FONDO DE CATÁLOGO
«Una delicada ingeniería de sonidos que ampara la confesión más aterradora que alguien puede transmitir jamás: “Quiero morir”»
Se cumplen cuatro décadas del segundo y último disco de Joy Division, Closer, momento que Sara Morales aprovecha para analizar este álbum, máximo exponente del post punk y preludio de la muerte de su creador, Ian Curtis.
Joy Division
Closer
FACTORY, 1980
Texto: SARA MORALES.
El arte siempre vino a significarnos, a enaltecer la luz y la virtud de la especie, pero también a humanizar su lado más oscuro. A ponerle cara a los terrores y color a la desesperanza a través de unos pinceles, que aquí son notas y acordes, para colmar de vida —y también de muerte— los lienzos vacíos. A veces juega al fin último de la mera satisfacción en esa faceta lúdica y estética suya, pero otras, durante su firme búsqueda de la belleza, viene a representar los rincones más demoledores y recónditos del alma, esos a los que normalmente cuesta mirar pero que, a su modo, son hermosos también. Y nos lleva a comunicarnos con ellos, con nosotros mismos, al fin y al cabo, porque el arte siempre porta mensaje: único para su creador, infinito para el mundo.
Closer, el segundo y último disco de Joy Division, es una obra de arte en todas sus acepciones. Una delicada ingeniería de sonidos a manos de los cuatro genios de Manchester con ayuda del lúcido coco de Martin Hannet, que sirvió para amparar la confesión más aterradora que alguien puede transmitir jamás: «Quiero morir». Una imponente puerta blanca de acceso al submundo de la conciencia, a los sótanos de la desesperación y el abatimiento, en un recorrido de nueve canciones donde las asfixia se mastica en sonidos apocalípticos. Y sucede que esta música, la música de Joy Division con palabras y voz de Ian Curtis, cobra el máximo significado de la existencia —o el fin de la misma— relatado en un puñado de versos y melodías que se hicieron tangibles en los estudios Britannia Row de Londres, y encontraron su forma de llegar hasta nosotros el 18 de julio de 1980, hace hoy exactamente cuarenta años.
Luto blanco
El rostro de este devastador preludio del fin, sorprendentemente pulcro e inmaculado, fue elegido por la propia banda junto a Peter Saville, el diseñador gráfico de Factory Records que ya había creado para ellos un año atrás las icónicas ondas de púlsar de Unknown pleasures. Esta vez, había que invertir el juego: mayor presencia de blanco sobre negro y un concepto más explicativo que simbólico; porque, aunque ninguno de ellos llegó a imaginar que el disco vería la luz ya sin la presencia de su alma mater, el significado implícito de aquellas canciones parecía estar vaticinándolo todo. Un canto a la muerte que encontró su imagen en esta fotografía de entre las tantas de Bernard Pierre Wolff, profesional parisino especialista en el blanco y negro, creador y poseedor de una amplia y escalofriante colección de capturas en el cementerio de Staglieno en Génova. Un sepelio neoclásico en la penumbra, a medio camino entre la serenidad, la tristeza y el miedo, para poner cara al que se convertiría también en el último adiós de Joy Division.
Por nueve razones
Ciertamente alejados de la vertiente punk de sus inicios con aquel seminal epé, An ideal for living (1978), Bernard Sumner, Peter Hook y Stephen Morris apuntalaron los cimientos instrumentales de Closer en una absoluta sugestión melódica ya iniciada con su primer disco un año antes, Unknown pleasures. Una obra de artesanía ambiental atestada de ecos de bóveda, reverbs y pedales, que terminaron de bordar en esta segunda entrega con una exquisita, aunque también extraña, experimentación a base de pequeños detalles sonoros de camino a la nada y al todo. Imponente éter musical orquestado por los silencios más atronadores, los ambientes fantasmagóricos de escenarios industriales, la incomodidad del ruido y el placer de la armonía en nueve canciones que, conceptualmente, diseccionan casi de un modo forense el pensamiento y momento vital de su compositor, Ian Curtis
Arranca este entierro blanco con la fundamental “Atrocity exhibition”, un tema inspirado en el relato homónimo de J.G. Ballard en un tono sobrecogedor, que se funde con pasajes de El lobo estepario de Herman Hesse, dos de los escritores fetiche de Ian. Su voz de barítono da rienda suelta a versos de este calado: «Se divierten observando cómo se retuerce su cuerpo, pero desde detrás de los ojos está diciendo «todavía existo»», y mientras tanto, Stephen Morris azuza con su batería el ritmo krautrock de la canción complementado por Peter Hook y Bernard Sumner que, esta vez, decidieron intercambiar sus instrumentos para probarse. La guitarra que suena es de Sumner, pero tocada por Hook; el bajo que acompasa es el de Hook, pero desde las manos de Sumner. Y así fue grabada, manteniendo el experimento para la posteridad, y siendo elegida para abrir el álbum de un modo impropio, pero perfectamente sepulcral; además, “Atrocity exhibition” y la asfixiante “Colony” —inspirada en el lúgubre cuento de Kafka, En la colonia penitenciaria— ya eran habituales en sus conciertos antes de ser grabadas para formar parte de Closer.
Aunque aún rezuman soplos de esperanza en letras deshumanizadas como “A means to an end”, el cariz dramático del disco es incontestable y generalizado en sus poco más de cuarenta y cuatro minutos, pero se detona por completo en cortes como “Isolation”. Violenta y dañina, Ian se abre en canal contra sí mismo al son de la batería electrónica de Morris y los carismáticos sintes de Sumner que ya asoman a un futuro no muy lejano llamado New Order.
Asoman confesiones y angustias en las últimas palabras escritas por Curtis para canciones como la profética “Passover”, en la que asegura «lo sabía, vendría esta crisis»; «Por un momento escuché la llamada de alguien, pero viendo más allá de ese día no hay nada en absoluto», para la cinematográfica y desesperada “Twenty four hours” o «¿Qué importa la existencia? Existo tan bien como puedo. El pasado ahora pertenece a mi futuro; el presente se ha desmoronado», para la imponente “Heart and soul”.
Una atmósfera trazada a partir de alaridos sintéticos, efectos futuristas y cuerdas que arañan para cobijar un disco en el que el sofisticado trabajo de Martin Hannet funciona casi como un instrumento en sí mismo dentro del tenebrista cosmos de la banda. El oscuro firmamento bajo el que habitó Curtis con sus compañeros, con los que compartió el sonido y la aventura, pero alejó de sus tormentos personales, brota una vez más, siendo ya la última, en las finales “The eternal” y “Decades”. Dos canciones que aluden a obsesiones recurrentes de su creador: la primera, sobre la enfermedad, rememorando un recuerdo de infancia sobre un niño discapacitado que vivía cerca de su casa en Macclesfield, al que su familia protegía impidiéndole salir del jardín, obligándole a crecer y a envejecer allí. La angustia, el aislamiento, la decepción y el paso del tiempo marcaron de principio a fin la obra de Ian Curtis como letrista y poeta, una maraña emocional con la que se despidió definitivamente y de un modo turbador en «Decades», la última canción del último trabajo de Joy Division: «Nos vimos a nosotros mismos como nunca antes, retrato del trauma y la degeneración, las penurias que sufrimos y de las que nunca fuimos liberados».
Closer, que hoy cumple cuatro décadas, es una parábola vital y espectral de una honestidad devastadora, con canciones que no se pudren con el paso del tiempo ni con la reiteración de las miserias humanas ni con el peso de la tierra y los gusanos. Closer, máximo exponente del post punk, cerró para siempre las puertas de la oportunidad mientras abría las ventanas hacia el abismo, encarnando la segunda hoja de un díptico tan definitivo como la muerte.
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Anterior entrega de Fondo de catálogo: Dog of two head (1970), de Status Quo.