COMBUSTIONES
«Brown nunca ajustició otra cosa que canciones monumentales»
Julio Valdeón escribe sobre el extraño caso de la herencia de James Brown, cuyo testamento y últimas voluntades siguen sin resolverse legalmente catorce años después de su muerte.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Cuando murió lo despidieron en Harlem como al Rey Sol del soul y el funk. El barrio saludaba el coche de caballos blancos, rumbo al teatro Apollo, con el respeto debido a un gigante entre gigantes. El ataúd dorado que acogía a James Brown centelleaba bajo el tímido sol mandarina, la calle 125. Había colas frente al escenario donde grabó uno de los directos definitivos del siglo XX. Contemplamos a la multitud, mientras los bafles escupían Say it loud, I´m black and I´m brown, con la espalda apoyada en los muros de lo que fue el hotel Theresa, donde durmieron Kennedy y Fidel Castro y en cuyos bajos montó sus oficinas Malcolm X. Al primero y al tercero los segaron a tiros, y el rey barbudo de la revolución arteroesclerótica palmó en la cama, en la cumbre, igual que Franco, Duvalier y Kim Il-sung.
Brown, aunque tenía sus prontos, explotaba a sus músicos y coleccionó unos cuantos líos con la justicia, nunca ajustició otra cosa que canciones monumentales. Trabajó más que el Tostado. Facturó disco tras disco sin bajar nunca el pistón del directo ni perder el pulso. Su música, propulsiva, sexual, voraz, es una constante gravitacional en buena parte del universo sonoro de casi todos los que llegaron luego. Si bien las últimas décadas brilló menguado, había prolongado su arte y majestad gracias a los jóvenes raperos, que usaron una mil y veces sus mejores hallazgos. Pero a su muerte hubo lío por la herencia, que Brown había dejado atada y bien atada, entre hijos, nietos y los niños pobres de Carolina del Sur, a los que cedía la parte del león. Entraron en juego los necrófagos. Se sucedieron los pleitos. Hubo audiencias, declaraciones cruzadas, abogados de trajes de seda, viudas despechadas y titulares a discreción dando candela a los tabloides.
Década y media más tarde —Brown murió en diciembre de 2006— la justicia podría haber enderezado el rumbo. Leo en el Times que el presidente del Tribunal Supremo de Carolina del Sur sonaba cabreado hace unos meses. «¿Se ha otorgado una beca de conformidad con el testamento del Sr. Brown?», preguntó el ropón, excelentísimo Donald W. Beatty. Cuando un leguleyo le respondió que no, el juez, genuinamente mosqueado, disparó: «Entonces, ¿hasta ahora las únicas personas que obtuvieron dinero de todo esto son los abogados?». Y S. Alan Medlin, profesor de derecho de la Universidad de Carolina del Sur, asintió. «Tal vez un poco, su señoría», dijo. Ahora los jueces han dictaminado que la señora Tommie Rae Hynie, que reclamaba varios millones, no estaba legalmente casada con Brown al no haber anulado su anterior matrimonio. Quién sabe si coincidiendo con la discusión pública sobre el racismo, la herencia radioactiva de la esclavitud y la brutalidad policial se hará finalmente justicia con el legado material del genio, manoseado por enjambres de raposos. Con un poco de suerte todavía quedarán algunos centavos cuando inauguren el fideicomiso que debería de costear los estudios de los niños pobres, allá por los arrabales de la vieja Charlotte.
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