COMBUSTIONES
«(Las listas) Ayudan a enfocar algo de luz sobre el inabarcable maremágnum de la oferta cultural contemporánea y, desde luego, alimentan el debate»
Después de hacer sus propias cábalas sobre lo mejor que nos ha deparado este 2019, discográficamente hablando, Julio Valdeón reflexiona sobre lo que aportan —o no— las listas de los grandes álbumes del año.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Foto: UNPLUGGED (FLICKR).
Las listas no siempre son listas. Me lo repito mientras tecleo para votar lo mejor del año. ¿Lo nuevo de Neil Young con Crazy Horse merece la pena porque lo anterior era flojo o porque realmente emociona? ¿Thanks for the dance, de Leonard Cohen, está a la altura de sus últimos trabajos o cae en el subsuelo de los collages postmortem? ¿Ghosteen, de Nick Cave y The Bad Seeds, es tan brutal como me pareció al estrenarse o nublan mi juicio las terribles circunstancias que lo inspiran y, glups, tienen razón los odiadores, empeñados en que el australiano aburre a los koalas desde que todo parece una banda sonora interminable y abandonaron la nave Blixa Bargeld y Mick Harvey? Y esto por centrarme en nombres clásicos. Por no hablar de los nuevos, que necesitan siempre del filtro del tiempo y cuyos discos pueden desmoronarse no bien caigan un par de años.
Más allá, entiendo que resulta infantil sentenciar que mis gustos, intransferibles, caprichosos y subjetivos, mis filias mal razonadas y mis inevitables fobias, sumadas a las de otros veinte locos más o menos iguales, han de tomarse como una suerte de escrituras sagradas, cuanto menos. Pero, al mismo tiempo, creo que los que escribimos de estos asuntos dedicamos una cantidad disparatada del año a escuchar música, leer libros y revistas de música, asistir a conciertos, entrevistar músicos, etc. Si no como cañonazos surgidos de la boca de un profeta, que ni de coña, estas listas sí que pueden tomarse como las recomendaciones, los consejos, las sugerencias y guiños razonados de un puñado de musiqueros empedernidos. Y caramba, quién te dice que ahí, escondido entre las obviedades, los inevitables y los que se cuelan por colarse no vas a dar con el disco o la canción que te caliente en estas blancas tardes de invierno, que meta fuego a la nieve o ponga bailar los recuerdos.
Por último, y aunque algunos crean que es una idea reaccionaria, considero esencial que desde el periodismo aspiremos a una cierta graduación, que proporcionemos un resumen y apostemos por un canon. Aunque solo sea porque con la jerarquización, todo lo discutible que uno quiera, ayudas a enfocar con una gota algo de luz sobre el inabarcable maremágnum de la oferta cultural contemporánea y, desde luego, porque alimentas el debate. Hemos pasado de los días de la carestía, cuando apenas podíamos comprar un puñado de discos al año, a la saturación más abrumadora y caótica. Nada destaca, faltan prescriptores y todo se antoja romo o peor, intercambiable. Pero no es así. Y todavía hoy, subsumidos en la posposposmodernidad, puede y debe defenderse que un disco es mejor que otro, más innovador, más inteligente, más audaz, más vital, más necesario. Por cierto, el de Young es bueno, como un Everybody knows this is nowhere menor pero todavía estimable, la despedida de Cohen me parece sensacional y lo de Cave tiene hechuras de clásico inagotable.
—
Anterior entrega de Combustiones: El último clásico de Loquillo es una obra maestra, por Julio Valdeón.