«Una integral que resulta un verdadero regalo, más que eso, un milagro, por la perfección formal y física de esta colección de vinilos y cedés»
Sale a la luz una caja integral con toda la obra pop de Bernardo Bonezzi (incluyendo a los Zombies), comprendida de 1979 a 1984. Tres vinilos, siete cedés, un deuvedé y un libro que llegan a manos de César Prieto, que ahonda en su figura y su legado.
Bernardo Bonezzi
Integral Zombies/Bönezzi-St. Louis
LEMURIA, 2019
Texto: CÉSAR PRIETO.
En el repaso que da a la nueva ola madrileña Fernando Márquez en 1981 [Música moderna, una historia de la nueva Ola en España], proclama que Bernardo Bonezzi, compañero de activismo en esa época de magma antes de que estallara el volcán, «tiene un montón de temas e intuiciones». Los chicos del fanzine 10000 Luciérnagas, muchos años después, en un artículo en el que reivindicaban discos de los 80 injustamente tratados, se quejaban de la insensibilidad de los medios ante el de Bönezzi-St. Louis, y sentenciaban así su abandono del pop: «Nunca llegaremos a saber lo que perdimos con ello. Muchos de los responsables aún están en libertad».
Solo con estas dos impresiones estaría contada la primera vida musical de Bernardo Bonezzi. Un perfecto resumen que actuaría sobre lo que representó su paso, fugaz al fin y al cabo, por la nueva ola: un joven —apenas 14 años cuando se plantó ante el público, miren hoy a un niño de 14 años si lo tienen cerca— lleno de empuje y de mundo personal, que calló definitivamente porque no encontró encaje. No viene a ser del todo verdad. Su carrera continuó como perfecto hacedor de bandas sonoras —reconocido, ahora sí—, e incluso antes de su prematuro final nos regaló algún disco con canciones de tanto talento como las que había grabado treinta años antes. Pero en sus primeros discos, uno piensa que no nos pudo dar tanto como tenía, que ahora nos damos cuenta de que era bastante.
Por supuesto está “Groenlandia”, su subida al primer plano, y sus dos elepés, que tuvieron cierta repercusión. Eso queda como historia del pop español, aunque como apunta Pablo Lacárcel en el cuidado libro que acompaña a la edición de su obra integral, cuesta creer que nadie se haya preocupado de recuperar su producción. Una integral que resulta un verdadero regalo, más que eso, un milagro, por la perfección formal y física de esta colección de vinilos y cedés, perfectamente diseñada, de elegante disposición. En un país tan dado a tomar como material de derribo su pasado, que exista Lemuria —y Ramalama o Madmua, también apunto—, da idea de que, entre una desgana generalizada, aún hay gente que pone esfuerzo en dejar claro nuestro pasado. Y lo hace con belleza. No se trata de nostalgia ni de mirar atrás, simplemente de mantener vivo un corpus mientras se está atento al presente.
Sin este esfuerzo, no dispondríamos de los prodigios que se atesoran en los cedés de maquetas e inéditas de los Zombies, ni del concierto. Los dos discos editados son suficientemente conocidos, pero sin esta integral no conoceríamos los primeros esbozos de esos discos, su andamiaje, ni podríamos escuchar, como si fueran nuevas, de ahora, canciones que quedaron perdidas en cintas que iban creando polvo, y canciones espléndidas. “Desde mi ventana” o “Al atardecer”, por poner solo dos ejemplos, son soberbios ejercicios pop que si se hubieran perdido, aun cuando solo sean historia, harían a la música española un poco más pobre.
Tanto más, en un grupo que supuso un giro de tuerca esplendoroso. La entrevista a Bonezzi que recoge el libro que acompaña la edición es el retrato de un joven inquieto y valeroso. En tiempos de redes sociales no se entiende como alguien que descubre un mundo con el “Life on mars” de Bowie, seguro de sí mismo —son los otros los bichos raros—, salga a la calle a buscar amigos a los que le guste su misma música. Por los conciertos de los que podía enterarse, por el Rastro, y así vaya conociendo a gente y entrando en círculos. Hoy creo que no se hace así.
Un chico que se tenía muy claro y tenía muy clara su cultura. Que, en sus palabras, los discos de los Zombies sean una exposición sonora del arte más selecto del siglo XX, que lo diga un chico de apenas 20 años, repase ese arte y no resulta pedante, viene a ser como la marca efectiva de una época que en demasiadas ocasiones se ha tomado por banalmente culta. Los Zombies situaban a espías en Centroeuropa, trataban Egipto a la manera cinematográfica —lo eran siempre— de Liz Taylor, viajaban a Tahiti, hablaban de estatuas que cobraban vida a la manera de un cuento de Hoffmann y se metían de lleno en los de Lovecraft. Y nada de ello era impostado. Y así nos llegaba. Los que, a la misma edad de Bernardo, escuchamos “Groenlandia”, percibimos que nunca se había cantado así en este país, ni contado esas historias. Y les aseguro que fue fascinante.
Pero, ay, llega el segundo elepé, el grupo está en desbandada, apenas se hablan. Si el primero no quedó como se esperaba por falta de experiencia, el segundo lo hizo por tiranteces. Y tras la debacle, Bernardo se mete en el proyecto con Didi St. Louis. Y aquí sí que fue defenestrado, por una de esas calas del destino incomprensibles, no gustó.
De una cultura enorme y exquisita, pero incapaz de renunciar al gusto por el mundo trash, y de combinar ambos entramados, el disco Bonezzi-St. Louis no desmerecía de otros que han quedado como iconos. “El fuego” está cercana a los Dinarama que por aquellas arrasaban y “Pecado de amor”, quizás una de las mejores canciones de la época, no está muy alejada con su aire tropical, de lo que hacían Esclarecidos, tan queridos por los connoisseurs… Incluso se permite un bolerazo, “La misma música”. Lo mismo que era alabado en Dinarama o cuando lo usaba Almodóvar.
Se trata, si logran comprarla porque estas cosas vuelan, de una edición esencial. Todo, el cuidado en arreglar el sonido, el arte de los grafismos, los textos, son de preciosismo máximo. Como lo era Bernardo, aunque a veces las circunstancias no lo acompañaran. Quizás la mejor definición de Bernardo no aparezca escrita en ningún sitio. Estos días, hablando con mi buen amigo Pejo Ide, después batería de Polanski y el Ardor, sale el tema de que tengo que hacer esta reseña. Pejo lo conoció en los tiempos de La Cochu, cuando ni siquiera había formado el grupo, como un joven lleno de inquietudes. Me lo retrata: «Bernardo era un cielo, un chaval lleno de ímpetu, fuerza, talento y sensibilidad». Palabras de ayer mismo en su boca y que recogen lo que fue nuestra música hace cuarenta años.