«Es evidente la falta de entendimiento entre textos y música, entre intención y resultado, entre artista y productor»
Con el disco en la mano, bien rumiado, Javier Márquez Sánchez vuelve a enfrentarse a Western stars para analizar en profundidad lo que falla a lo nuevo de Bruce Springsteen.
Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
Tuve ocasión de escuchar Western stars, el nuevo álbum de Bruce Springsteen, un par de semanas antes de su lanzamiento. Publiqué mis primeras impresiones en Efe Eme a la espera de poder escucharlo de nuevo, ya con más calma y con posibilidad de recrearme en los detalles. Pero es que no hay detalles. No al menos dignos de mención.
El disco cumple unos mínimos de calidad. ¡Qué menos viniendo de quien viene! Pero de base y durante todo el minutaje, salvando quizás tres o cuatro temas más cohetentes —“Hitch hikin”, “Moonlight Motel”, “Sleepy Joe’s Café” y tal vez “The wayfarer”—, es evidente la falta de entendimiento entre textos y música, entre intención y resultado, entre artista y productor.
Porque los de Springsteen son cada vez más «discos de productor», labor en la que él, por más que aparezca en los créditos, parece ir declinando implicación. De hecho, en este Western stars da la sensación de que Springsteen llegó al estudio con sus maquetas, se las dejó a Ron Aniello y le dijo «Vístemelas de domingo». Y de Domingo de Ramos se las ha dejado.
El nuevo disco de Bruce Springsteen refleja musicalmente un brillo, una felicidad y una esperanza que no están en consonancia con unos textos no oscuros pero sí duros, amargos a veces, conscientes, empapados de nostalgia —sin ser un trabajo lastrado por ella—, y donde todo suena demasiado bonito para lo que se está contando. Con su galería de personajes y escenarios polvorientos, viajeros errantes en busca de redención, anodinos parroquianos de bar de carretera y olvidados especialistas de Hollywood, todos ellos envueltos en violines y crescendos orquestales, Western stars suena a un guión de John Huston producido por Walt Disney; Fat city con canciones y coreografía.
Al parecer, Aniello ha ayudado a Springsteen a conseguir el sonido countrypolitan que andaba buscando, en la mejor tradición de Glen Campbell, Charlie Rich o Linda Ronstadt. El problema es que esa concepción orquestal, muy de banda sonora en ocasiones, le iba como traje a medida a las grandes piezas de Jimmy Webb, como “Wichita Lineman”, “By the time I get to Phoenix” o “Galveston”, pero resulta chocante en buena parte de las nuevas creaciones del rockero.
Ron Aniello ya se había hecho cargo de la producción de los dos trabajos de estudio anteriores del cantante, el olvidable High hopes (2014) y el más coherente Wrecking ball (2012). Había tomado el relevo de Brendan O’Brien, quien ejerció el mismo papel en los más destacables The rising (2002) y Devil & dust (2005), así como en los moderados Magic (2007) y Working on a dream (2009). En resumen, cabría apuntar que desde hace 14 años Springsteen no cuenta con un colaborador en la producción que potencie lo mejor del artista y le llame al orden cuando sea necesario, que le obligue a implicarse hasta las orejas como antaño para conseguir una propuesta realmente auténtica.
En su espectáculo de Broadway ha quedado patente que Springsteen aún es capaz de emocionar al respetable en las distancias cortas, justo el camino contrario al elegido para el nuevo álbum. Habrá que esperar pues a que encuentre su Rick Rubin particular que le sugiera la necesaria corrección de rumbo y le ayude a recuperar el equilibrio justo de épica narrativa y sonido enraizado que han sido sello de los mejores discos de su carrera hasta la fecha.