COMBUSTIONES
«Un escribir y disparar y gritar con la quijada eléctrica de las guitarras dispuesta para masticarte las tripas»
La semana pasada, Julio Valdeón avanzó que iba a ver a Bunbury en directo en una sala de Nueva York, y esta, nos cuenta cómo fue su directo, uno de los últimos coletazos de la gira Ex Tour, que termina el día 2 de abril en Los Ángeles.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Fotos: JOSE GIRL.
Contemplar a Enrique Bunbury en Nueva York, rodeado de gachupines, mestizos, e indígenas, acompañado por tu hermano mexicano, al que hace siglos que no veías, permite comprobar hasta qué punto las declaraciones del presidente López Obrador son un sindiós. No hay forma humana de entender el triunfo de Bunbury, su obra, sin comprender que detrás hay una batidora que pica y comprime de Buñuel a José Alfredo Jiménez y de Burning a María Félix, Juan Gabriel, Panero o el Indio Fernández. Nadie como el aragonés que vive en la costa de Bukowski y Henry Miller, apátrida por convicción y al mismo tiempo españolísimo y mexicanísimo (y argentino, italiano, neoyorquino y etc.), para celebrar que en manos de los artistas más desprejuiciados, sensibles, curiosos e inteligentes no hay demagogia que resista ni pasaporte que echarse al coleto ni otra culpa colectiva que la invención de la belleza en forma de ranchera o bolerazo.
Lo de Bunbury en el Terminal 5, asomados al lado oeste de Manhattan, en una sala y un barrio del Midtown, fue un torbellino de rock and roll especiado y sabroso. Cantó con la convicción de un vocalista muy curtido y el entusiasmo del crío dispuesto a matar y morir. Ibra sobrado de repertorio, que a estas alturas puede mirar de igual a igual a cualquiera de los ídolos anglosajones. Ha sabido hacer de sus excesos una marca de identidad tan inimitable como los arrebatos de Bambino, las carrasperas de Howlin’ Wolf y Tom Waits o los alardes primitivistas de Capullo de Jérez, ese que tenía en el cante un fondo de mineral escarchado de oro y sangre. Sus odiadores le afean las exageraciones. Ellos son más la aplaudir la falsa modestia del mediocre que simula ser tu vecino del quinto para hacerse perdonar la poca presencia y la insondable calidad de su mierda de rolas. Lo del autor de «Parecemos todos», que por cierto sonó descomunal, fue otra cosa. El rock entendido como rito. La canción astillada que atropella en el jergón del escenario. Un escribir y disparar y gritar con la quijada eléctrica de las guitarras dispuesta para masticarte las tripas. Una vocación muy decidida por la música entendida como algo más, intratable, salvaje y sublime, que te deja en ropa interior y en mitad de la calle con la violencia de una olla explosiva. Así de apabullante fue lo de Bunbury en Nueva York, una noche de marzo de 2019.
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Anterior entrega de Combustiones: Bunbury en Nueva York.