“Un bucanero de la música, bendecido por un talento deslumbrante y maltratado por la vida, un ser frágil, generoso”
Luis Lapuente, que conoció personalmente a Jerry González en varios festivales de jazz, reconstruye la carrera del talentoso músico neoyorquino afincado en Madrid.
Texto: LUIS LAPUENTE.
La suya parecía una muerte anunciada, aunque revestida finalmente de inesperados perfiles trágicos, que han terminado por convertir la biografía de Jerry González casi en la leyenda de un bucanero de la música, bendecido por un talento deslumbrante y maltratado por la vida, un ser frágil, generoso, libérrimo como el protagonista de la poesía de Espronceda, el entrañable nómada que hubiese trasmutado su barco en trompeta y percusiones: “Que es mi barco: mi tesoro / Que es mi dios mi libertad / Mi ley, la fuerza y el viento / Mi única patria, la mar”.
Jerry González (Nueva York, 5 de junio de 1949 – Madrid, 1 de octubre de 2018) llegó a España para quedarse con el nuevo siglo, después de haber participado en numerosas aventuras musicales junto a gigantes como su hermano Andy (bajista de renombre), el pianista Eddy Palmieri o el percusionista Manny Oquendo, de haberse codeado con grandes del jazz latino y la música afrocubana como Machito, Ray Barretto y Tito Puente y de haber colaborado en discos de artistas de la categoría de Dizzy Gillespie, Rubén Blades, McCoy Tyner, Abbey Lincoln, Bobby Hutcherson, Don Byron y Jaco Pastorius, entre otros. Aquí, los iniciados en los secretos del jazz y de sus cópulas con la música latina celebraban las extraordinarias grabaciones del Conjunto Folklórico y Experimental Nuevayorquino (“Concepts of unity” especialmente) y de The Fort Apache Band (gloriosos “The river is deep”, “Obatalá” y “Rumba para Monk”), las dos agrupaciones legendarias lideradas por él y su hermano Andy en los años setenta y ochenta.
Castigada su salud por viejas adicciones, Jerry recaló en Madrid circunstancialmente, invitado a nuestros festivales de jazz después de ver cómo se reivindicaba su figura al calor de la película de Fernando Trueba “Calle 54”. Aquí encontró un bálsamo para su turbulenta existencia, rodeado de amigos y admiradores, especialmente reputados músicos de la escena del jazz local (Federico Lechner, Javier Colina) y flamencos ansiosos por cruzar fronteras estilísticas (Niño Josele, El Cigala). Tuve ocasión de conocerle en 2001 cuando le ofrecí grabar un álbum en directo en el Teatro de Galapagar (Madrid), con una banda de virtuosos a su lado, liderada por el pianista Federico Lechner, que se ocupó de los arreglos. Aceptó encantado y el 1 de julio de aquel año Jerry González ofreció un concierto espeluznante, puro soul profundo de tanta emoción desbordada, sembrado de referencias al bop de su amado Thelonious Monk y de guiños a su trayectoria con The Fort Apache Band. Mario Pacheco mostró interés por publicar el disco en Nuevos Medios, pero distintas circunstancias lo impidieron, y finalmente todo quedó en un bonito proyecto inconcluso.
Me alegré por él meses más tarde, cuando la fortuna pareció volverle a sonreír desde el punto de vista comercial al frente de Los Piratas del Flamenco y otros interesantes proyectos. Jerry era un tipo encantador, siempre dispuesto a ayudar a los músicos jóvenes que se acercaban a él, un entusiasta al que de tanto en cuanto asaltaban nubarrones emocionales. Tuvo problemas con un incendio en uno de sus domicilios en Madrid y no pudo sobrevivir al segundo, que ayer terminó con su vida mientras dormía en su casa del barrio de Lavapiés. Su viejo amigo Federico Lechner, que compartió recuerdos con él hace dos meses en un parque madrileño, le encontró aquel día lúcido y triste, atormentado por las secuelas de un ictus que sufrió en 2017. Esta tarde muchos de sus amigos se reúnen en el Café Berlín, escenario de numerosas actuaciones suyas en las dos últimas décadas, para honrar su memoria recordando su música inmortal. Canciones como la premonitoria ‘Ya yo me curé’ (1979) o ese conmovedor ‘Summertime’ que llenó hace años de magia las paredes del Teatro de Galapagar cuando el llorado Pirata empezaba a regalarnos la sangre milagrosa que brotaba a borbotones de su trompeta y de sus congas.