“La mezcla de sexualidad desbordada y gravedad sacra que destilaba aquella garganta del millón de dólares lo elevaría por encima del resto”
Coincidiendo con el 40 aniversario de la muerte de Elvis Presley, Julio Valdeón reconstruye el legado de un personaje imprescindible para el rock and roll en una efeméride redonda y apropiada para entender qué hizo en 1977 y cómo sobrevive en 2017.
Texto: JULIO VALDEÓN.
La noticia de su muerte sacudió el mundo con la misma potencia con la que su arte había irradiado el siglo. Como escribió Lester Bangs en 1977, “Seguiremos fragmentándonos… porque el solipismo tiene todas las cartas en este momento; es un rey cuyo dominio engulle incluso a Elvis. Pero puedo garantizarte una cosa: nunca volveremos a estar de acuerdo en nada como lo estuvimos con Elvis. Así que no me molestaré en decir adiós a su cadáver. Te digo adiós a ti”. Ay, Lester, si hubieras sabido hasta qué punto tus palabras desbrozarían el futuro. Las raíces estaban ahí. Igual que las enseñanzas de Sam Cooke, Ray Charles, Howlin’ Wolf y Jimmie Rodgers, pero solo alguien dotado de un talento tan abrumador como poco autoconsciente supo encontrar la fórmula mágica.
Si Chuck Berry partía del blues, Elvis estaba mucho más orientado al country acústico y al góspel. La mezcla de sexualidad desbordada y gravedad sacra que destilaba aquella garganta del millón de dólares lo elevaría por encima del resto. Su imagen, de una sensualidad felina, sus movimientos, su audacia, su inocencia y frescura, y hablo aquí del Elvis primero, hicieron tanto por la revolución de las costumbres como su arte ayudó a cimentar el rock. O mejor, el rock and roll. Con énfasis en el roll, o sea, en los componentes negros, rítmicos, tan olvidados a partir de mediados de los años sesenta y, sobre todo, durante los setenta y ochenta. Escuchar hoy las grabaciones originales para Sam Phillips en los míticos Sun Records de Memphis, así como sus primeras rodajas para RCA, en Nashville, supone reencontrarse con algunas de las cimas musicales de nuestra era. No parece casual el componente geográfico.
Los dorados cincuenta
Elvis nació en Tupelo, Misisipi. Allí mamó tanto el country como los himnos afroamericanos con un espíritu casi indómito. Reactivo a los condicionantes raciales de los muy segregados estados sureños. Registra sus discos capitales, los que sacuden el país, en Memphis, esto es, puerta de entrada de la Ruta 61, la autopista del blues, que lleva directa a Clarksdale, asociado por distintos motivos a Muddy Waters, Sam Cooke, Ike Turner, Bessie Smith y Robert Johnson, y desemboca, Delta adelante, en Nueva Orleans. Una vez fichado por la todopoderosa RCA traslada su centro de grabación a Nashville, apodada no por casualidad Music City, centro neurálgico del country, donde encuentra a Chet Atkins y a los Jordanaires. Durante los sesenta anduvo perdido en bandas sonoras de calidad decreciente, aunque casi siempre encontremos canciones radiantes. En realidad, cualquier recopilatorio con lo mejor de aquellas películas justificaría de largo su ingreso en el Rock and Roll Hall of Fame: ‘Love me tender’, ‘Jailhouse rock’, ‘King creole’, ‘Trouble’, ‘Dixieland rock’, ‘Are you lonesome tonight? ‘, ‘It’s now or never’, ‘Can’t Help Falling in Love’, ‘Follow that dream’, ‘Return to sender’ y, en unas fabulosas sesiones entre septiembre del 67 y enero del 68 junto a Jerry Reed, ‘Guitar man’, ‘Big boss man’, etc.
Madurez (y angustia)
Luego está el renacimiento definitivo de finales de los sesenta, el especial para la televisión de 1968, cuando Elvis jura que jamás volvería a cantar una canción en la que no creyera. Las imperiales grabaciones para Chips Moman en el American Sound Studio de Memphis, donde Dusty Springsfield acaba de registrar “Dusty in Memphis”. Un total de treinta y tres canciones. Doce acaban en “From Elvis in Memphis”. Otras diez en “From Memphis to Vegas/From Vegas to Memphis”. Otras en singles y alguna más quedaron en el cajón hasta que, décadas después, el material fue reeditado. Falta la nerviosa explosividad de los inicios, pero a cambio Elvis canta con una madurez, un poderío y, a ratos, una angustia, realmente asombrosos. Añadan el componente soul, que por algo muchos de los músicos de Moman venían de Stax. Junto al legado Sun, y los imprescindibles discos de góspel, se trata de lo mejor que hizo nunca.
Cuarenta años después de irse al otro lado, fulminado por el abuso de barbitúricos, queda la borrachera de un repertorio inimitable; la grandeza, la gracia del niño que soñaba con emular a Ernest Tubb y acabó por escribir la sinfonía de una América mestiza; la colosal gesta del chico que, rodeado de psicofantes, apenas supo cómo vadear las corrientes de una fama salvaje. De forma milagrosa se las apañó para esculpir un canon que seguirá conmoviendo dentro de mil años. Suponiendo que quede alguien y que la música, la gran música, todavía importe.