LIBROS
“El aspecto musical está bien trabajado, no solo por como refleja el desvanecimiento de la escena beat y de su novia Kacy; también por su relación con una joven cantante folk que ha dejado de tener fe en el rock”
Jim Dodge
“No se desvanece”
ALPHA DECAY
Texto: CÉSAR PRIETO.
Cualquier aficionado a la música de nuestra era conoce perfectamente los hitos que conforman al rock como una mitología, desde el día que llamaron Judas a Dylan hasta aquel en que Gainsbourg hizo una –cualquiera– de las suyas pasando por el desmelene de los Sex Pistols en televisión. Entre ellas, casi la iniciática, se encuentra “el día en que la música murió”. Con esto queda dicho todo: la avioneta, Buddy Holly… También conocerá que hubo –aparte del piloto– otras dos víctimas y que una de ellas era el Big Bopper. Y si no conoce los detalles, tanto da, porque este libro que toma como polo norte la tumba de este último se encarga de introducir la historia en un par de páginas, para que el lector no avisado se sitúe.
“No se desvanece”, escrita en 1987 y ahora de nuevo traducida al castellano –apareció en El Aleph hace diez años–, se centra en la figura de George Gastin, un buscavidas que aparece en la vida del narrador inicial, que ha estampado su coche contra un árbol, como una grúa casi fantasma. Y le cuenta su historia. Esta cesión de la voz narrativa da al texto una textura casi de leyenda, casi artúrica en el sentido de que el héroe se enfrenta a los caminos y a gentes extrañas para llevar a cabo su misión. Así conocemos la historia de Gastin, obsesionado por la velocidad y por todo tipo de sustancias químicas, que vive la explosión beatnik de California, se regodea en los antros de jazz y desde ellos le cae en suerte una curiosa misión: estrellar los coches de algunos ladinos propietarios para que estos cobren el seguro. Entre ellos, se encuentra un estupendo Cadillac del 59 que una excéntrica millonaria quiere regalar al Big Bopper. La carta que le dirige está en la guantera. Y decide, veinte años después, resolver este deseo.
Ni siquiera sabe dónde está la tumba que busca. Varias paradas en bibliotecas de las ciudades de su ruta le van dando algunas claves, pero sobre todo es impresionante el elenco de personajes que se va encontrando: una mujer a la que su marido agredía que va sola por la carretera, un científico que decide emplear un potente equipo de sonido para poner el efecto del paso de un tren en un pequeño pueblo que no tiene estación, un sacerdote negro que quiere fundar en Houston la Iglesia del rock and roll y que le ofrece una hilarante paráfrasis del libro de Job…
El culmen es, sin duda, el mejor vendedor ambulante del mundo, al que encuentra descalzo y en camiseta imperio sufriendo dos grados de temperatura, un comercial que consigue que los esquimales hagan cola para comprar sus neveras. Es aquí cuando la novela entra en su único lunar, o el tono que ha envejecido peor; entre la filosofía y la degradación, al lector le pueden chirriar algunas parrafadas con mensajes apocalípticos y lisérgicos. Pero de golpe, todo vuelve a la normalidad cuando dos gemelos, uno de ellos deficiente, le preguntan por un burdel; este es el cauce en que Dodge se maneja bien, el del esperpento directo.
Es una novela que amalgama varios tonos y que a veces no sabe manejar bien determinados fragmentos, el tono a lo Ballard del final, cuando se abandona en el bosque, estraga lo que es una buena novela de carretera, con imágenes impactantes. A la primera chica que recoge le compra una enorme colección de discos, que va lanzando, por la ventanilla, a toda velocidad. De hecho, el aspecto musical está bien trabajado, no sólo por como refleja el desvanecimiento de la escena beat y de su novia Kacy, que se va a México, sino también por su relación con una joven cantante folk en esos años en que ha dejado de tener fe en el rock y por la recuperación de su devoción con la explosión del 65. Esas rodajas de vinilo que van saliendo por la ventanilla son ni más ni menos que fragmentos de algo que ya se ha perdido pero que ha hollado la anfetamínica alma del protagonista.
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Anterior crítica de libros: “Más coincidencias imposibles”, de Josep Guijarro.