“Qué afortunados somos de poder escucharlo, sentirlo y vivirlo sin que nos lo cuenten, en tiempo real”
24 horas antes de que se ponga a la venta “Lo niego todo”, el nuevo disco de Joaquín Sabina, lo analizamos de la mano de Juan Puchades.
Texto: JUAN PUCHADES.
En 2009, con “Vinagre y rosas”, su último disco de estudio en solitario (en 2012 grabó con Serrat el inane “La orquesta del Titanic”), Joaquín Sabina nos dejaba una obra irregular, más impregnada de vinagre que de esencia de rosas. Por entonces, en estas mismas páginas, destacábamos los dos temas escritos y producidos por Pereza, sugiriendo la necesidad de cambiar de equipo de trabajo. Siete años después (el otoño pasado), la noticia de que Leiva iba a ponerse a los mandos del nuevo disco, era un buen augurio, solo ensombrecido al conocer que Benjamín Prado repetía echando una mano en las letras, pues en “Vinagre y rosas”, ambos, Sabina y Prado, parecían haberse dedicado, principalmente, al ejercicio de estilo, a la pirotecnia en verso, olvidando que estaban escribiendo canciones, no poemas para deslumbrar a los previamente deslumbrados. Pero bueno es dejar de lado las ideas preconcebidas y las fobias propias del seguidor de fondo y escuchar los discos libres de prejuicios.
Así, con los oídos limpios, lo primero que hay que reconocer es que “Lo niego todo” contiene algunas de las letras más rotundas escritas por Sabina, o como mínimo a la altura de las canónicas. Y eso, desde luego, no es poca cosa. Letras en las que no esconde su edad (67 en el momento de la grabación, 68 en el presente), al contrario, la asume y con ella elabora materia de canción, contemplándose a sí mismo o mirando alrededor. Pero aquí también está el Sabina de los relatos hechos canción, el que ejerce de narrador de vidas ajenas, el que sabe que una canción debe ser radiada, difundida, cantada, coreada, que la literatura está muy bien para los libros, pero las canciones son otra vaina. Para ello se nutre de savia joven con Leiva de compinche. Un Leiva que, como principal responsable de las músicas (no es el único autor, luego iremos detallando) y el sonido, ha sabido devolvernos al Sabina clásico, el de la variedad rítmica, el de esos discos en los que mete la cuchara en el rock, en la canción de autor, en el Misisipi, en el reggae, en la ranchera… Pero unificando y empastando el sonido, logrando una obra cien por cien Sabina, sin material de relleno, a la altura de sus mejores discos, comparable (solo en el conjunto de su entidad sonora, nada más, que el tiempo ha pasado, indudablemente) a, pongamos por caso, “Física y química”.
Arranca la escucha con las intensas confesiones de ‘Quien más, quién menos’. Letra de Sabina y Prado, y música de Sabina y Leiva arrimándose al country, porque hablando de Sabina, que desde el inicio sintió querencia por los sonidos del country rock, y además abraza desde hace décadas los ritmos latinoamericanos, sería una temeridad referirse a “americana”, que en todo caso será a lo que se dedican las decenas de músicos españoles que en los últimos años se han calzado las botas de cowboy y le han atizado a la pedal steel sin mesura. Él no, él siempre estuvo ahí, siendo pionero en traerse tales sonoridades para casa (¿recordamos ‘Por el túnel’, año 1983?). A destacar el regreso de la voz de Olga Román, aquí, como en los viejos buenos tiempos, pegada a la de Joaquín.
Siguiendo lo que parece una secuencia de raíces estadounidenses, la trotona ‘No tan deprisa’ homenajea a uno de los referentes básicos en su música, J.J. Cale. Un tema con letra en trío: Sabina, Prado y, atención, Rubén Pozo, que firma la música con Leiva, su expareja artística. Fantástica canción, con un magnífico piano de César Pop y un texto con el narrador metido en la piel de Cale (“Ser feliz con dos latas en la nevera / y un gramo de esperanza en lista de espera (…) Borra mi jeta de la receta del ganador”). En la guitarra acústica un conocido del equipo médico habitual, Antonio García de Diego (Pancho Varona, coautor de algunas de sus más memorables canciones, no se deja ver en el disco). Joaquín guarda en su cancionero un buen número de canciones teñidas de las esencias del maestro Cale, pero, sorprendentemente, el homenaje rehúye la evidencia musical.
Con ‘Lo niego todo’ llega una de las piezas inexcusables de la colección, desde ya una de las más grandes de Sabina (letra firmada junto a Prado), con música de Leiva y un piano (de Joserra Senperena) como protagonista principal para conducirnos por este recuento de negaciones en tensión sostenida hasta el crescendo que define al estribillo. Negación de todos esos lugares comunes, tópicos y topicazos que hemos frecuentado en la prensa desde siempre, con un Sabina que parece tener buena memoria y recurre no solo al titular o la muletilla reiterada en los medios, también al chaparrón crítico (“Ni el abajo firmante ni vendedor de humo”, “Ni rojo de salón. / Ni escondo la pasión ni la perfumo”. ¿Acaso, cuando niega ser “cantante de orquesta” responde, treinta años después, a aquella crítica atroz que firmó en 1987 el director de “Rockdelux”, en la que decía que su “timbre acaba sonando a provinciano emigrado a la capital en busca de trabajo en una orquesta de baile guarro”?), pero también tiene para el ministro Montoro, para los fans que creen saberlo todo (“Ni soy un libro abierto ni quien tú te imaginas”) e incluso para la confesión que rompe con el fácil retrato automatizado (“Lloro con las más cursis películas de amor”). Aunque uno se queda con ese sencillo “Me echaron de los bares que usaba de oficina”, que quizá nos revela una de las más hondas aflicciones del músico Joaquín Sabina al transformarse en la Estrella Sabina. Solo quizá, que lo niega todo, incluso la verdad.
El nivel se mantiene en lo más alto con ‘Postdata’, con letra de Sabina y Prado y música del maestro Ariel Rot (si las cuentas no nos fallan, la tercera que compone para él a lo largo de los años) empujando hacia México y amagando una ranchera que no lo es pero que, en nada, puede transformarse en tal. La letra acompaña: una mirada a un amor pasado en clave de postdata, con los giros propios de la poética sabiniana: “La canción que te escribo no es más que una postdata. / Si la bailas con otro, no te acuerdes de mí”. En la guitarra, pulsando con el nervio y la elegancia habituales, el mismísimo Rot.
Las confesiones regresan en la inmensa, a ratos solemne, ‘Lágrimas de mármol’, una mirada (de Sabina en solitario, sin Prado) desde y hacia la vejez. Cantada en algunos instantes con rabia sobre la perfecta melodía, muy beatlelesca, construida por Leiva, pero es que lo pide: “Me duele más la muerte de un amigo / que la que a mí me ronda (…) El futuro es cada vez más breve / y la resaca larga”. En el estribillo, ese “Viví para cantarlo” es un guiño a García Márquez y, de rebote, a Víctor Manuel. Entre amigos anda el juego.
La música de ‘Leningrado’, de nuevo con letra solo de Joaquín, es de otro viejo compañero de armas, Jaime Asúa, guitarrista de directo de Sabina, que, ay, no toca en su propia canción y queda relegado a corista (junto a Mara Barros, también de la banda de directo). Una sonoridad de nuevo muy Beatle, muy Harrison (ahí se aprecia la mano de Leiva en los arreglos), de clima denso y algo de tensa épica para una canción en la que enhebra un relato de amor en retrospectiva, con la antigua URRSS de fondo y un encuentro cincuenta años después. Por supuesto, no deja escapar la ocasión para ironizar sobre el presente (“No dormir era más dulce que soñar / y envejecer con dignidad / una blasfemia”) y dar puntadas alrededor de las ilusiones dinamitadas por la realidad (“Tú con boina, yo con barba, viva el Che, / recién conversos a la fe / del hombre nuevo, / no había caído el muro de Berlín / ni reventado el polvorín / de Sarajevo. / Porque la revolución tenía un talón / de Aquiles al portador”). Sin embargo, ante lo que parece una avalancha de descreimiento y decepción, caen versos como “No sé por qué sigo escribiendo esta canción / pero me sangra el corazón / cuando lo hurgo”. Una composición bella, amarga y triste.
La tristeza continúa en ‘Canción de primavera’ (tercera letra seguida escrita por Joaquín a solanas), pero aquí la música de Pablo Milanés, que casi parece un chotis, pone de buen ánimo, transmite alegría frente a lo que se canta, con uno de los mejores registros vocales del disco (apoyado por Olga Román), despidiendo a la primavera y saludando, sin pretenderlo, al invierno vital: “Líbrame del sueño eterno, / da cuerda al despertador, / ponle cuernos al invierno, / por favor”. Enlazando con el sonido característico que Varona y De Diego tejieron en sus últimos discos (sobre todo en el esencial “Alivio de luto”), el segundo suma su guitarra portuguesa. Un buen detalle por parte del productor.
El tiempo sigue girando sin remisión, y el oyente con él, en ‘Sin pena ni gloria’, un intenso rock and roll del trío Sabina, Prado y Leiva, rematado con un estribillo impreso con el sello indeleble que tan bien conocemos (“Si me matas me hago el muerto / yo que mato por vivir. / Cuando no sé qué decir / doy gritos en el desierto”), que se alarga a tres estrofas hacia el final. Aquí las guitarras eléctricas se desatan (e incluso se pasan de vueltas). Ah, no lo hemos dicho: la mayor parte de las guitarras del álbum son del ubicuo Carlos Raya, que, vía Leiva, ha logrado colarse incluso en un disco de Sabina.
Si al comienzo hemos atravesado un tramo country, ahora estamos en la parte rock, y en ‘Las noches de domingo acaban mal’ se suelta la melena como en aquellos tiempos de los primeros ochenta, cuando buscaba la electricidad en el rock and roll básico. Una pieza de la corriente stoniana sección madrileña (es decir, Burning, Tequila), de genuino rock and roll para bailar. Una pena, eso sí, que habiendo tenido a Ariel Rot en el estudio, padre y muy señor nuestro de la escuela stoniana en castellano, no se les ocurriera pedirle que grabara él las guitarras. Pero, vale, no nos lamentemos, incorporar un saxo caliente compensa y, además, Sabina cuando rockea es mucho Sabina, y uno siempre ha sentido debilidad por esas “otras letras” en las que saca su vena de compositor pop, en esta (con Prado) encajando un texto, simplemente, glorioso: sin coartadas poéticas ni puñetas, que no todo ha de ser rasgarse las vestiduras, expulsar los fantasmas de dentro o tratar de hilar verso brillante tras verso apabullante.
Para encarar la recta final, llega un reggae, que desde ‘Telespañolito’ (grabado en 1983) acumula unos cuantos: es uno de los géneros caribeños que más le gustan y mejor le sientan. La fascinante ‘¿Qué estoy haciendo aquí?’ viene firmada con letra suya y de Prado y música de Leiva y el experto en el palo Afo Verde (lideró la Zimbabwe Reggae Band, también es productor y ejecutivo discográfico: presidente de Sony para España y Portugal). Una golosina cadenciosa para la que recrea las vidas de tres personajes de existencias a la deriva: una curranta, un bróker hijoputa (sí, esto probablemente es una redundancia), y una mujer maltratada. En este álbum, de nuevo, Sabina logra sacar petróleo de las vidas de terceros.
Más historias ajenas en ‘Churumbelas’, que escribe (letra y música) a solas (y situándose en el papel de observador-narrador), pero es que la rumba es cosa suya (género en el que se adentró por vez primera con ‘Ruido’, y luego vinieron algunas más), aunque esta resulta algo ligera, sobre todo porque la guitarra flamenquea en plan bonito y “ambient” pero le falta, precisamente, “rumba”; es decir, sobra color y falta calor. Pero, a cambio, ¡vaya letra se marca don Joaquín! Un enredo plagado de gracejo, detalles y viñetas del que sabe mirar: con Lavapiés de fondo, esas tres gitanas (¡las sultanas de Lavapiés!) que vuelven loco al barrio y un estribillo en el que, como si tal cosa, rima parte del santoral flamenco. Canción maravillosa, con la que constatamos que, pese a la dimensión internacional que ha alcanzado, continúa fiel a sus historias localistas, y se agradece, que ahí residió siempre gran parte de su encanto.
Para cerrar se ha reservado la que seguramente sea la gran canción de este disco (en reñida disputa, pues el tanteo está muy igualado en una obra sin fisuras en cuanto a composición), la que desde el mismo título parece anunciar su contenido: ‘Por delicadeza’. Y es que estamos ante una composición, sí, delicada en extremo (letra de Sabina y Prado, música de Leiva y Sabina), una preciosidad casi evanescente, frágil, que Leiva (solo en la mínima y cruda instrumentación) ha sabido poner en pie con sumo tacto y buen gusto. Canción, pese a las apariencias, de amor, de amor inextinguible. Aquí la sorpresa arriba por el dúo vocal entre Sabina y Leiva, que funciona por contraste: la voz seca y rotunda de uno, la escuálida del otro (esa es la mayor carencia de Leiva, su voz). Al final (¿como justificación?), se ha insertado un divertido comentario de Sabina en el estudio pidiéndole a Leiva que se haga cargo de un verso. Un gesto, el de invitar a cantar a su apoyo básico en la creación del disco, que le honra, pero ante tan imponente canción (¡la guinda del disco!) sobrevuela la sensación de si Leiva tendría que haberse negado rotundamente, porque no hacía falta subrayar su protagonismo con el único dúo del álbum: el regalo que le han hecho los dioses de la canción de escribir codo a codo y producir al mayor gigante de la música popular en castellano tendría que haber sido suficiente premio (y además, sin inventar la pólvora, sale airoso del envite). Y cierto, canta con gusto y la canción rueda con el valor tonal de estar casi ante un dúo masculino/femenino, pero… ¡por el santo flequillo de Roy Orbison!, queremos escuchar (¡y preservar!) esta estremecedora canción solo en la voz de Sabina (que vocalmente está soberano en todo el disco), sin la de Leiva. Desde aquí ruego la inmediata apertura de una cuestación popular, crowdfunding o recogida de firmas para lograr que se edite en single interpretada únicamente por Joaquín. La canción lo merece, nosotros lo merecemos.
¿Qué deja tras de sí “Lo niego todo”? Lo comentado al principio, la impresión de que es, desde ya, uno de los grandes álbumes de Joaquín Sabina, que permanecerá, que lo recordaremos. Un disco en el que ha recuperado el pulso, el método, la inspiración y la ilusión, en el que regresan las grandes canciones. Tan variado como le gustan, con sus letras incomparables, sus temas pop, sus rancheras, sus rocks, su reggae o esos baladones que provocan escalofríos o escuecen en el lagrimal. Así es como Sabina entiende la música, con la curiosidad del sabio que quiere saber más y, libre, se mete en cualquier charco para poner en pie la mejor canción (eso fue lo que, a ratos, pareció olvidar en aventuras anteriores). Esa es su gracia, quizá su desgracia. Pero qué bien que sea de este modo, diantres. Y qué afortunados somos de poder escucharlo, sentirlo y vivirlo sin que nos lo cuenten, en tiempo real. Aprovechemos. Y disfrutemos.