“Ella era una chica jovencísima y muy atractiva que tocaba el chelo con furia y un derroche casi sexual; tenía la intención del rock «.
Igor Paskual relata la historia de Jacqueline du Pré, una excelsa instrumentista del chelo que supo acercar la música clásica al público “con furia y la intención del rock».
Texto : IGOR PASKUAL.
Foto: DAVID HURN.
Si hay un error que cometemos hablando o escribiendo sobre música es nuestro excesivo afán en separar en estilos y departamentos diferentes. Es cierto que las categorías ayudan a estudiar y entendernos, pero, en demasiadas ocasiones, son un obstáculo para comprender y apreciar mejor lo que escuchamos. Muchos se sorprenderían si supieran cuánta música clásica hay en el rock o que juzgamos el rock con parámetros que proceden de la música sinfónica. Y en la música clásica aparecen personajes que tienen muchísimo más rock y energía que todas las ediciones de Benicàssim juntas. Es el caso de Jacqueline du Pré. Y esta es su historia.
Primer movimiento
Imagínate que tocas un instrumento –un violín, una tuba, un oboe, la flauta de pico– y quieres alcanzar un nivel medio o medio alto. El sacrificio que has de realizar se asemeja mucho a ser un deportista de élite de disciplinas como el patinaje artístico o la natación sincronizada. La diferencia que hay entre el mejor y el segundo mejor es de apenas unas décimas. Horas de escalas, prácticas, ensayos, clases y una vida monacal para alcanzar una meta reservada a un puñado de elegidos. Lo intentas, mejoras, lo sigues intentando y, en una audición clave, fallas levemente una nota y varios años de trabajo se han ido al garete. Ahora imagina que tu hermana pequeña, que desde que tenía cinco años escogió su instrumento, toca muchísimo mejor que tú practicando la mitad de horas. Eso fue lo que le pasó a Hilary, la hermana mayor de Jacqueline du Pré, la mejor chelista del siglo XX. Jacqueline fue una niña prodigio que tuvo la fortuna de descubrir su pasión en un programa de radio de música para niños («The Childrens Hour»). Estaba superdotada para su instrumento y, tocada por una varita divina, con apenas 22 años, interpretó la que se convirtió en una de las obras más fabulosas y famosas de la música sinfónica: el concierto en Mi menor Op. 85 de Elgar. Desgraciadamente, a los 27 años le diagnosticaron esclerosis múltiple y tuvo que retirarse de las giras y permanecer en un limitado estado físico hasta que falleció con 42 años. Lo que Dios te da, Dios te lo quita. No hay ningún regalo divino que se conceda a cambio de nada. Todo, absolutamente todo, tiene un precio. Y nunca es barato.
La mal llamada música clásica cuenta con varios momentos cumbre: Furtwängler dirigiendo la 9ª de Bruckner en el Berlín asediado de 1944, Bernstein destapando los aromas lentos y celestiales de la 5ª Sinfonía de Mahler, Karajan obteniendo el mejor sonido que se pueda obtener de Beethoven, o Gergiev sudando frente a Stravinsky. Pero, sin duda, hay un momento que, además de álgido, es también muy popular, al menos entre el público inglés, y se trata de la interpretación de Du Pré del concierto de Elgar con la New Philharmonic Orchesta dirigida por un jovencísimo Daniel Barenboim (sólo tenía 24 años), otro niño prodigio y también su marido.
Segundo movimiento
Pongámonos en contexto. Estamos en la Inglaterra de mediados de los sesenta: los Beatles han dado la vuelta al mundo y la máquina de generar divisas de los grupos británicos ha despertado a un país entero; han ganado el Mundial de fútbol hace un año y el laborista Harold Wilson está en el poder. La reforma de la ley educativa de 1944 permitió a millones de jóvenes acceder a una buena formación. Además, las «redbrick universities» repartidas por todo el país ofrecen educación superior a hombres y mujeres sin importar clase social ni religión. Pero Inglaterra, cuya música ha sido casi siempre de carácter popular y no elitista, ha tardado mucho en tener un compositor «serio» de renombre. Inglaterra destaca en el music hall, en las óperas de Gilbert y Sullivan, incluso en su gran repertorio rural y popular. Hasta los compositores con formación recibían encargos funcionales: se compone para ocasiones especiales, como la inauguración de una línea de ferrocarril o el inicio de temporada de un equipo de cricket. Para ser una sociedad tan clasista, la música está al alcance de muchos. Los Proms (un festival de música clásica), por ejemplo, fueron fundados en 1895 y permitían que cualquiera, por muy poco dinero, pudiese escuchar las mejores obras de la historia de la música durante el verano. Y ya desde 1737, en los jardines Vauxhall, todo el que pagase un chelín podía acceder a un recinto en el que había una orquesta para interpretar temas populares y de compositores del momento. En 1749, cuando Haendel hace en Vauxhall el ensayo público para su «Música para reales fuegos de artificio», acuden 12.000 personas de pago. El pueblo británico muestra un genuino interés por la música, pero el último de los grandes compositores «serios» nacidos en Inglaterra, Henry Purcell, había fallecido ya en 1695 (y fue enterrado con honores en la abadía de Westminster). A finales del XIX y principios de siglo XX, Inglaterra, como toda Europa, está atrapada por la ola de nacionalismo musical que trataba de descifrar la naturaleza propia de la música del país. A falta de «grandes maestros» decimonónicos, Inglaterra miró hacia su pasado renacentista o la música rural. Llegaron Vaughan Williams y, ya más avanzado el XX, Holst o Britten. Pero fue Edward Elgar el que le daría el tono inglés y el que conseguiría más popularidad fuera de Inglaterra. En su madurez, con 62 años, tras la Gran Guerra (un millón de ingleses muertos), escribió su concierto para chelo. Fue bien recibido, pero sin demasiado entusiasmo. Todavía no era su momento. La oportunidad para que esa obra brillase en todo su esplendor surgió en 1965. EMI quiso grabarla, pero los responsables de la compañía temían que fuera de Gran Bretaña no despertase interés y fuese un desastre de ventas. Al final se llegó a un acuerdo con John Barbirolli, que admiraba profundamente a Jacqueline desde hacía años, y se grabó con la London Symphony Orchesta. Lanzado en diciembre de 1965, fue todo un éxito. Pero todavía faltaba la imagen.
Tercer movimiento
Hasta hacía pocos años, sólo Karajan había sido consciente de la importancia de la televisión y el video para la música sinfónica. Tras una gira por Japón en 1957 que fue televisada, comprendió que la difusión (y el dinero) que se podía conseguir a través de la imagen era extraordinaria. Karajan, amigo personal de Norio Ohga, director de Sony, tuvo a su alcance los medios más sofisticados. Pero su imagen era la de un hombre de mediana edad, miembro de un mundo serio, frío, marcial y estirado. En definitiva, su rostro y su lenguaje físico evocaban una cultura centroeuropea conservada en formol. Inglaterra, a mediados de los sesenta, estaba en otra tesitura. En Albión la moda, los peinados, el fútbol, la música, el cine, la literatura y hasta los coches eran jóvenes y nuevos. Y pronto lo sería también la música sinfónica. El escaparate perfecto fue el programa «Omnibus», de la BBC, bajo la idea de Christopher Nupen. Acababa de salir al mercado la cámara de 16 mm., que permitía mayor movilidad ya que daba la posibilidad de introducirse entre las filas de músicos y las imágenes resultaban menos estáticas. El matrimonio del momento (Du Pré-Barenboim) hizo el resto.
El concierto se emitió por televisión el 30 de noviembre de 1967 y, de pronto, la música clásica ya no era una cosa de viejos. Ella era una chica jovencísima y muy atractiva que tocaba el chelo con furia y un derroche casi sexual; tenía la intención del rock. Había pasión y, gracias a su memoria prodigiosa, no necesitaba leer la partitura. Tanto Jacqueline como Daniel (director, pero también concertista de piano) transmitían el gozo de tocar, muy lejos de los instrumentistas que daban la sensación de estar sufriendo. No había tanta diferencia entre Jimmy Hendrix (llegado a Londres hacía justo un año) y Jacqueline. Para cerrar la emisión del concierto, se rodaron escenas de la pareja paseando y riendo por el Serpentine de Hyde Park, lo que reforzó su aire joven y desenfadado. La obra de Elgar, que era un anciano cuando la compuso, se mezclaba con una nueva expresión, joven y sabia al mismo tiempo. Aunque hay más, mucho más, en el repertorio de Jacqueline -Haydn (Concierto en Do Mayor), Schumann (en La menor), Saint-Saens, Dvorak…-, el concierto para chelo de Elgar será su cénit y también su éxito de ventas, su hit. Estremece todavía ver semejante despliegue de talento. Además, su amiga Madeleine Dinkel le diseñó un vestido especial para que pudiera acomodar su Stradivarius Davidoff. Lo mejor para la mejor.
Cuarto movimiento
Para valorar el nivel de esa interpretación, podemos compararla con otras anteriores, hasta con la que dirigió en 1920 el propio Elgar con Beatrice Harrison como solista, pero la versión de la BBC es incluso superior a la que la misma Jacqueline grabó con Barbirolli en 1965. Esto se debe a una razón de peso. Y es que el concierto de la BBC está grabado después de recibir clases con el gran maestro ruso, Mstislav Rostropovich. El ruso, divertido y todo un personaje, le enseñó técnica y mucho rigor. Jacqueline apenas estudiaba un par de horas diarias, lo que es una nadería en comparación con lo que practica cualquier músico profesional que toque en una orquesta de provincias. En Moscú, en cambio, se le exigía un mínimo de 8 horas de ensayo al día, así como preparar textos y aprender el idioma. A sus 21 años, cinco meses en Rusia la ayudaron a llevarse al límite. Si escuchamos las dos versiones, nos daremos cuenta.
El concierto de Elgar para la BBC por Du Pré confirma que un buen intéprete puede sacar oro de una pieza. Jacqueline du Pré rehace la obra, le confiere otra dimensión y aprovecha cada momento para imponer todo su carácter. Un concierto para orquesta y solista suele empezar con la orquesta antes de que el instrumentista presente un un pasaje, pero Elgar se salta esta norma y abre directamente con el violoncelo, así que Jacqueline emplea esta circunstancia casi como una llamada a las armas. Deja claro que esto no va a ser un concierto más. En estos compases de inicio, con la orquesta aún en silencio, muestra su tremendo ataque con el arco y la importancia que da a cada una de las notas: extrae todo lo posible de ellas. Du Pré tocaba con mucha fuerza, cosa que al Davidoff no siempre le sentaba bien, en parte lo «ahogaba», aunque su personalidad se imponía tanto que, en una grabación, casi nadie es capaz de diferenciar si una pieza está tocada con el Davidoff o el Peresson que le regala Barenboim en 1970. Su ataque es realmente fuerte y sólido; me recuerda a la mano derecha de Rick Parfitt, de Status Quo, que se veía obligado a usar cuerdas del calibre 0.14/56 para que soportaran esa intensidad.
El primer movimiento es de una belleza melódica extrema y se abalanza sobre el segundo movimiento de una forma que, sin ver la partitura, soy incapaz de distinguir donde termina uno y comienza el otro. Esto se debe a que Elgar no comienza este segundo movimiento con el tempo usual, es decir, lento (en la forma concierto lo habitual es que se alternen las velocidades: rápido-lento-rápido-lento, aunque no siempre se cumple en especial, a partir del romanticismo). Esta segunda parte es más compleja técnicamente y utiliza un gran número de recursos como los pizzicatos (esto es, tocar directamente las cuerdas con los dedos sin usar el arco), que son gloriosos y se van alteranando con distintas escalas. Suenan brillantes y perfectos de tiempo. El resto es una catarata de notas engarzándose unas con otras con un magistral manejo del arco y un dominio del mástil impecable. En las partes en que ella se queda sola, se percibe todavía más. Vibrato excelente y siempre perfecta de afinación. Siempre.
En las imágenes, entre el segundo y tercer movimiento, Christopher Nupen tiene a bien mostrarnos el intercambio de sonrisas entre intérprete y director. Años después, Anton Corbijn repetirá la misma jugada de planos con Depeche Mode en su directo de París. El tercer movimiento es un adagio y las notas son como plata líquida derramándose en el aire. Todas están aprovechadas al máximo en su expresividad mezclada con la perfección técnica. Juega con cada sonido, emplea legatos, rubatos, mueve las frases hacia detrás, adelante y, en menos de un segundo, es capaz de pasar del piano al forte sin estridencias. Está en medio del infinito, flotando en el espacio. La virtud de Barenboim reside saber respetar a la intérprete y dejar que maneje el tempo a su propia voluntad. En las grabaciones donde él la acompaña al piano también lo hace, y eso que Barenboim tiene una gran sabiduría para determinar las velocidades. Con Jacqueline se demuestra que el tiempo, en efecto, es relativo y puede ser estirado, encogido o suspendido en manos de una gran artista. La obra culmina en el cuarto movimiento, que recapitula el inicio y es la parte que tiene más cambios de tono, velocidad y aire. Se entrelazan orquesta y solista dejándose espacio mutuamente, saliendo y entrando hasta que se llega de súbito al final. Se levanta Jacqueline y el público aplaude con fervor. Es una pieza perfecta, una obra maestra del siglo XX como ‘Yesterday’ de los Beatles, ‘Blanco sobre blanco’ de Malévich, o el gol de Maradona en el 86. No sobra ni falta nada. Entre las virtudes no siempre destacadas está la interacción entre todas las partes. Barenboim respeta la orquestación comedida y nada exhibicionista de Elgar para mantener el equilibrio entre la New Philarmonic y el violonchelo y que ambos tengan el protagonismo necesario. La orquesta, además, brilla a un gran nivel. Más aplausos.
Coda
En Oxford, ciudad natal de Jacqueline, justo al lado del estadio donde Roger Bannister bajó por primera vez de los 4 minutos en la milla en 1953, hay un edificio dependiente del St. Hilda College. Es el edificio «Jacqueline du Pré». Allí se dan conciertos y se imparten clases. También se buscan fondos para permitir a estudiantes seguir con su educación musical. Y es que Jacqueline pudo estudiar gracias a los fondos de la violonchelista portuguesa Guilhermina Suggia quien, tras su muerte, dejó una fundación gestionada por el Arts Council of Great Britain que pagó gastos, clases, desplazamientos e instrumentos de Du Pré. Cada joya hay que pulirla. Hay una frase que se atribuye a Winston Churchill y, aunque no consta que la dijese jamás (parece ser que se la atribuyó J. Carter Brown cuando era director de la Galería Nacional de Arte de Nueva York), es muy oportuna. Durante la II Guerra Mundial, le sugirieron recortar en cultura para destinar el presupuesto a gastos militares. Él se negó y dijo: «Si recortamos en cultura, entonces… ¿para qué luchamos?». Ovación.