CINE
“Jenkins ha entregado una obra mayor a partir de la más desarmante sencillez, una pequeña sonata en la que la mínima expresión consigue un alcance universal”
“Moonlight”
Barry Jenkins, 2016
Texto: JORDI REVERT.
En “El árbol de la vida” (“The Tree of Life”, Terrence Malick, 2011), el plano desde el interior de la casa de uno de los tres niños tocando la guitarra (Laramie Eppler) reforzaba el signo autobiográfico de la obra de Malick. El plano le encuadraba en el porche, solitario pero recogido por el acompañamiento al piano de su padre (Brad Pitt) desde el interior de la casa. La canción, ‘Les barricades mystérieuses’ de Couperin. Mientras, desde el exterior, el otro hermano (Hunter McCracken) observaba receloso esa íntima conexión. La escena tiene una ineludible dimensión personal: Larry Malick, hermano del cineasta, se había suicidado en 1968 mientras aprendía guitarra en España con el maestro Andrés Segovia. El pasaje descrito servía a Terrence Malick como hermosa cristalización de su recuerdo, melancólico y frágil, ahora grabado en la eternidad.
No es, ni mucho menos, gratuito invocar aquí al director de “Días del cielo” (“Days of Heaven”, 1978), pues su influencia se detecta fácilmente en la sobresaliente “Moonlight”. Pareciera que Barry Jenkins hubiera bebido de esa misma sensibilidad para contar su propia historia. En el segmento que corresponde a la infancia de Chiron –en el que el papel es incorporado por un extraordinario Alex R. Hibbert−, asistimos a la que quizá sea una de las secuencias más hipnóticas y deslumbrantes del cine reciente. El pequeño, apocado y desprotegido, se encuentra de repente en los brazos de un inesperado padre (Mahershala Ali) que le baña en el mar. La cámara, flotando entre el suave vaivén del agua, los recoge en un instante cargado de belleza, un estado de excepción en el que Little (Hibbert) encuentra su fuga, su libertad. Son los momentos más embelesadores de una película sin miedo a caminar en la cuerda floja, que precisamente por su carácter profundamente personal triunfa allí donde otras cayeron en el estereotipo. Es un manual, sincero y arrebatador, de cómo hablar de exclusión, raza y (homo)sexualidad sin que la urgencia de conjugar esos temas se anteponga a la misma identidad de la película. Jenkins ha entregado una obra mayor a partir de la más desarmante sencillez, una pequeña sonata en la que la mínima expresión consigue un alcance universal. Nada en ella suena a discurso vindicador, no hay una imagen más alta que otra. A sotto voce, va calando con imágenes que percuten en su precisión y delicadeza, y en las que el descanso de una cabeza sobre el hombro afectuoso que la acoge puede contener todo un mundo. Toda una vida.
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Anterior crítica de cine: “Como perros salvajes”, de Paul Schraeder.