EL CINE QUE HAY QUE VER
“Una emocionante montaña rusa de entretenimiento, ironía y cinismo, un filme que sigue valiendo la pena recuperar”
A pesar de estrenarse en junio de 1984, el carácter familiar y clásico de “Gremlins” convierte la película en algo apetecible para rescatar en fechas navideñas. Y, como dice Elisa Hernández, siguen siendo una montaña rusa de entretenimiento, ironía y cinismo.
“Gremlins”
Joe Dante, 1984
Texto: ELISA HERNÁNDEZ.
Estrenada el mismo día que “Cazafantasmas” (Ivan Reitman, 1984), el 8 de junio de 1984, “Gremlins” fue un enorme éxito comercial, entroncándose en la misma línea de mezcla de comedia y horror tan en boga a mediados de los años 80. Con el paso de los años se ha convertido un clásico del visionado de cine nostálgico, una de esas películas que quizás idealizamos pero que sin duda formaron una parte fundamental de nuestra formación y desarrollo como espectadores.
El día de Navidad, Billy (Zach Galligan) recibe de su padre (Hoy Axton) un curioso regalo, una pequeña y adorable criatura que no puede recibir la luz del sol, mojarse o ser alimentada después de medianoche. Sobra decir que toda advertencia es inútil, dando como resultado la aparición de un enorme grupo de bichejos gamberros incapaces de controlarse a la hora de destrozar aquello que les rodea y que terminan por generar un estrambótico caos en toda la ciudad.
Cargado de referencias y guiños a otras películas y a gran cantidad de estereotipos y clichés fílmicos, “Gremlins” utiliza la parodia casi como un homenaje cariñoso a todas esas obras a las que remite más con respeto que con insolencia. El filme sabe reírse de sí mismo y no se toma en serio, pero sabe exactamente de dónde viene y lo mucho que debe a todo aquello que ha venido antes, además de conseguir que los espectadores hagan lo mismo con sus propias expectativas mediante el uso de algunos de los recursos más clásicos del cine de terror en favor de la comedia más irreverente.
La elección del entorno y el paisaje nos presenta una estampa entrañable y navideña ideal, una casi utópica pequeña ciudad cuya imagen perfecta se ve sin embargo rota de la manera más salvaje por las irreverentes acciones de los gremlins. Lo supuestamente idílico de la inexistente Kingston Falls es así deconstruido (tanto física como alegóricamente) de manera hilarante por parte de las criaturas protagonistas, que se ríen así de la imposición de unos estándares imposibles, denunciando su falsedad.
El filme recibió ciertas críticas por un exceso de violencia, al tiempo que era alabada precisamente por su capacidad de combinación entre lo humorístico y lo macabro, dando como resultado una cinta mordaz a la par que divertida y que oculta, bajo su aparente simpleza y ridiculez, gran cantidad de capas de lectura, además de un perspicaz comentario a la hipocresía de cierta construcción iconográfica que la sociedad norteamericana ha hecho de sí misma gracias (sobre todo) al cine. Quizá no sea la película que mejor ha envejecido en las más de tres décadas que han pasado desde su estreno, pero sin duda es todavía una emocionante montaña rusa de entretenimiento, ironía y cinismo, un filme que sigue valiendo la pena recuperar.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Solo en casa”, de Chris Columbus.