CINE
“Cuando el Capitán Sully comparece junto a su segundo ante una comisión de investigación que expone una serie de simulaciones de vuelo que cuestionan su maniobra de emergencia sobre el Hudson, lo que está en juego es salvar el componente humano como pieza aún decisiva en nuestra experiencia social”
“Sully”
Clint Eastwood, 2016.
Texto: Jordi Revert.
En tiempos de digitalización feroz, el concepto de simulacro auspiciado por Jean Baudrillard siempre acaba asomándose para recordarnos lo cerca que estamos de reemplazar la realidad por su experiencia diferida, por su espejismo. Quién iba a imaginar que, en medio de debates ya agotados sobre la pervivencia o no de un modelo clásico en su cine, iba a ser Clint Eastwood el que iba a ilustrar como pocos esa idea. De hecho, no solo la cuestión del simulacro puede rastrearse en la interesante “Sully”, sino que llegados a su conclusión, bien podríamos tomar esta como la casi literal representación de la perversión a manos de Baudrillard de otra idea: la de Marshall McLuhan de la tecnología como extensión del hombre, renombrada por el filósofo francés como expulsión del hombre. Cuando el Capitán Sully (Tom Hanks) comparece junto a su segundo (Aaron Eckhart) ante una comisión de investigación que expone una serie de simulaciones de vuelo que cuestionan su maniobra de emergencia sobre el Hudson, lo que está en juego es salvar el componente humano como pieza aún decisiva en nuestra experiencia social.
No es poca cosa, por tanto, lo que plantea “Sully” desde su aura de obra menor. De hecho, pareciera que Eastwood, como Woody Allen, estuviera asentándose en una etapa de su filmografía en la que son trabajos aparentemente menos relevantes los que albergan en sus recovecos lecturas más arriesgadas. La erosión psicológica del héroe de guerra y la problemática de su reinserción social en “El francotirador” (“American Sniper”, 2014) aquí da paso a las tensiones entre el héroe a su pesar y un sistema que aspira incluso a regular las condiciones del heroísmo, minimizando las cuitas morales que ocupaban un lugar central en “El vuelo” (Flight, Robert Zemeckis, 2012). En un relato fragmentado que alterna la minuciosa recreación del episodio con su posterior repercusión pública y la investigación que le siguió, Eastwood explora pacientemente a su protagonista a través de un Tom Hanks sereno y rocoso que transmite sin esfuerzo la incredulidad ante el cerco al que es sometido con el objetivo último de su desacreditación. El director deja que el personaje crezca casi en silencio para finalmente darle un palco desde el que reafirmarse y zafarse de las presiones. Cuando ese momento llega, el cineasta utiliza la secuencia –convenientemente puntuada de solemnidad− para reivindicar la importancia del factor humano con un monólogo tajante y concluir de manera luminosa. Signo latente del optimismo humanista de un autor con tanta confianza en su instinto como el propio héroe al que mira.