LA SEMANA DE SPRINGSTEEN
“Unos conciertos que te dejaban el alma guarnecida de emociones y la garganta ajada”
Con muchos directos del Boss a las espaldas, Julio Valdeó recuerda de forma especial un concierto: el que hizo Springsteen en el Madison Square Garden en 2009, donde interpretó “The river” íntegro. Casi un preludio de la gira que le trae a España.
Texto: JULIO VALDEÓN.
El otro día jugando con mi hijo, que tiene nueve meses y medio, me asaltó la nostalgia de lo que no veré. Sonaba Bruce Springsteen, «The river», y la intuición reptó por sobre sus juguetes de plástico y sus peluches como un calambrazo. Supuse que no solo será difícil que lo disfrutemos juntos, sino que el día que acepte los discos de su padre, aliviado ya de la fatal adolescencia y el inevitable rechazo a cuanto represento, yo ya estaré al otro lado del suelo. No digamos la posibilidad de verlo con la E Street Band. Me niego a llevarle a un concierto con los oídos tapiados para evitar dejarle sordo, y dudo que merezca la pena gastarse cien euros en la entrada de alguien obsesionado con zamparse el mando a distancia, mi móvil y cuanto objeto inorgánico ponga a su alcance. Deberá resignarse a escuchar mis batallitas, entre las que ocuparán un hueco ilustre las referidas a los directos del de Nueva Jersey. Que no son fabulosas por su duración, el pavoneo hercúleo o la evidente campechanía, como acostumbran a enfatizar en los telediarios, sino, qué cosas, por la música.
Una música que te deja con la tristeza y la euforia del mejor polvo, que proporciona el colocón más puro sin acudir a la farmacopea, que provoca la añoranza de las historias de amor perdidas en los archivadores de la memoria e inyecta en tus venas el entusiasmo de morder un helado de chocolate mientras contemplas el mar y por unos minutos crees que la puesta de sol que contemplas en la mejor de las compañías te iluminará siempre. Una música que trataba el rock como un asunto de Estado. Lejos del embelesamiento con su propio ombligo del ídolo populista, pero también libre de la sectaria complicidad de quienes en lugar de mamar su abecedario en las Ronettes y Ray Charles estudiaron en las escuelas de arte y diseño. Literaria sin resbalar en la pedantería, e impetuosa, aunque siempre sutil y lírica. Política sin panfleto y desmadrada con causa. Majestuosa, ora bella ora despiadada, según la ocasión requiriese, y que en concierto quedó grabada a fuego en el subconsciente de varias generaciones.
Entre los que yo he asistido, aquel del Molinón, 1993, todavía reciente la demoledora pero también apasionada lectura del «Promesas rotas» de Ignacio Julià. O aquel otro, también en Asturias, durante la gira de «The rising». O en Nueva Jersey, en formato acústico, en 2005. O la Seeger Sessions Band, en 2006 («Folk en cinemascope», titulé la crónica para El Mundo, desmelenado por la descarga que recibí esa noche; la misma en la que, por cierto, sobreviví de milagro a un accidentado periplo, en la indeseada compañía de un yonqui, madrugada adelante por las calles de Asbury Park buscando la estación de tren). O las múltiples ocasiones, algunas fabulosas, en los tours de «Magic», «Working on a dream» y «Wrecking ball». Incluida la noche en Boston con Danny Federici moribundo al son de los caballitos incandescentes de ‘Sandy (4th of july)’. Unos conciertos que te dejaban el alma guarnecida de emociones y la garganta ajada. Unos conciertos que bien podrían asimilarse a esos partidos recientes del Atlético de Madrid. Como si al final de cada tema hubiéramos eliminado al Bayern y en mitad de los bises alzásemos la Champions.
Por supuesto no fui testigo, no tenía la edad mínima, de las torrenciales descargas de la gira original de «The river», en 1980 y 1981. Portentosas celebraciones del rock and roll que exorcizaban el espíritu de los grandes curritos del rythm and blues en la mejor tradición de James Brown y sus atómicas demostraciones sobre las tablas, mientras fuera del pabellón todavía resonaba el ‘No future’ de un punk que había renegado sin saberlo de todo lo negro y arrancaban unos ochenta laminados por los malditos sintetizadores, las baterías programadas y esas guitarras de mierda. Encerrado en su burbuja de Sam Cooke y John Fogerty, Woody Guthrie y Sam & Dave, Springsteen demostró que no hay mejor manera de ser moderno que estudiando a los clásicos. Durante mucho tiempo, demasiado, acudíamos a las grabaciones piratas de horrendo sonido para suplir con imaginación el ruido estático que emborronaba las pistas. Aquellos ‘bootlegs’ del «The river tour», como los del 75, el 76 y el 78, y si me apuran los del 84, constituían el Santo Grial para quienes sabíamos que los directos que Springsteen había publicado constituían una muy parcial y cicatera muestra del tesoro. Por decirlo sin rodeos, el hombre que grabó algunos de los mejores directos de la historia no había editado ni uno de ellos oficialmente. Ni uno más allá de la célebre caja quíntuple, que estaba muy bien, pero era otra cosa. Un viaje a través del tiempo. Un monumental collage. Una saga épica. Cualquier cosa excepto un concierto del saludo inicial al último bis.
En 2015, Bruce comenzó a recuperar su legado en directo a través de su página web. Resulta obligado hacerse con el recital del Nassau Veterans Memorial Colliseum, 31 de diciembre de 1980, así como con las diez canciones de Tempe (Arizona), de noviembre del mismo año, que no grabaron las cámaras (el resto de los temas sí aparece en el fabuloso vídeo incorporado a la caja conmemorativa de «The river» por su 35 aniversario).
Pero si hablamos de lo que sí he visto y casi nadie creería, rayos C brillando en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, etcétera, elijo el concierto de 8 de noviembre de 2009, en el Madison Square Garden. Tras interpretar el día anterior «The wild, the innocent and the e Street Shuffle» en su totalidad (también estuve, también lo vi), tocó «The river» completo. De ‘The ties that bind’ a ‘Wreck on the highway’. Springsteen describió «The river» como “una puerta hacia el futuro. Escrito y grabado durante un periodo de recesión (…) Entonces, como ahora, mucha gente lo estaba pasando mal. “The river” condujo a “Nebraska”, “Stolen car” a «Tunnel of love». En este disco quise mantener y seguir a los personajes del «Darkness on the edge of town»”. Tras abrir fuego con la contagiosa ‘Wrecking ball’, estrenada ese mismo verano, siguieron otras treinta y una canciones, incluidas las veinte del disco del 80, hasta rematar apropiadamente con el ‘Higher and higher’ de Jackie Wilson (torbellino del rythm and blues y el soul e ídolo, entre otros, de Elvis Presley y Michael Jackson). No diré ahora que fue el mejor concierto de la historia, porque sabemos de sobra que las frases terminantes son siempre inexactas, pero sí que había que estar sordo para no comprender que estábamos ante una de esas ceremonias que engrandecen el rock and roll. Escuchar «The river» del tirón, con la secuenciación original, las canciones levitando una tras otra, sublimes, encajadas con ferocidad y sabiduría, dibujó un tapiz casi cinematográfico, una amalgama de historias bien trenzadas que multiplicaban su punch junto a sus compañeras. Del gozo de ‘Sherry darling’ y los aullidos de ‘Cadillac ranch’ al country en sepia de ‘Stolen car’, el soul tembloroso de ‘Drive all night’, la bruma ‘noir’ de ‘Point blank’ y la majestad desgarrada de ‘The river’, por allí desfilaron los Drifters y Buddy Holly, Hank Williams y Gene Vincent y Van Morrison, conjurados por un hombre que lejos de vivir confortable entre las ruinas del pasado actualizaba un legado imbatible mediante canciones a la altura de los clásicos que, siendo apenas un crío, lo convencieron de que había nacido para el oficio.
¿Conciertos de tres horas? ¿Entrega? ¿Pasión? Todo esto está muy bien, pero lo principal es más sutil e interesante, profundo y hermoso, duro e intenso. Un cancionero, un compositor y cantante, y una banda, que recorren los caminos de la América real y la mítica, la colectiva y la doméstica, la de las fábricas cerradas, el racismo y el miedo, los espaldas mojadas y los tipos solitarios, la de John Ford y Carson McCullers, Martin Scorsese y Michael Cimino, y también la de Howard Zinn y la de los vagabundos de John Steinbeck, la del inmigrante y la del obrero, la del sábado noche y la del lunes lluvioso, la de los hijos y los padres enfrentados, los amores erráticos o perdidos, los sueños comidos por el mohoso y la promesa de un futuro mejor, condensados en una narrativa demasiado generosa para caer en el cinismo y demasiado brillante como para ofertar camelos. Por esto, por eso, por conciertos como el de 2009, algunas noches, después de que Max haya vuelto a dormirse, entetengo el insomnio volviendo a los paisajes de «The river» y hasta creo recuperar mi vieja y maltratada fe en el rock and roll.
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