“Ningún otro género como el cine fantástico y de terror puede invocar tal revolución de los sentidos y de la consciencia del espectador. Que el certamen que por excelencia se entrega a ese género abandone tan a menudo esa idea a la hora de decidir lo mejor de cada cosecha anual es un alarmante síntoma de claudicación ante una lógica meramente capitalista, de acumulación”
Jordi Revert no quiso perderse la cita anual con el mejor cine fantástico y de terror y acudió al popular festival de Sitges, que este año celebró su 48ª edición.
Texto: JORDI REVERT.
Parto de la base de que esta crónica será forzosamente incompleta. A la ansiedad que por defecto acompaña al cronista del festival, consciente de que deberá hacer malabares para acceder al máximo posible de contenidos, se le añade el hecho de que este relato solo puede ocuparse de los primeros días de la 48ª edición del Festival de Cine Fantástico y de Terror de Cataluña. Esto implica que las impresiones que siguen se corresponden únicamente al primer tramo del certamen, en el cual no están presentes títulos y directores como “Youth” (2015), de Paolo Sorrentino, “The Assassin” (2015), de Hou Hsiao-Hsien, High-Rise (2015), de Ben Wheatley o “Cemetery of Splendor” (2015), de Apichatpong Weerasethakul. Nombres todos ellos que pueden dar un vuelco en la percepción general que se forma cualquier asistente a un festival con el cometido de transmitir lo que allí ha vivido. Por eso, asumo desde el planteamiento que ante esa impotencia de lo incompleto, la mejor (y quizá única) salida es explicar mi propia y pequeña experiencia con la esperanza de describir una parte por el todo que no responda tanto a lo informativo sino a la cinéfilo y emocional, al fin y al cabo los componentes que definen nuestra relación con el medio, en general, y con eventos de ambición y profusión mayúsculas –como el que nos ocupa–, en particular.
Mis cuatro días en el Festival de Sitges han servido, fundamentalmente, para activar las alarmas en varios frentes. En primer lugar, la profusa selección de películas que copaba la selección oficial –hasta 36 títulos− o la ampliación de los espacios del festival con la Sala Tramuntana –de excelentes condiciones, por otro lado− plantean la duda de hasta qué punto importa la calidad sobre la cantidad. En particular, en el caso de los trabajos que optaban a los galardones, el exagerado número obliga a preguntarse por los filtros de calidad aplicados que han permitido que cintas tan olvidables como “Knock knock” (Eli Roth, 2015) o “Vulcania” (José Skaf, 2015) se planten en la carrera final por el premio. Dicha abundancia beneficia, claro está, si de lo que se trata es de engrosar cuanto sea posible el catálogo de propuestas que aseguren una promiscuidad cinéfila a precios impopulares antes que una construcción crítica de una posición frente al cine fantástico y el cine de terror. Aunque, por supuesto, hace ya tiempo que esa idea venía siendo adulterada con la introducción de mamuts de la cinefilia mundial bajo la excusa de la flexibilidad del género, algo evidente en la presente edición con la concesión de premios honoríficos a Oliver Stone o Nicolas Winding Refn.
Pero aceptemos que se trata de un festival en continua transformación –lo cual, planteado desde unos criterios razonables, no debiera suponer un problema− y aceptemos que esa apertura es positiva para su crecimiento frente a otras grandes citas. En esa asunción, el cine seleccionado y, especialmente aquel integrado de lleno en la clasificación genérica que identifica al certamen, tendría que desempeñar un papel protagonista como agitador e inconformista impulsor de pasiones cinéfilas que empujan el debate hacia coordenadas más oscuras. El cine fantástico y de terror, lejos de ser ese género marginal que algunos medios generalistas siguen tratando con condescendencia, empeñándose en entenderlo únicamente como motivo de celebración de un público poco exigente, es precisamente aquel que más debiera sacudir el estado de las cosas. Ningún otro género cinematográfico remueve en aquello que permanece en la oscuridad, allí donde se cifran nuestros miedos como consecuencia de una gran ecuación de la realidad en la que lo que queda a la vista es solo aquello que debemos saber. Lo justo y necesario para no indagar en lo desconocido, derrotar los prejuicios que limitan nuestra visión del mundo. Ningún otro género puede invocar tal revolución de los sentidos y de la consciencia del espectador. Que el certamen que por excelencia se entrega a ese género abandone tan a menudo esa idea a la hora de decidir lo mejor de cada cosecha anual es un alarmante síntoma de claudicación ante una lógica meramente capitalista, de acumulación. Recuerdo que en 2012, mi última asistencia, el debate a la salida de las proyecciones era constante y visceral. Películas como “Cosmopolis” (David Cronenberg, 2012), “The Lords of Salem (Rob Zombie, 2012), “The cabin in the woods” (Drew Goddard, 2012), “Holy motors” (Leos Carax, 2012), “Sightseers” (Ben Wheatley, 2012), “Seven Psychopaths” (Martin McDonagh, 2012) o “El hombre de las sombras” (“The tall man”, Pascal Laugier, 2012) empujaban a acaloradas conversaciones que compartían una reflexión relativa a las posibles direcciones que tomaba el cine fantástico y de terror. En esta edición, por el contrario, la sensación ha sido la opuesta: falta de títulos capaces de suscitar esas pasiones, abundancia de otros que no promulgaban sino el inmovilismo del género o que no provocaban sino la –siempre lamentable− indiferencia.
En este punto, por supuesto, tampoco habría que dejar de señalar la falta de un compromiso de la esfera crítica con la revisión del estado de las cosas. Una vez más, lo que prevalece es la falta de diálogo y el afianzamiento de trincheras que imposibilitan una apertura hacia el otro. La competencia depredadora y construida desde el recelo sustituye a la consolidación de puntos de encuentro, perpetuando así una crítica compartimentada y estéril más allá de los dominios de cada uno. Esto, unido al cada vez más extendido cáncer del postureo festivalero hace que la idea del intercambio y el enriquecimiento mutuo queda cada vez más emplazada a una utopía más y más lejana. Tampoco parece que ese diálogo pueda suceder, al menos de manera productiva, entre el propio festival y las instancias críticas, más allá de las rutinas habilitadas solo para la inmediatez a la caza del titular. Más esperanzadores resultan los lazos que el festival ha establecido con la industria del cine −reforzados con el encuentro de los diferentes agentes a través del Sitges Pitchbox o el Industry Meeting Point− o las instituciones educativas –el Sitges Campus 2015, en torno al thriller y con la colaboración de las universidades y escuelas de cine catalanas–, propuestas plausibles que, aquí sí, pueden estimular la idea de un festival dialogante y futura pieza fundamental para el crecimiento industrial y el apoyo a los nuevos talentos.
Pero vayamos a las películas, a la esencia que define, en primera instancia, el éxito de una edición –aunque los elementos citados sean tanto o más importantes en el rumbo futuro−. A continuación, un repaso no cronológico que cataloga las sensaciones más o menos reposadas que configuran este breve periplo por el certamen.
Vida entre la inercia: lo memorable
Empecemos por el final, por una eyaculación en la cara de los espectadores del Auditori. El gesto en 3D de Gaspar Noé en “Love” (2015) despertó la carcajada generalizada, pero no deja de ser una más en una galería de agresiones de un cineasta comprometido con esa violencia contra la mirada conformada, adocenada. Hay, sin embargo, mucho más detrás de esa viscosa salpicadura: la película de Noé es un viaje hacia las profundidades desesperadas, irremediablemente agitadas y violentas del enamoramiento y también a la desnudez emocional del sexo. Un viaje no exento de las malicia del cineasta, pero que sobre todo sucede a través de sombras densísimas que bañan la relación entre Electra (Aomi Muyock) y Murphy (Karl Glusman), las cuales determinan una visión tan sórdida como romántica del amor. “Love” es, a su manera, hermosa, y su belleza no se entiende sin el frenesí de la carne y los contrapuntos entre las luces de neón y la claustrofobia de un diminuto apartamento de París.
“SPL 2: A time for consequences” (“Saat po long 2”, Pou-Soi Cheang, 2015). Thriller de acción en la mejor tradición Hong-Kong se reveló como una de las experiencias más disfrutables del festival. Diez años después de su precedente y con el único nexo de Wu Jing, la segunda entrega de la franquicia se consume como brutal inyección de adrenalina y monumento a las artes marciales que con el propio Jing y Tony Jaa nunca parece tocar techo. El frenesí de la puesta en escena va íntimamente ligado a la exhibición de la pareja, con la presencia de planos secuencia imposibles y temerarios movimientos de cámara, que quedan rubricados con explosiones operísticas de la banda sonora –en la línea del mejor John Woo−. Sorprendentemente enrevesada y compleja en su narrativa policiaca, comprometida en lo emocional, “SPL 2” ofrece placeres a muchos niveles.
“Anomalisa” (Charlie Kaufman y Duke Johnson, 2015). La ambición creativa de Charlie Kaufman como guionista de títulos como “Cómo ser John Malkovich” (“Being John Malkovich”, Spike Jonze, 1999) y “¡Olvídate de mí!” (“Eternal sunshine of the spotless mind”, Michel Gondry, 2004) descarriló con toda dignidad en su debut como director, “Synecdoche, New York” (2008), una ópera prima extraña, gigante e irregular que contemplaba la vida como la mayor de las obras, siempre incompleta y llamada a tender al infinito. Cinco años después y en colaboración con Duke Johnson, Kaufman parece establecer el contrapunto de aquella en “Anomalisa”, fábula de animación en stop-motion que expresa con una historia mínima y un recurso de lo más simple –la voz de Tom Noonan repetida en casi todos los personajes− para concretar la trampa del deseo eternamente insatisfecho, la búsqueda de esa excepcionalidad que rompa con la monotonía existencial. Hermosa y triste a partes iguales, se trata de una de las gemas escondidas entre el maremágnum de las secciones paralelas.
“Near death experience” (Benoît Delepine y Gustave Kervern, 2015) es un viraje radical y al mismo tiempo coherente dentro de la trayectoria del tándem Delepine-Kervern. De la comedia anti-capitalista, transgenérica y negra que era “Louise-Michel” (2008) a la fuga existencialista de Michel Houllebecq en “Near death experience” hay un salto al vacío en el que la comedia ha sido reducida a gestos tan mínimos como desconcertantes, aquí los repetidos intentos de suicidio de un hombre que desea deshacerse de todo vínculo social. Misteriosa e incómoda, en ella puede leerse una nada complaciente oda a la vida por la vía de la desesperación y la muerte.
El cine sin consecuencias: lo pasajero
De huella mucho más endeble pero también interesante es “Maggie” (Henry Hobson, 2015), drama familiar dentro del subgénero zombi en el que el tema central es la lenta pérdida de lo humano y el sacrificio incondicional de un padre inmerso en la desesperación frente a lo inevitable. Rol, por cierto, que ocupa un estupendo Arnold Schwarzenegger, que imprime dolor y afecto con veterana serenidad.
En la misma línea poco espectacular, “The gift” (2015) marca un debut tras la cámara de Joel Edgerton sin el carisma que desprende como actor. Ofrece lugares comunes propios de producciones carne de sobremesa, pero se eleva un tanto gracias a una puesta en escena más que digna y a unos actores que hacen creíbles los inestables perfiles de los personajes, modelados por el pasado y el trauma. Particularmente, un Jason Bateman que carga de matices su interpretación para transitar frente a los ojos del espectador por la vía de la degeneración moral. Lástima que Edgerton se obligue a proponer un vuelco final en lugar de afianzar la conflictiva inversión de papeles que parecía proponer: o sea, que nada era lo que parecía, pero en realidad al final sí lo era un poco.
En este apartado de lo pasajero, pero tampoco olvidable, cabría por supuesto “The treacherous” (Gansin, Kyu-dong Min, 2015), salvaje producción surcoreana de época que recrea los tiempos del tirano Yeonsan (Kim Kwang-woo). Lo hace, lejos del academicismo y parsimonia, con un carácter absolutamente histérico y en la línea del de su personaje principal, un monarca incorporado por un Kwang-woo enloquecido que con su interpretación persigue el fantasma de Toshiro Mifune. “The treacherous” es cruel y lasciva hasta la médula, y nunca pierde la ocasión de recrearse en una escena de sexo o violencia extremos. Lejos del estatismo del género histórico, está dominada por el dinamismo constante de la cámara y una puesta en escena tocada por cierto amor hacia el wuxia. No obstante, más allá de su carcasa paroxística se ve incapaz de articular cualquier reflexión política de peso sobre el poder y su corrupción.
Indiferencia y olvido
Mucha expectación se había creado en torno a “El Nuevo Nuevo Testamento” (“Le Tout Nouveau testament”, Jaco van Dormael, 2015) tras el sonoro debut del director, “Las vidas posibles de Mr. Nobody” (“Mr. Nobody”, 2009) y la ignota “Kiss & cry” (2011). La idea es el periplo de una niña (Pili Groyne), hija de Dios (Benoît Poelvoorde) –que habita en Bruselas–, que cansada de su insoportable padre toma las riendas del mundo y sale a las calles de la ciudad belga en busca de apóstoles para un nuevo testamento. El resultado es un bonito libro de ilustraciones ensimismado en el que el la creatividad visual y la imaginación del autor están al servicio siempre del concepto. Una fantasía ensimismada en su imaginería pero insuficiente a la hora de convertirla en discurso propio, más allá de vagos apuntes en torno al destino.
En el año en el que se reactivará de nuevo la saga “Star Wars” de la mano de J.J. Abrams, no podría ser más oportuna la presencia en Sitges de “I am your father” (Toni Bestard y Marcos Cabotá, 2015), cariñoso documental en torno a la figura olvidada de David Prowse (Darth Vader) que tenía asegurado el recibimiento cálido del fandom en el festival. Pero filiaciones y sentimientos aparte, “I am your father” pierde gran parte de su fuerza al ser una película huérfana de su propio clímax –la recreación del momento estelar de la saga que Prowse no pudo protagonizar− y al desaprovechar la ocasión para vindicar con mayor ahínco a los actores enterrados bajo los iconos del cine –algo que prácticamente no se plantea hasta los mismos créditos finales−. Lejos de eso, prefiere reincidir una y otra vez en las mismas defensas de Prowse y limitarse a la condición –perfectamente legítima− de película-homenaje.
“Vulcania” (José Skaf, 2015) era una de las dos representantes españolas –la otra era “El cadáver de Anna Fritz” (Hèctor Hernández Vicens, 2015)− en la sección oficial, y una oportunidad para indagar en las direcciones que toma el fantástico español. La distopía de José Skaf, empero, solo resulta atractivo en su solvente planteamiento visual, a partir del cual no consigue desviarse del arquetipo ni proponer variantes que marquen la diferencia.
Por su parte, “We are still here” (2015), debut como realizador del guionista y productor Ted Geoghegan, tampoco consigue ser un golpe en la mesa capaz de aportar grandes novedades al fantaterror. Reedición de la clásica historia de casa encantada y presencias espectrales, durante la mayor parte de su metraje-relámpago –poco más de hora y cuarto de duración− se caracteriza por una inanidad que solo queda alterada en su llamativa propuesta de criaturas –a caballo entre el fantasma y el zombi− y por una explosión gore final que llega tarde para revitalizar el conjunto.
El páramo: cine sin rumbo
“Knock knock” (Eli Roth, 2015) pertenece a esa parte del cine de terror que se basta con celebrarse en comunión, en guiñar el ojo al fan y saber que no importa lo que hagas: él estará de tu lado. La misma que no se planteará abrir nuevos caminos más allá de la jarana, aquella a la que el filme de Eli Roth –con la complicidad en el guion de Nicolás López− se adhiere con toda la desvergüenza. “Knock knock” se lo pasa en grande jugando a ser absurdamente moralista y explotando el morbo de Ana de Armas y Lorenza Izzo. Pero toda la malicia que pueda desprender sus imágenes queda, en última instancia, supeditada al estatus de fugaz chiste que ostenta la cinta.
En los dominios de la comedia negra y cool, “Mr. Right” (Paco Cabezas, 2015) es tan conformista como reiterativa, el tipo de película que se empeña en caer simpática y en justificarse en sus bajas pretensiones, pero que muere inmediatamente en el olvido. Hace tres años, Sam Rockwell estrenaba en Sitges “Seven”, una película tan hermosa como oscura sin dejar de lado la carcajada a costa de Hollywood. “Mr. Right” está en el polo opuesto, en el de aquellos títulos que te hacen sentir bien contigo mismo y con el mundo al salir del cine, y que por tanto no contienen ni una pizca de ánimo subversivo, ni una sola ruptura más allá de su buenrollismo y de la química entre Rockwell y Anna Kendrick.
“Absolutely anything” (Terry Jones, 2015) no era, sobre el papel, una mala idea: Simon Pegg adaptando su vis cómica a las chifladas coordenadas del universo Monty Python. El problema es que en el momento actual el rastro de los Python puede hallarse antes en otras derivas de la comedia que en la propia película de Terry Jones, en la que ni siquiera queda una triste sombra del humor anárquico que postulara el grupo británico. Muy lejos de aquella locura indómita, “Absolutely anything” es una variante poco imaginativa de “Como Dios” (Bruce Almighty, Tom Shadyac, 2003) que se limita a reproducir estándares harto comerciales del género, justo lo contrario que cabría esperar de quien se encuentra detrás del proyecto.
“The Shelter” (John Fallon, 2015) es la enésima cita en el cine Retiro con el público deseoso de verbena de serie B y mitos rescatados. Como punto de partida, The Shelter ofrece la presencia nostálgica de Michael Paré y cine amateur en su peor versión: aquel que ni siquiera es consciente de ello ni tiene intención de reírse de sí mismo. Antes al contrario, la nefasta puesta en escena y las incoherencias múltiples que aparecen a lo largo de la cinta no están ahí sino para apuntalar un mensaje conservador y moralista hasta la náusea, biblia en mano y actitud badass inclusive.
Encuentros paralelos
Por último, y al margen de las películas, dos eventos paralelos redimensionaron la experiencia de esos primeros días en Sitges. El primero de ellos fue la presentación del libro de Óscar Brox, “Nicolas Winding Refn: Luces y sombras del thriller contemporáneo” –publicado en la colección Hamsterdam de Macnulti Editores−, en la librería Malvasía de Llibres. La presencia de Winding Refn en el certamen no fue, al parecer, motivo suficiente para tender una mano al primer libro en español dedicado a su figura. El acto, sin embargo, atesoraba suficientes razones para convertirse en imprescindible de cualquier amante del thriller. Por supuesto, el discurso del propio autor, siempre hilvanado entre el análisis lúcido y la propia experiencia emocional como espectador. Y a partir de ahí, el examen liberado de férreas estructuras de un cine visceralmente personal que marca una renovada vertiente del género que establece lazos directos con los personajes acorralados de Jacques Audiard y las fugas sensoriales, la poesía vaporosa de un Michael Mann. Un encuentro breve y altamente disfrutable, como la misma lectura del libro.
El segundo evento fue la master class de un Oliver Stone que una vez más llegaba envuelto por la polémica. Lo cierto es que asistir a una charla del controvertido realizador equivale a despojarse de titulares espectaculares y ganar perspectiva frente a una figura mucho más serena y razonable de lo que determinados medios se han preocupado por transmitir. Stone defendió la necesidad de una historia liberal que reaccione ante la oficial –razón de ser del libro que ha co-escrito junto al historiador Peter Kuznick, “La historia no contada de los Estados Unidos”, y que ya propiciara su serie documental−, confirmó su cine como una constante reacción al contexto norteamericano y se permitió poco modestas opiniones sobre el modo en que una película como “JFK (Caso abierto)” (“JFK”, 1991) había cambiado el modo de ver cine. En suma, Stone de cerca resulta más atractivo que el personaje que trasciende a la esfera pública, alguien dotado de una complejidad que tanto puede fascinar como agredir al que se detiene a escucharlo.
Fin: colisión
Así se resumen cuatro días en el Festival de Sitges, como una colisión frontal con la realidad menos prometedora de la cinefilia y la crítica. Como decepción intensificada por el escaso interés de las partes por reactivar la posibilidad de un futuro más crítico. Lejos de ser ese lugar de refugio, el festival fue, al menos en sus primeros días, la reafirmación de que tanto la identidad como el debate son hoy cuestiones secundarias que no pueden eclipsar otros intereses. Gris panorama que no debiera empañar ocasiones tan grandes como esta, pero que en ningún caso puede ser tomado como menos que un motivo para reaccionar, trabajar y escuchar más que nunca.