“A ver si el problema de la industria musical fue que en su afán por aligerar costes y formatos alcanzó un punto de no retorno en el que también la música comenzó a ser prescindible. Una mera acumulación de datos en una llave USB”
Una crítica al “Sgt. Pepper’s” escrita en 1967 hace recapacitar a Julio Valdeón Blanco sobre lo que debe aportar una buena reflexión sobre un disco. En la misma onda «vintage», medita sobre el verdadero papel de la música dentro de la guerra de los formatos.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
–31 de mayo
Recibo de un amigo la reseña del “Sgt. Pepper’s” de los Beatles que Richard Goldstein publicó en el “New York Times” el 18 de junio de 1967. «Parece que lo clavó», añade. El artículo se titula «Necesitamos a los Beatles, pero…». Para Goldstein «el sonido es un pastiche de disonancia y exuberancia. El estado de ánimo es suave, incluso nostálgico. Pero, al igual que la portada, el efecto es cubrirlo todo (…) e igual que un niño hipercuidado, está demasiado consentido». Con independencia de que el disco haya figurado durante décadas en lo alto de las listas de lo mejor de la historia, y de que su influencia resulte innegable, me descubro ante la escritura de un tipo que con sus mejores armas trata de diseccionar la obra, de explicársela al lector, separar piezas y razonar conclusiones. Y lo hace sin ocultar sus juicios, su opinión, sus intuiciones. Un ejemplo de cómo tendríamos que escribir todos cuando abandonada la fase lactante de la crítica musical pasamos a la edad adulta con dientes y argumentos, lejos de ciertas reseñas autocomplacientes, líricas, atmosféricas, sentimentales, fofas e inconsecuentes, que cacarean prejuicios y estados de ánimo sin aportar ideas. Por lo demás, mi amigo apunta que Goldstein no compartió el entusiasmo universal porque, tal vez, fue el único que escuchó el disco sin estar colocado.
–2 de junio
Otro artículo importante, este contemporáneo: Jeremy Eichler escribe en el “Boston Globe” sobre el regreso inexorable del vinilo. La planta de Universal en Alemania dobló su producción entre 2011 y 2014. En 2015 producirá 18 millones de elepés. Eichler, que ha vuelto a comprarse un tocadiscos después de veinte años, relata la experiencia de ponerlo en funcionamiento por vez primera. Comenta que si bien las convenciones que hundieron el formato son obvias, entre ellas la incomodidad, existen otros componentes, digamos intangibles, que sitúan al elepé kilómetros por encima de sus competidores, en especial de los archivos digitales. Hay algo ritual, de ceremonia o fiesta privada, en el hecho de suspender todas las actividades para consagrar la próxima hora a escuchar un disco. Algo imperativo, enemistado con la comodidad o la portabilidad. A cambio de las inevitables objeciones proporciona una experiencia física, visual y auditiva, que casi invalida cualquier otra actividad.
Mientras todos creíamos que el colmo de la modernidad consistía en atiborrar el iPod con cien millones de discos y luego sacarlo a correr por el parque, nada puede sustituir la intensidad de una escucha paciente, demorada, casi perezosa, de la obra elegida; el vértigo de perderte en los detalles de la fotografía de portada; la lectura de los créditos. Esa casi dolorosa sensación de clausurar el tiempo, silenciar el teléfono y prescindir del correo electrónico mientras el disco avanza y no te queda otra que paladearlo corte a corte. Golpe a golpe. Así hasta perderte en sus aguas y renacer al otro lado, al final de la otra cara, como quien cruza una piscina olímpica y al terminar se tumba desnudo en la orilla, los ojos entrecerrados y un sol de mandarina lamiendo sus poros. A ver si el problema de la industria musical fue que en su afán por aligerar costes y formatos alcanzó un punto de no retorno en el que también la música comenzó a ser prescindible. Una mera acumulación de datos en una llave USB. Impenetrable a la contemplación y el disfrute. Tan fácil como banal. Tan cómoda como vocacionalmente reciclable y por lo tanto gratuita. O sea, prescindible.
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Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Ramoncín y la caza de brujas.