“Los Bee Gees entendieron perfectamente la dinámica emocional de la música disco combinando magistralmente la euforia de la pista de baile con la melancolía de la resaca del día siguiente”
En sus confesiones musicales, Óscar García Blesa declara su admiración por la música disco incluida en la banda sonora de la película “Fiebre del sábado noche”, en gran parte obra de los Bee Gees, aunque no toda.
Una sección de ÓSCAR GARCÍA BLESA.
“Saturday night fever”
VV.AA.
RSO, 1977
“Yo no odio la música disco, para nada. Cumple muy bien el propósito para la que fue creada: acompañar rítmicamente las actividades de la gente que desea tener acceso a otras personas para su potencial reproducción en el futuro”. Frank Zappa.
No cabe duda que “Saturday night fever” convirtió a John Travolta en una estrella del cine y huelga decir que sus pintas de chulo de discoteca (nunca una definición encajó mejor con el título), con su dedo apuntando al cielo, forman parte de la iconografía popular de la década de los 70. Pero, por encima de personajes y disfraces, la fiebre del sábado noche será recordada por una tremebunda (en el mejor sentido de la palabra) selección de canciones, un álbum que definió una era, que obtuvo un éxito insospechado y dio vida a un género masivo. Sus canciones son intachables, bien construidas y melódicamente muy ricas, una colección de éxitos disco que apartó la música del género lejos de los guetos travestidos para convertirla en una oferta abiertamente mainstream.
Gracias a la película “Fiebre del sábado noche”, la música disco pasó de la noche a la mañana de una Sodoma y Gomorra cultural al Edén comercial, abriendo un abanico de posibilidades para decenas de grupos en el futuro, desde Eurythmics (‘Love is a stranger’) a Franz Ferdinand (‘Come on home’); de Duran Duran (‘Hungry like the wolf’) a Scissors Sisters (‘I don’t feel like dancin’); Kool & The Gang (‘Let’s go dancing’) o The Killers (‘Human’), David Bowie (‘Let’s dance’) y por supuesto Michael Jackson (‘Don’t stop till you get enough’), sencillos que en mayor o menor medida bebieron de la fuente del sonido disco. “Saturday night fever” es la respuesta definitiva al género, con aportaciones extraordinarias de música funk, soul, latino o incluso momentos para la vanguardia como el ‘Fifth of Beethoven’ de Walter Murphy. Casi sin quererlo, el álbum funcionaba como un “Grandes Éxitos” de la música disco, y a día de hoy sigue siendo el referente para todos los amantes del género.
A pesar de su apariencia festiva, se trata de un trabajo serio, no se toma a broma los orígenes underground del movimiento, simplemente trasciende del submundo del club cutre y lo eleva a la categoría de obra grande. Robert Stigwood llevó a la pantalla la historia pueril de un joven bailarín italo-americano (el papel de Travolta como Tony Manero) en las pistas de baile de las discotecas de Brooklyn, un guión –es verdad– muy poco elaborado, pero el papel estelar se lo reservó a las canciones y a unos tipos que no aparecían en la película, unos hermanos Australianos que se hacían llamar The Bee Gees.
La presencia de los Bee Gees en seis cortes del disco es abrumadora, aunque erróneamente se asocia este trabajo a un álbum de su catálogo, cuando en realidad aportan poco más del 30% de su contenido. Eso sí, vaya contenido. Las primeras cuatro canciones, así de corrido, quitan el hipo. ‘Stayin’ alive’, ‘Night fever’ (los dos himnos del disco) y ‘How deep is your love’ y ‘More than a woman’ que ofrecen las dosis de azúcar suficientes para convertirse en dos baladas inmortales. Si le sumamos ‘Jive talkin’ y ‘You should be dancing’, no queda duda alguna de cuáles son las verdaderas estrellas del invento.
A pesar de relacionar Bee Gees con música disco, muchos olvidan que ya tenían una carrera solidísima en el mercado pop desde mediados de la década de los 60. Estos australianos habían grabado canciones geniales, desde el pop influenciado por The Beatles en ‘Massachusetts’ o ‘I started a joke’, discos conceptuales como “Odessa” a gemas con olor a sicodelia en “Trafalgar”. Su primera incursión real en el mundo disco no sería hasta el sencillo ‘Jive talkin’ de su álbum “Main course” en 1975, que posteriormente incluirían en “Saturday night fever”. El disco Children Of The World en 1976 incluiría otro trallazo, ‘You should be dancing’ también rescatado para el disco que nos ocupa. Los Bee Gees entendieron perfectamente la dinámica emocional de la música disco combinando magistralmente la euforia de la pista de baile con la melancolía de la resaca del día siguiente.
El primer sencillo del álbum fue ‘How deep is your love’, número 1 en 1977, seguido de ‘Stayin alive’, ‘Night fever’ y ‘If I can’t have you’, todos ellos número 1. El álbum ocupó el primer puesto de las listas durante más de treinta semanas y fue la primera banda sonora en alcanzar el Grammy como mejor disco del año (luego le llegaría el turno a “El Guardaespaldas” de Whitney Houston y “O brother where are you?”, de los hermanos Coen. Hasta la fecha, se estiman ventas superiores a los cuarenta y cinco millones, y forman parte de la exclusiva lista de los diez discos más vendedores de todos los tiempos. Poca broma.
Es verdad que se incluyen algunas piezas instrumentales menores y ‘Calypso breakdown’ se hace quizás algo larga (ocho minutos son muchos minutos incluso para una noche de baile), pero aparte de los trallazos de los Bee Gees el disco se completa con la lectura disco de la 5ª sinfonía de Beethoven, ‘Boogie shoes’ de KC & The Sunshine con una increíble línea de guitarra, unos inolvidables arreglos de metal en ‘Open sesame’ de Kool And The Gang o la infecciosa ‘Disco inferno’ de The Tramps.
Lo cierto es que “SNF” reflejaba un análisis social profundo. El contenido superficial de la película en su contexto nihilista mostraba la vida de unos jóvenes insatisfechos con la cultura materialista de la época, donde los bailes de fin de semana servían como única válvula de escape, una especie de spin off con pantalones de campana del movimiento mod en la Inglaterra de finales de los 60. Es un álbum increíblemente bien construido, combinando éxitos ya grabados con el material original de los Bee Gees. No fue la primera banda sonora en convertirse en un éxito de ventas pero sí una de las primeras en hacerlo con material no necesariamente orquestal. Stigwood repetiría la jugada un año más tarde con “Grease”, abriendo una nueva vía comercial que dura hasta nuestros días (“Forrest gump”, “Dirty dancing”…).
Triunfar en el honorable oficio de amenizar un banquete de bodas está sujeto al cumplimiento de dos sencillas reglas, dos normas fundamentales e inquebrantables: responder afirmativamente cuando te pregunten por una canción diciendo que en un rato la pondrás (aunque sea mentira) y nunca beber más alcohol que los invitados (padrinos de los novios incluidos).
Trabajar mano a mano con algunos de los artistas más importantes de los últimos veinte años o recorrer los estudios de grabación más prestigiosos del planeta rodeado de malabaristas del protools es una ocupación mucho menos sofisticada y peligrosa que poner discos hasta el amanecer rodeado de tipos con las corbatas cortadas fumando puros manoseados mientras berrean en corrillos etílicos el “lololo” del ‘I will survive’ de Gloria Gaynor. Eso es verdadero espíritu punk. En comparación, el trabajo junto al artista global pertenece al mundo de los paseos en carrito de golf, palmeras tropicales, burbujas de champán y mujeres de soponcio a medio camino entre un spa de lujo y la hacienda en una isla paradisiaca del villano de una peli de James Bond.
Durante un tiempo, difícil precisar cuánto, ser DJ en una boda tuvo un aura de prestigio e importancia, un cargo relevante en el organigrama de la celebración. Justo por detrás del cura y delante del cocinero, fotógrafo, padrinos y resto de figurantes, la silueta del DJ emergía como la verdadera estrella del evento, solo eclipsada (y no siempre) por los novios. El DJ sujetaba sobre sus hombros el éxito o fracaso en el día más importante en la vida de la pareja, donde la felicidad y que la fiesta fuera recordada como algo memorable estaba en manos de sus ágiles reflejos y decisiones musicales acertadas. Claro, eso era antes, en los tiempos del vinilo o el CD. Ahora todo se reduce a una maldita playlist o una conexión wifi. Ya resulta imposible decirle a la novia que no trajiste el tema central de “Titanic” con la insoportable interpretación de Celine Dion, una verdadera lástima.
Con dieciocho años ya ponía discos en bares y en cualquier fiesta que se prestara, aunque no empecé a pinchar en bodas hasta mediados de los noventa, primero como asistente logístico (una labor que básicamente consistía en acompañar a un amigo para que éste no bebiera solo), y más adelante en solitario o en compañía de cualquiera que quisiera privar gratis (algo a lo que ninguno de mis colegas renunciaba fácilmente, enfermizamente adictos a las barras libres).
Llevarte a un amigo de acompañante tenía varias ventajas. Además de poder estar de cháchara como en cualquier bar de Malasaña, podías ir al baño o a la barra del bar completamente despreocupado las veces que quisieras sabiendo que tu asistente logístico estaba al mando de los platos durante tu ausencia, y mucho más importante, el amigo te ayudaba en la parte física a la hora de descargar y montar el equipo y luego desmontarlo y volver a cargarlo, algo poco glamuroso pero parte fundamental en el proceso. Con el tiempo los salones de boda empezaron a tener equipos propios fijos, facilitando bastante la labor de carga y descarga, eliminando a los asistentes logísticos de la ecuación y por supuesto, pagando menos, momento en el que decidí alejarme de los banquetes de boda para siempre.
Un pinchadiscos de bodas podía ganar mucho dinero. Escúchenme un momento, les estoy hablando de mucho dinero para un muchacho sin oficio conocido claro. Desde el vals, momento en el que el contador del DJ se ponía a cero, hasta la hora del cierre, algo que variaba entre las tres y las seis de la madrugada en función del recinto, el sueldo mínimo era de 25.000 pesetas, generalmente 35.000 y extraordinariamente 50.000 o más. Al cambio, entre 150 y 300 euros, una o dos veces al mes, veinte veces al año. Bien, de acuerdo, están pensando en David Guetta o Eric Morillo y en una sesión de 100.000 euros haciendo el mamón con un USB durante noventa minutos y esto les parece poco. Si lo piensan bien coincidirán conmigo que tener veintidós años y recibir una media de 200 euros veinte veces cada año a cambio de beber copas mientras pones discos con un amigo no era un mal plan. Teniendo en cuenta que los días en los que no pinchaba en bodas hacía exactamente lo mismo en cualquier casa anónima sin recibir ninguna recompensa económica, el empleo de DJ de bodas era un verdadero regalo.
Resulta entrañable el mimo con el que los novios preparan cada detalle de su enlace. Generalmente, los novios (en realidad era una labor que realizaba exclusivamente ella, aunque en nombre de los dos, claro) te proporcionaban un listado con las-canciones-que-no-pueden-faltar, entre las que por supuesto se incluía la favorita de él, la favorita de ella, la favorita de la pandilla para que llegado el momento pudieran rodearlos y cantarla a voz en grito y por supuesto, la canción favorita de los dos, o también conocida como nuestra canción, momento (obviando el vals) en el que la joven pareja iluminaba con sus felices sonrisas y relucientes trajes toda la fiesta ante el emocionado llanto de familiares y amigos coreando ensordecedores “vivan los novios” por toda la sala.
Gracias a las bodas he descubierto verdaderas joyas populares que me han proporcionado momentos inverosímiles de profundo placer musical. ¿Quién puede resistirse al ‘Sweet Caroline’ de Neil Diamond? ¿Y a horteradas como ‘Escape’ (The Pina Colada Song)’ de Rupert Holmes, ‘I’m your man’ de Wham!, ‘9 to 5’ de Dolly Parton, ‘Nothing’s gonna stop us now’ de Starship, ‘Footloose’ de Kenny Loggins, ‘Making love out of nohing at all’ de Air Supply, ‘Hot stuff’ de Donna Summer o ‘Living in America’ de James Brown? Si, canciones todas ellas prescindibles, pero ideales con tres gin-tonics en el cuerpo. He disfrutado pinchando ‘Abrázame’ de Julio Iglesias, ‘Gloria’ de Umberto Tozzi, ‘Mi gran noche’ de Raphael y ‘Borracho’ de Los Brincos, y puedo defender de manera entusiasta el ‘Azul’ del oxigenado Christian, el ‘Pavo real’ de José Luis Rodríguez “El Puma”, la enorme ‘Te estoy amando locamente’ de Las Grecas o la exuberante ‘La vida es un carnaval’ de Celia Cruz. Ya sé que solo de pensarlo se les están disparando las ganas de bailar y están recordando la última vez que hicieron el baile del ‘Tiburón’ con la mano haciendo de aleta sobre la espalda. No pasa nada, todos hemos pasado por eso, disfruten con sus recuerdos.
A pesar de la imbatible lista que acabo de enumerar, de todos los discos que he pinchado “Saturday night fever” es sin duda la joya de la corona, el que nunca falla, el que siempre funciona. Si por accidente solo pudiera llevarme un disco y tuviera que hacer la sesión con una sola copia, estos setenta y cinco minutos garantizarían bastante fiesta, incluso si lo pusieras dos veces seguidas, una maravilla musical etílico festiva sin rival que le tosa. Todo el mundo sabe que la boda no arranca si no hay baile de vals igual que no hay cachondeo sin ‘Paquito El Chocolatero’ ni momento “me-he-tomado-tres-copas-y-con-esta-ya-me-suelto” al escuchar
‘Stayin’ alive’. Esto es así, sencillo como las matemáticas elementales y una prueba definitiva del magnético poder de unas canciones concebidas para mover el esqueleto (si, ya sé que es una frase algo anticuada pero uno ya tiene una edad, detalles así me delatan). Si no sonríes y te balanceas aunque solo sea ligeramente al escuchar la voz en falsete de los Bee Gees en la intro de la canción seguramente estés muerto. Y si has llegado hasta aquí, por suerte para ti ese evidentemente no es el caso.
Esta banda sonora es un maravilloso artefacto que documenta una época y funciona increíblemente bien con el paso del tiempo. La música disco vivió apretujada entre el sándwich del movimiento punk y la nueva ola, haciendo que su supervivencia hasta nuestros días sea poco menos que un milagro. Y este álbum es una potentísima colección de canciones, por encima de cualquier otra lectura sesuda, una exhibición de glamur bailongo imbatible, un trabajo fabuloso se mire por donde se mire.
La música disco se convirtió en un fenómeno de masas gracias a esta película y a su música. Este disco no es solo la banda sonora de una película taquillera, a pesar de vivir obligatoriamente asociadas. “Saturday night fever” es la banda sonora de muchas vidas, la música que ejemplificó de una manera muy concreta un movimiento cultural irrepetible, unas canciones que hoy mantienen el pulso con cualquier hit contemporáneo sin despeinarse, un álbum en definitiva demasiado bueno como para dejarlo pasar por el hecho de tener al bueno de John Travolta apuntando al cielo con su dedo en la portada. Estamos ante un disco que provoca el ejercicio de nuestra memoria y hace florecer nuestros recuerdos. No es necesario haber vivido el momento, yo era un niño de apenas seis años cuando la estrenaron (igual de niño que cuando estrenaron Star Wars, película que por supuesto no vi en el cine y que me pertenece legítimamente), pero el poder de sus canciones trasciende generaciones mágicamente y las haces tuyas sea el año que sea. He visto la película muchas veces y todas muy lejos del momento temporal que representaba, y siempre con la sensación de formar parte del movimiento, un “yo estuve allí”, la maravillosa energía de esas pocas canciones que de vez en cuando trascienden para quedarse para siempre.
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