“El cineasta propone un Olimpo de almas defenestradas, una historia de muertos y muertos que vagabundean en las cenizas de la fama”
“Maps to the Stars”
David Cronenberg (2014)
Texto: JORDI REVERT
Entre “Vinieron de dentro de…” (Shivers, 1975) y “Cosmopolis” (2012) puede parecer que hay un mundo de distancia. La dicotomía entre el David Cronenberg afín al “fantaterror” venéreo y el perverso metafísico de la contemporaneidad es un lugar común prolongado en el tiempo que a buen seguro ha servido para alinear en bandos distintos a seguidores de la vieja y la nueva escuela del realizador canadiense. Si observamos la densidad gélida que todo invade en una y en otra, sin embargo, esa dualidad ya no se hace sostenible. Lo cierto es que a lo largo de su filmografía, Cronenberg se ha ido decantando por relatos que ofrecían una lectura desasosegante de la realidad, empeñados en abrir jirones desde el sexo y los accidentes de “Crash” (1996) hasta el asiento trasero de la limusina de Eric Packer en “Cosmopolis”. No es extraño, pues, que el director se haya apoyado en escritores que comparten esa visión como J.G. Ballard o Don DeLillo –con el que de hecho comparte una escritura fría, personajes vaciados de emociones−, ni tampoco que se haya fijado en los textos de Bruce Wagner como siguiente paso en su carrera: una cruel y a la vez distante sátira sobre el mapa de las estrellas de Hollywood.
En “Maps to the Stars” el cineasta propone un Olimpo de almas defenestradas, una historia de muertos y muertos que vagabundean en las cenizas de la fama. Una que, de hecho, bien podría leerse como la versión espectral de “El juego de Hollywood” (The Player, Robert Altman, 1992) con la inclemencia aldrichiana de “La podadora” (The Big Knife, Robert Aldrich, 1955) en estado de disecación. A priori, el paseo por las ruinas morales de ese grupo de celebridades flirteando con la esquizofrenia, el incesto o el infanticidio debiera ser tan estimulante como esas propuestas. Sin embargo, no por cruel y precisa en su golpe –que lo es– la película está a la altura de los mejores trabajos de Cronenberg. Pese a que se consume con la incomodidad y desasosiego de siempre, estamos lejos de los abismos de “Crash” y aún más lejos de la descomposición psicológica de “Inseparables” (Dead Ringers, 1988). En su particular crepúsculo de los dioses, el director se acomoda en una frialdad narrativa que ya no invita a explorar a la deriva, sino que parece ofrecer toda posible lectura en una sola panorámica de juguetes rotos ahogándose en su sordidez. Una constelación en la que, por cierto, Julianne Moore brilla con luz propia como una Norman Desmond actualizada que ha devorado la esencia del conjunto
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