“La mirada ácida y mordaz del narrador va directa a la yugular de una generación para la cual el librarse de normas significó continuar en la infancia”
Juan Marsé
“Noticias felices en aviones de papel”
LUMEN
Texto: CÉSAR PRIETO.
En la nueva historia que Juan Marsé ha lanzado a la imprenta hay un episodio estremecedor, de tal simpleza, tal precisión al abordarlo y tal justeza en las palabras que se cierran aliento y garganta, se diluye el sentido de la realidad y se levanta una húmeda y celestial ternura. Es apenas un párrafo que resuelve los nudos anteriores de la trama. Llueve en las calles de Barcelona y un chico de apenas catorce años va a cubrir con un paraguas y un chal a una mujer que se refugia en el quicio de una puerta con un bebé en el regazo. Es consciente de que son sólo sombras, pero durante un momento ahueca el chal para que tape bien y coloca el paraguas con precisión milimétrica. Sí señor, Marsé, tras “Caligrafía de los sueños” sigue en estado de gloria.
El caso es que la ‘nouvelle’ –apenas cien páginas, centrada en un único episodio– engaña de primeras. En principio, esquiva el tiempo común a su narrativa y sitúa la trama bien entrados los años ochenta; además Amador, el padre del protagonista, parece potenciar el aire burlesco que Marsé aplica a sus obras más breves. Incapaz de asumir ninguna responsabilidad tras el paso por una comuna hippy en Ibiza, deja a Ruth, su mujer, y a su hijo Bruno en Barcelona para dedicarse a explorar brumosas historias contraculturales. La mirada ácida y mordaz del narrador va directa a la yugular de una generación para la cual el librarse de normas significó continuar en la infancia. Así transcurren las primeras páginas, con un estilo sobradamente divertido que apunta a que la novela va a ser una fiesta ácida, pero de golpe Amador sube con un avión de papel que ha encontrado en la calle. Y a partir de ahí todo va a cambiar.
Entra en escena la figura de la propietaria del piso de arriba, Hanna Pauwlikowska, una anciana polaca que perdió a su familia en campos de exterminio y que escapó de Varsovia por los canales de alcantarillado hasta llegar a ser parte del cuerpo de baile del teatro Victoria. Era una época –esos ochenta– en la que los vecinos aún tenían cuidado unos de los otros, y por ello Bruno acude frecuentemente al piso de la señora Pauli para hacerle favores, y allí ve que es ella la que tira los aviones de papel, amén de alimentos o flores de tela. Es más, incita a Bruno para le traiga periódicos y le recupere los aviones que en su vuelo no hayan quedado demasiado estropeados, ofreciéndole un sueldo bastante frugal.
Para ello, Bruno cuenta con la ayuda de dos hermanos medio tiñosos, espabilados con cautela, viva picaresca barojiana, que aparecen en su calle con una manta en el suelo, intentando vender cachivaches deshilvanados. Mientras, en una Barcelona a la vez perfilada y fantasmagórica, Bruno busca a su padre a quien dicen haber visto tocando en el metro. La señora Pauli, a todo eso, va perdiendo las ataduras que la unen al mundo y una vivaracha sobrina le busca una residencia. Y hasta aquí llega la parte visible de la historia. Todo lo que callo, un final magnífico y lleno de sorpresas, es lo que deberían ustedes leer de un Marsé que se alía con lo fantástico hasta desgarrar al lector.
Y miren que duele el dejar de poner negro sobre blanco a la increíble aventura de Bruno una noche de lluvia, a la perdida de los marcos de la realidad, al brutal zarpazo de unas sombras que existen con más intensidad porque precisamente nadie las ve. Me duele, sí, pero no quiero privarles de la sorpresa. Me agradecerán ver desde los ojos de Bruno el misterio, su aprendizaje de la compasión, sin que les diga yo nada.
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Anterior entrega de libros: “Nick Cave & The Bad Seeds. Compartiendo las semillas”, de Jorge Alonso.