«Jaime es capaz, como siempre, de brillar con su espléndida voz pero parece enjaulado, casi impresionado por sus acompañante»
Jaime Anglada
«Tempo sinfónico»
BLAU
Texto: EDUARDO IZQUIERDO.
Esta es una crítica tan peligrosa como dolorosa para mí. Aunque por otro lado quiero hacerla. Necesito hacerla. Y es que Jaime Anglada es amigo mío, muy buen amigo mío. Así que si les digo que su nuevo disco es bueno, no me creerán. Y si les digo lo contrario pensarán que si un amigo suyo es capaz de opinar algo negativo es que la cosa es muy mala. Así que lo mejor será ir por partes y tratar de salir airoso del entuerto.
No es «Tempo sinfónico» el disco que yo esperaba de Jaime. El que llevo tiempo esperando. Entiendo –sin compartirlas– las motivaciones que pueden llevar a un músico a embarcarse en un proyecto con una orquesta sinfónica pero, sintiéndolo mucho, no puedo con ellas. Me pasó con Calexico, una de mis bandas favoritas, y «Spiritoso», y las sensaciones se repiten con este «Tempo sinfónico». Que sí, que los arreglos están muy bien, que las canciones siguen siendo hermosas, pero algo me chirría. Solo aquellos temas que no conocía previamente en versión rock como ‘Palma’ o ‘Madrid’ me hacen estremecer. Con el resto no puedo evitar la sensación de que en su nueva revisión han perdido la fuerza de antaño, se han dejado domar. Jaime es capaz, como siempre, de brillar con su espléndida voz pero parece enjaulado, casi impresionado por sus acompañantes, algo que también sucede en la intervención del gran Miguel Ríos. Aunque estas probablemente son las sensaciones de alguien que conoce la carrera del mallorquín al dedillo y, con seguridad, quien llegue a esas canciones virgen podrá disfrutarlas enormemente.
Y es que yo prefiero al Jaime que “para vestir suele llevar chaqueta de cuero y unas zapatillas por si hay problemas, salir corriendo”, como reza su clásico ‘Nunca tendremos Graceland’. El que se rasga la voz y por la noche quiere ser Tom Waits después de que Elvis le venga a ver. El que pica a las puertas del cielo para preguntar si allí tienen minibar. El que ve pasar los trenes desde su balcón. O el que se tatúa el nombre de su camarera favorita. Por eso creo que ha llegado el momento. Jaime ya ha disfrutado haciendo este disco. Ya ha cumplido un sueño, según sus propias palabras, y ahora toca decidir, amigo mío. Toca apostar por un disco de verdad. De los que arañan la piel. No un compendio de buenas canciones que suenan bien, sino algo más grande. Un trabajo que sirva como puñetazo encima de la mesa. Como demostración de lo grande que es este músico. De lo mucho que lleva dentro. Y para eso le toca trabajar, y mucho. No conformarse con conseguir canciones resultonas sino encarar ese hipotético nuevo disco como si del último de su carrera se tratara. Apostando con el único horizonte de la victoria pero sin perder de vista el abismo. Jaime debe decidir si quiere dar un paso más y, como diría su admirado Bob Dylan, escribir su obra maestra o si, por el contrario, tiene suficiente con ir haciendo conciertos semanales en su Mallorca natal para desplazarse de vez en cuando a la península. Porque él lo tiene y no todos pueden decir algo así. Solo ha de querer. Y aunque cualquier decisión que tome será respetable, yo esperaré como cualquiera que la respuesta sea la que espero. Y esta, amigos, no estará soplando en el viento, sino en su próximo disco. Allí nos vemos.
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Anterior crítica de discos: “Bailar en la cueva”, de Jorge Drexler.