¿Por qué los seguidores de quien sea tratamos de hacernos en cuanto podemos con algún concierto registrado de manera más o menos ilegal, grabado entre el público o capturado de la radio, aunque el sonido sea malo?
En esta entrega de «El oro y el fango», Juan Puchades reivindica los discos en directo, pero reales, grabados cualquier noche, sin darles mayor importancia, y cree que hay público para ellos.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Hace unos días se filtraba que quizá Bruce Springsteen se anime a ofrecer en descarga el audio de sus conciertos al acabar estos (suponemos que poniéndolos a la venta) y que también es posible que, con el mismo sistema, recupere shows del pasado. Metallica, Pearl Jam o Supertramp, incluso Manolo García, hace tiempo que probaron la fórmula de poner a la venta las grabaciones de todos sus conciertos, y los mismos Rolling Stones llevan un par de años lanzando antiguos directos con una calidad de sonido perfecta. A quienes nos encantan los discos en vivo, estas nos parecen ideas estupendas, pues los directos son una buena manera de tener las canciones que conoces (grabadas originalmente en estudio) pero con la forma que adquieren donde cobran vida cada noche: arriba de los escenarios. Además, por supuesto, para la historia han quedado algunos álbumes en directo míticos.
El problema de los «live» es que siempre se les dio demasiada importancia, eran un recurso: ¿que tu carrera flaqueaba? Pues lanzabas un directo echando mano de tus grandes temas. ¿Que, por el contrario, venías de un pelotazo enorme y querías ganar tiempo hasta el próximo trabajo de estudio pero a la vez que el público se mantuviera caliente? Un directo era la solución. Así que los discos en vivo, como los recopilatorios de grandes éxitos, eran una fórmula establecida a la que recurrir, un modelo más de los tiempos en los que los discos físicos dominaban la Tierra.
En la actualidad, con ventas bajo mínimos, no está muy claro que tengan la misma utilidad de antaño y no parece muy razonable que se les continúe dando tanta importancia. Habría que publicar directos con frecuencia, cada poco, sin alharacas, en tiradas cortas y dirigidos a los fans de base, al público que te sigue de cerca y apreciará la oportunidad de disponer de diferentes grabaciones en vivo que sirvan para comprender cómo ha evolucionado el sonido de gira a gira, de año a año, ya que, a fin de cuentas, donde el músico pasa la mayor parte de su tiempo es tocando en directo. Discos registrados cualquier noche, sin más, que ahora no son nada costosos de grabar; incluso recogiendo sus imperfecciones, pero capturando esos momentos que se pierden para siempre.
Pero no, no hay manera: tanto la industria como los artistas autoeditados siguen creyendo que un directo es algo que hay que reservar para una ocasión especial, un valor que no hay que quemar pues igual hay recurrir a él, como si la situación de las grabaciones no viviera en permanente estado de emergencia y las viejas fórmulas comerciales no se hubieran demostrado caducas.
Lo peor, en todo caso, es ese modelo tan español de los discos en directo preparados al milímetro, filmados también para ser editados en deuvedé (que acaba por tener más importancia que el propio audio) y con la inevitable presencia de invitados de más o menos relumbrón. Algo que, si la memoria no falla, inauguró Luis Eduardo Aute con «Entre amigos» (1983). No es que no sea un modelo disfrutable, pero es algo tan recurrente y previsible, se ha abusado tanto de él que se ha vulgarizado de tal modo que da hasta una cierta grima: ¡lo más «cool» es grabar un directo sin invitados! Aparte de que no responde a la idea de recoger directos «reales», con tu banda habitual una noche cualquiera en cualquier lugar, ganándote el pan y no pensando en que eso va a ser un disco o una película más o menos aseada en directo. Y, en todo caso, una fórmula no debería, como sucede, imposibilitar la otra. Son compatibles: una te ofrece un «espectáculo», la otra la verdad del trabajo en vivo, el de pico y pala.
Entre los pocos que no le tienen miedo a los álbumes en directo está Bunbury, que prácticamente ha documentado todas sus giras con directos reales, no preparados. De hecho, una de las ediciones de «Palosanto», su trabajo más reciente, incluía un segundo disco con registros en directo de su gira anterior. Y en las últimas semanas nos hemos llevado el alegrón de que en la edición especial del «Delantera mítica» de Quique González, el rockero madrileño también ha incluido un cedé con tomas de la primera parte de la gira de presentación del álbum. Materiales inexcusables para sus seguidores. Directos que merece la pena poseer, escuchar y disfrutar.
¿Por qué los seguidores de quien sea tratamos de hacernos en cuanto podemos con algún concierto registrado de manera más o menos ilegal, grabado entre el público o capturado de la radio, aunque el sonido sea malo? ¿Por qué escuchamos (que ver es mucho decir) chuscas grabaciones subidas a Youtube y grabadas con teléfonos móviles? Porque queremos directos, porque las grabaciones de estudio solo reflejan una parte de la realidad de las canciones, porque asistimos a los conciertos pero su recuerdo es una nebulosa que acaba por desvanecerse y esas tomas nos permiten recrear lo vivido, lo escuchado (y si como en el caso de Springsteen y los demás mencionados, lo que puedes llevarte es el audio del concierto al que asististe anoche, el valor en lo personal no tiene precio). ¿Nadie por aquí ve negocio en ello?
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Anterior entrega de El oro y el fango: La movida y el revisionismo histórico.