La mascarada del siglo: Los reflejos distorsionados de Arcade Fire

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«Posiblemente sin pretenderlo, se han convertido desde hace unas temporadas en esa banda que está en boca de todos. Último eslabón de una cadena de proyectos en los que comercialidad y calidad no andan reñidos»

 

La banda canadiense trata de reafirmar su vigencia como «stadium band» del siglo XXI, debatiéndose de forma irregular entre la bendición de David Bowie, el plan renove de James Murphy y la fidelidad a su rock de corte indie.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (cpziriza@twitter.com).

 

 

Hay algo aparentemente milagroso en la irrupción de Arcade Fire como banda emblema del rock de estadios (bien, dejémoslo de momento en pabellones deportivos) de la última década. Como si alguna mente lúcida en un complejo laboratorio hubiera ideado la aleación de componentes perfecta para cuadrar con los tiempos. Su condición de artificieros de la épica es tan sólida y comedida que no resulta refractaria a quienes nunca han comulgado con U2 o Springsteen, pese a los evidentes puntos de fricción con la epopeya sonora de ambos. Su difuminado liderazgo, repartido entre Win Butler y Régine Chassagne, huye también del culto a la personalidad de aquellos, transmitiendo sobre los escenarios la explosividad de un esfuerzo eminentemente colectivo, en el que todas las partes suman sin apenas minutos de lucimiento individual (sin resquicios para solos instrumentales, vaya): es como si dieran con ello la impresión de que, en tiempos de apreturas materiales y liderazgos borrosos como los que vivimos, solo un esfuerzo gremial sin divismos puede generar esperanza en un futuro mejor. Así lo transmiten sus canciones, que tienen las dosis justas de «angst» y necesaria pulsión euforizante como para convertir su propuesta en un reclamo transversal, apto para el consumo de muy diversas capas de público.

Posiblemente sin pretenderlo, se han convertido desde hace unas temporadas en esa banda que está en boca de todos. Último eslabón de una cadena (quién sabe si camino de la extinción, tal y como discurre el pop de consumo hoy por hoy) de proyectos en los que comercialidad y calidad no andan reñidos. La última de esas cualidades prácticamente no se les discutía hasta ahora. Porque si algo puede decirse de su última maniobra es que difícilmente va a contentar a todo el mundo, tal y como la disparidad de opiniones por parte de su legión de seguidores a través de las redes sociales lo viene revelando en las últimas semanas. Hay en los de Montreal hambre, inconformismo y renuencia a permanecer mullidamente acomodados en los contornos de una fórmula tan reconocible que ha comenzado a crear escuela, pero en la que no pretenden anquilosarse. Ese propósito, con todo lo que tiene de loable, no garantiza por sí solo la brillantez del resultado, menos aun cuando se articula al servicio de un ambicioso álbum doble. Una de esas piruetas sin red con las que es inevitable rebuscar paralelismos en el arcón de la historia con casos análogos rodeados de cierta literatura de resonancias míticas, como puedan ser el «Exile on Main Street» (The Rolling Stones), «London calling» (The Clash) o incluso el «Being there» (Wilco). Demasiado, seguramente demasiado peso puesto sobre sus espaldas.

Irremediablemente inmersos ya en una desbordante madeja de expectativas creadas, tampoco el contexto en el que su último álbum ha sido editado puede aligerar ese pesado lastre. Siempre nos quedará la duda acerca de si sus movimientos obedecen simplemente a la búsqueda inocente de nuevos estímulos o hay también detrás un cierto intento de legitimación a ojos de un público intergeneracional: la bendición de un icono universal (aunque su puntual participación aquí remita a sus álbumes de finales de los setenta) como David Bowie y el «lifting» sonoro que en gran parte de «Reflektor» opera James Murphy (quizá el músico que mejor ha sabido definir el insolente retrofuturismo sonoro de la última década) podrían sugerirlo. Sea como fuere, y al margen de que no escaseen argumentos para la decepción, hay una aptitud inherente a todo lo que tocan, que solo puede achacarse a una cuestión de (infrecuente) genio. Y esa es su capacidad para que la impronta de su personalidad salga indemne en cada una de sus reformulaciones. Porque puede que en su flujo sanguíneo circulen también ahora los rastros de la música tradicional haitiana, los punteos de The Edge en discos como «The unforgettable fire», la garra del indie rock yanqui de los noventa, el descaro del glam rock o la alargada sombra de New Order, pero el bombeo sigue siendo inequívocamente Arcade Fire. Y eso ya es de por sí todo un logro.

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