«Acompañados de un solemne Strauss (“Así habló Zaratustra”) remontamos los escalones del purgatorio, hasta llegar al espacio exterior. Dónde si no va a estar el puto rey del rock»
“El último Elvis”
(Armando Bó, 2011)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
Estamos a punto de dejar atrás el inframundo de la escena pop. Arrancamos tan espeluznados como Dante, guiados por la ópera prima de Armando Bó. Con un suave “travelling” navegamos por aguas infestadas de decrépitas estrellas, caídas de esa bóveda celestial a la que todavía se adhiere, como pegatina a medio despegar, nuestro queridísimo astro Axl Rose. Acompañados de un solemne Strauss (“Así habló Zaratustra”) remontamos los escalones del purgatorio, hasta llegar al espacio exterior. Dónde si no va a estar el puto rey del rock.
No seremos los primeros en emparentar “El último Elvis” del director argentino Armando Bó con la inimitable “Tony Manero” de Pablo Larraín; por precipitar al vacío de un mundo devastado un personaje obsesionado con su ídolo. Han cambiado las motivaciones, se ha desplazado la contextualización temporal y espacial (esto no es del todo cierto), pero la desesperanza todavía pone huevos en las carnes de una sociedad enferma y herrumbrosa, paralizada por un tiempo que no corre. Sin embargo, allí donde Larraín extremaba la persistencia en un referente de gomina barata, en “El último Elvis” seguimos la estela de Dios. Sí, esto es del todo cierto, y muy subjetivo, pero solo una Iguana de maceta recién llegada de Detroit hace sombra a Presley en ese teatro de variedades por el que circulan imitadores de poca monta. Y es que John McInerny (Elvis Presley/Carlos Gutiérrez) no solo es un tío que pasa sus días reciclando electrodomésticos en una triste fábrica, tampoco es el protagonista de un estropeado matrimonio con una hija de por medio. Carlos Gutiérrez es Elvis Presley, y cada vez que sube a un escenario de tercera hace mover la pelvis a todas las abuelas.
“El último Elvis” no rebosa originalidad –como apuntamos renglones arriba– pero sí que nos entrega buenas interpretaciones y gran respeto por el lenguaje cinematográfico (esta obediencia suele darse en los primeros filmes y olvidarse en los subsiguientes): en un excepcional sentido del uso de las metáforas visuales que se puede identificar en la melancólica mirada al aeropuerto, haciendo visible la oscuridad en la que habita Elvis, habilitando una probable vía de escape; en la gestión del tiempo fílmico, prolongando las pausas antes de cambiar de plano (sinónimo del tiempo detenido en el film que nos ocupa); o en la composiciones, reflejos del infierno de lo real introduciendo elementos verticales y divergencias para separar personajes.
Buen cine de las américas para las mentes menos suspicaces. De la Pampa a Memphis y de Memphis a la Pampa, con un apoteósico final para bilocarse.
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Anterior entrega de cine: “El hipnotista”, de Lasse Hallströ.