«Superados ciertos prejuicios de juventud, los 2000 han sido la década de la redefinición de la figura del cantautor hispano»
Con la edición del documental «Limbo Starr: Diez, cuenta atrás», Carlos Pérez de Ziriza reflexiona sobre el indie español de los últimos años, de su evolución y del papel jugado por los sellos que lo han sustentado.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Kebrantas fueron una modesta banda indie madrileña. Un grupo sumido (uno de tantos) en el maremágnum en el que, con el viento a favor de unos focos mediáticos por fin atentos al underground norteamericano (Pixies, Sonic Youth, Dinosaur Jr, Buffalo Tom o Lemonheads), estaba inmersa la escena independiente hispana a mediados de los noventa. Desaparecieron sin hacer demasiado ruido tras la edición de un álbum de debut que no tuvo apéndice alguno (sin contabilizar el epé «Calixto’s journey»). Apenas supusieron poco más de una nota al margen en la pequeña historia de nuestra escena alternativa durante aquella década. Ni siquiera han gozado (ni es previsible que gocen) del minoritario culto de algunos proyectos a los que, en términos de popularidad, tampoco situaríamos más allá de la discreta segunda fila a la que quedan confinadas algunas anomalías, caso de, pongamos, unos The Tea Servants (quienes han visto recientemente reeditada parte de su obra). Su disco, por otro lado, no dejaba lugar al equívoco: «Amateur» era su título. Un compendio muy desigual de referencias de la época, lastrado por una propensión a la anarquía que podemos ratificar quienes tuvimos la rara oportunidad de verles sobre un escenario. En nuestro caso, fue en un poco concurrido Moll de la Fusta barcelonés, dentro de la programación del BAM’95, minutos antes de que otra banda por entonces emergente (El Niño Gusano, les deben sonar) presentara su también temprana exposición de motivos en el mismo estrado. Kebrantas, ya lo hemos dicho, no se desmarcaban en exceso de las claves sonoras que manejaban decenas de grupos similares en todo el Estado, pero su música tenía dos particularidades, ahora aparentemente irrelevantes pero en su momento no tan comunes. En primer lugar, cantaban en castellano. En segundo, delataban cierta querencia por la humorada heredera del sector más libertario del pop de los ochenta (lo que representarían las bandas adscritas a Las Hornadas Irritantes dentro de La Movida), algo no tan habitual en unos tiempos en los que la ruptura generacional invitaba a matar al padre sin remilgos. Aquella veta algo más bizarra, en las antípodas de temas como ‘Psicobaby’ (lo más cerca que nunca estuvieron de un hit), quedaba muy bien reflejada en dislates sonoros como ‘Canción para un momento’. Y ambas particularidades, incluso aunque solo estuvieran esbozadas de forma seminal, explican mucho acerca de por dónde irían los derroteros profesionales de David López, integrante de aquella banda y hoy responsable principal del sello Limbo Starr, que ha cumplido recientemente su primera década de edad con la edición (aunque ya se presentase en el festival In-Edit de 2011) del largometraje “Limbo Starr: Diez, cuenta atrás”. Un documental cuyo metraje se abre, precisamente, con ‘Canción para un momento’ interpretada (o perpetrada) en directo en el plató de una televisión local.
Mucho se ha hablado y se ha escrito en las últimas semanas acerca de la película de Diego Olmo. En parte (y sin desmerecer en absoluto el revelador compendio de testimonios que lo integran) por la aún escasa tradición que esta clase de documentos visuales tienen en nuestro país. Pero, más allá del pertinente análisis del material fílmico, lo que realmente nos interesa aquí es la semblanza de David López, su sello, su génesis y su evolución como fiel reflejo de la propia evolución de la escena independiente española. Un reflejo que (y de ahí la referencia a su banda, nada gratuita si nos atenemos a que su inclusión también debe ser significativa para quienes han decidido situarla encabezando su metraje) ciframos retroactivamente más allá de esos diez años que acaban de cumplir como sello. Serían más de quince, no solo diez años. Porque David López, cocinero antes que fraile, ha podido ver los toros desde la barrera y desde el ruedo. Como músico y como editor. Como indie y como integrante de una multinacional (RCA). Como capitán de una aventura incierta y como conductor de una nave, ya años más tarde, con rumbo estable. Su historia es la historia de más de tres lustros de indie patrio. Primero, desde la creencia en una alternativa real al adocenado «establishment» legado por las vacas sagradas de los ochenta con el cambio de década. La tendencia, ya apuntada antes, de negar al padre, cifrada en la copia, muchas veces a carboncillo (pocos, pero sin duda muy buenos, son los que siempre valdrá la pena reivindicar de entre aquel batiburrillo) de aquellas guitarras distorsionadas, aquella bendita conjunción de ruido y melodía, aquellas poses aparentemente desganadas y estética feísta porque lo que en realidad importaba era el tuétano de lo que se ofrecía, y no el envoltorio. Apoyada, además, sin reservas por los medios especializados, tanto por los incipientes como por los de largo recorrido (los editoriales de la época son reveladores).
Algo más tarde, la repetición a escala local de lo que ya había ocurrido lejos de nuestras fronteras: si la todopoderosa Geffen fichaba a Nirvana, Sonic Youth y Beck, pronto también veríamos por aquí a Australian Blonde no solo protagonizando spots televisivos y bandas sonoras, sino pasando a formar parte, junto a Los Planetas, Nosötrash o El Niño Gusano, de la nómina hispana de la multinacional RCA. La ya vieja pugna entre rentabilidad e integridad. Allí estaba David López, ejerciendo de A&R de la compañía, de nexo entre las bandas y los jerifaltes del sello, en un ejercicio de equilibrismo del que cualquiera que haya leído «Una semana en el motor de un autobús. La historia del disco que casi acaba con Los Planetas», de Nando Cruz, puede obtener más de una pista. Y ya por último, tras la constatación de que, tras dos obras cumbre que tocaron techo (la que firmaron Los Planetas con aquel disco y El Niño Gusano con su álbum del mismo año), el grueso de aquella generación no podría dar mucho más de sí sin reformular sus presupuestos (o disolverse). Y con la certificación de que rara vez los matrimonios de conveniencia (como el instituido por aquella pléyade de bandas y las multis) acaban bien, llegaría el momento de encarar el nuevo siglo bajo siglas propias.
Y es ahí de nuevo donde el artífice de la incipiente Limbo Starr, defensor de la fidelidad a una determinada forma de hacer las cosas –un ejemplo más: los característicos «artworks» para las portadas de Carmen S. Ulla, su pareja y corresponsable en la empresa– sin por ello caer en el dogmatismo, tiene el olfato, o la suerte (o ambas cosas) de dar con un personaje clave en su trayecto. Precisamente por encarnar, mejor que nadie, la necesaria reformulación a la que antes nos referíamos: superados ciertos prejuicios de juventud, los 2000 han sido la década de la redefinición de la figura del cantautor hispano. De la vuelta a cierto tono confesional e individualista, que rompe con el gregarismo de la escena precedente. De la utilización, nuevamente, del castellano. De la aceptación, en definitiva, del propio pasado. Sin miedo a bucear en nuestros setenta, ni en ninguna otra década ni legado sonoro que se precie. Aunque ello no siempre garantice, obviamente, la brillantez del resultado. Y nadie mejor que Nacho Vegas (ex Eliminator Jr y Manta Ray) para personificar esa tendencia. Él ha sido el mascarón de proa de Limbo Starr todos estos años, secundado desde presupuestos similares (los del concepto autoral, con toda su gama de matices) por Remate, Abraham Boba o Brian Hunt desde la misma discográfica, o por Refree (ex Corn Flakes), Nacho Umbert (ex Paperhouse) o incluso Josele Santiago (Los Enemigos) desde otros sellos. También la heterogeneidad, dentro de un orden, ha quedado patente a lo largo de estos últimos doce años, con las incorporaciones de Cuchillo, Litoral o Fantasma #3 al catálogo del sello. Aunque al final son siempre las buenas canciones las que deberían imponerse, por encima de coordenadas temporales, y por eso Half Foot Outisde, sobrados de ellas, representaron la anomalía dentro de Limbo Starr, con su musculoso rock tan de corte noventa, tan heredero de Aina y The Unfinished Sympathy.
Su historia, como decíamos, es en cierta manera la historia de estos últimos quince o incluso veinte años de independencia en nuestro país. Pero esa historia, de cualquier modo, no sería del todo completa sin todas las pequeñas historias de aquellos que apostaron su dinero a un caballo con tan pocos visos de resultar ganador. Sin la contribución de todos aquellos que, con tanta pasión como escasas dosis de realismo, optaron por la quimérica aventura de montar una discográfica independiente en un país con tan escaso apego por los bienes culturales en general y los musicales en particular. Por eso David López, en su afirmación más vehemente en la hora y cuarto de metraje de «Limbo Starr: Diez, cuenta atrás», rompe una lanza final en favor de Luis Calvo, Jordi Llansamà, Pedro Vizcaíno, Carlos Galán y todos aquellos benditos chalados que han contribuido, partiendo de la nada, a escribir el pop y el rock de nuestro país tal y como lo hemos conocido en las últimas dos décadas.
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Anterior entrega de La mascarada del siglo: Las canciones chicle y los placeres (no) culpables.