«Con «Infancia clandestina» la militancia se aparta para dar paso a una retórica que huye de lo panfletario, habilitando un marco de reflexión que cuestiona lo quimérico de las cruzadas ideológicas. A años luz de la historia oficial, pero válida y generosa»
«Infancia clandestina»
(Benjamín Ávila, 2011)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
La década de los setenta, presenta en Latinoamérica un asfixiante espacio político colapsado por la lucha fratricida, “una guerra que se encubre bajo la forma de la pseudo-paz, del pseudo-orden, de la pseudo-normalidad. Guerra que se expresa a través de la violencia cotidiana, por la que mueren en América Latina cuatro personas por minuto, dos millones al año” («La hora de los hornos: Notas y testimonios sobre el neocolonialismo, la violencia y la liberación», Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968). Son incontables los pronunciamientos militares y prácticas populistas de individuos que desgarran las venas de la patria albiceleste, abierta en canal por los efectos del colonialismo europeo y el imperialismo estadounidense, sin bases estructurales –sociales, económicas y políticas– que puedan garantizar la paz por poco más de un bienio. En este nido de víboras ovulan de forma furtiva diferentes ideologías, renovadoras y reaccionarias, asociadas legal e ilegalmente para clamar por la custodia de un status quo impuesto desde la fuerza o bien para subvertirlo desde la insurrección revolucionaria.
Meter la nariz en este enjambre obliga a sintetizar peligrosamente. Y con la reducción de la tortilla ocurre que solo se mitiga el hambre de unos pocos comensales. Benjamín Ávila entiende los riesgos que conlleva introducirse en el diario ficcionado de una comunidad de Montoneros, unidad guerrillera properonista entregada a la acción directa. Con «Infancia clandestina» se fabrica una enorme alegoría que medita sobre la lucha armada orillada en la marginalidad, sobre el idealismo utópico de un grupo de revolucionarios en rima directa con la bisoñez de la niñez.
Remontar el río de la memoria al periodo de la infancia da principio a muchas cosas, sin embargo enjuaga tibiamente las manchas que ensucian el recuerdo, más aún cuando este permanece anclado a un periplo amoroso, idílico por consentirse en una edad prepúber, todavía extraño a las tormentosas derivas del mundo de los adultos.
Desde esta noble perspectiva se evoca la historia personal de Juan (Teo Gutiérrez Romero), terriblemente emplazada en el epicentro de uno de los fragmentos más agitados y coléricos de la historia reciente de Argentina.
El gran logro de «Infancia clandestina» se explica por su enfoque tangencial, por poner el acento en un punto de vista externo al conflicto, aunque directamente conectado con él. No hay duda de que esta acometida se busca conscientemente, confrontando en el prólogo animado el amarillo y el rojo de los distintos fluidos corporales derramados por Juan y Horacio (César Troncoso). Bajo una lluvia que no cesa el plano cenital captura el sustancial encuentro generacional.
Hay una constante sensación de ingresar en la intimidad de la familia enmarcada en un clima de guerra. El drama personal se impone al escenario político en el que se inscriben los hechos: la aproximación a los personajes expresada mediante el uso de planos cortos; las trucas (ralentización) al servicio de la subjetivación del personaje principal o las confesiones entre personajes –Juan y Cristina (Natalia Oreiro), Juan y Tío Beto (Ernesto Alterio)…–.
El verde dominante estiliza las agridulces imágenes con las que se materializa la dolorosa retrospectiva. Con «Infancia clandestina» la militancia se aparta para dar paso a una retórica que huye de lo panfletario, habilitando un marco de reflexión que cuestiona lo quimérico de las cruzadas ideológicas. A años luz de la historia oficial, pero válida y generosa.
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Anterior entrega de cine: “El molino y la cruz”, de Lech Majewski.