«Nos da lo mismo (o nos debería) que esta fábula moralizante se desarrolle en la India, en Katmandú o en Albacete. Ya la hemos visto mil veces»
«Sombras del tiempo»
(«Schatten der zeit», Florian Gallenberger)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
En ocasiones ver (o mirar) una película se convierte en un auténtico suplicio; tormento que se experimenta cuando conocemos la historia de antemano con solo recibir unos pocos minutos del metraje, al comprobar que todo nos resulta previsible y acecinado, que no queda lugar para la imaginación; a pesar de adornarse el discurso con buenas intenciones, floripondios varios y niños desamparados.
En «Sombras del tiempo», el muestrario de postales o frescos de exóticos parajes y de bucólicas puestas en escena sobre el «skyline» de Calcuta no transciende el artificio de un mero decorado. Nos da lo mismo (o nos debería) que esta fábula moralizante se desarrolle en la India, en Katmandú o en Albacete. Ya la hemos visto mil veces.
Lo preocupante es el degradante e indecente sentido de la compasión que cultivamos en occidente hacia pueblos que tratamos como inferiores. Esta espuria caridad por supuesto que no abunda entre el glorioso trinomio monoteísta (bastante tienen con darse de hostias). Se trata de una condescendencia que se dirige siempre hacia minorías oprimidas (principalmente por nosotros, directa o indirectamente), culturas lejanas o sociedades pintorescas retratadas a través de relatos que buscan hacerse un hueco en nuestra patatita de forma pueril; observando los toros desde la barrera para que no nos salpique el tomate, claro.
Florian Gallenberger y sus subalternos, responsables de «Sombras del tiempo», deben pensar que somos todos idiotas, que nos van hacer creer que todos los hindúes son crueles, de naturaleza vil y corrupta, pedófilos, explotadores o proxenetas, que tratan a sus vástagos como bestias, criaturas que se mutilan en una representación hiperbólica del infierno en la tierra. Qué cojones, diría Manuel Delgado, apadrinemos (domestiquemos) un niño ya, esa es la solución, cuanto más morenito mejor, exponer nuestro buen corazón a los demás y que se vea bien nuestra humanidad. Pensamos que no cabe otro contexto posible en el que ubicar esta parábola de la vida; éste es bueno y este es malo, no hay medias tintas. Al menos con George Bush Jr. o Leticia Savater gozábamos a lo grande.
El comienzo de «Sombras del tiempo» por sí solo ya es desesperanzador en lo que a hecho fílmico se refiere. Nos ofrece una nostalgia vertebrada desde el recuerdo que tiene en el «flashback» su peor aliado; recurso recurrente con el que se recorre un camino en exceso concurrido en el séptimo arte. Papel de regalo en el que no faltan cápsulas del tiempo que encierran acartonados recuerdos de la infancia, objetos que emplazan a futuros reencuentros, obstinados protagonistas que se rebelan frente al abuso de poder, deprimente banda sonora para reforzar el empalague de la leyenda de pasión, la búsqueda continuada en un periplo sembrado de complicaciones, la figura del magnánimo anciano o la promesa del amor eterno; ingredientes mal cocinados y deslucidos por su tratamiento, combinados siguiendo la receta más globalizadora de la coproducción entre cines periféricos y el mainstream más abotargado.
En términos fílmicos nos da dentera el horrible uso del fundido en negro para dar solución a capítulos sin continuación dramática, serial compuesto por planos que muestran composiciones en exceso explícitas, faltas de originalidad y estereotipadas hasta la extenuación (encuentros bajo la lluvia, lluvia que corre por la ventana a través de la cual vemos el sufrimiento de los personajes, encuentros dominados por horizontes idílicos,…). Por si fuera poco la ambientación de cada secuencia parece salir del manual del director de arte de «Come, reza, ama» («Eat pray love», 2010, Ryan Murphy). La pastelada se completa con un relleno de figurantes que danzan al son de una coreografía de telefilm. Un folletín por el que ni Corín Tellado hubiese apostado en su peor fotonovela.
No vamos a afirmar que «Sombras del tiempo» sea un coñazo porque sería faltar al origen del mundo al que nos debemos, a la procedencia semántica de dicho adjetivo. De lo que sí se trata es de un muermo de película en toda regla, más aproximado al estado en el que nos deja tras la soporífera espera de los créditos finales, siempre y cuando llevemos un subidón anfetamínico que nos permita aguantar sin que nos venza Morfeo.
El problema es que al salir del cine uno queda mal si admite tácitamente que no le gustan este tipo de películas. Tengamos valor, con «Sombras del tiempo» mostrémonos correctamente apolíticos, apátridas del sentimentalismo barato y apologetas del sentido común. Si Satyajit Ray levantara la cabeza…
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Anterior entrega de cine: “The collector”, de Marcus Dunstan.