«Florin Serban propone una historia teñida por las múltiples problemáticas que martirizan a la fragmentada sociedad rumana. Pobreza, Migración, prostitución, desnuclearización familiar, delincuencia, exclusión social, corrupción, extorsión…»
«Si quiero silbar silbo»
(«Eu cand vreau sa fluier», 2010, Florin Serban)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
Avalado por el gran premio del jurado en la edición de la Berlinale del 2010 (certamen venido a menos y extremadamente enviciado en las últimas citas), se estrena en España un nuevo episodio del llamado Nuevo Cine Rumano. A modo de fugaz retrospectiva, tratando de sortear la «certain regard» de Landrú con la que ciertos sectores de la crítica especializada amenazan la unanimidad del etiquetado de esta nueva ola (no citamos, pero sí que los encuadramos dentro de las filas de la edición española de «Cahiers du Cinema»), podríamos subrayar, si bien la producción no ofrece cantidad (argumento que sugieren algunos para dilapidar estas tesis), la calidad del exponente más arquetípico del fenómeno de los nuevos cines periféricos.
Es cierto, no hay una renovación estética remarcable, o una evidente independencia de la industria (hemos pasado al estadio coproducción), pero sí que encontramos constantes. Asumamos de una vez que los principios o criterios que sirvieron otrora para constatar el nacimiento de nuevos cines o nuevas cinematografías no pueden teletransportarse al presente. Quizás debamos conformarnos con menos. Porque similitudes temáticas y estéticas sí que las hay.
«Si quiero silbar silbo» aporta su granito de arena a la gestación de la particular idiosincrasia del cine rumano en una cinematografía que apuesta por fortalecer una identidad, filiación definida por pinceladas realistas en las que percibimos el desencanto y descontento de una sociedad que vive bajo la ominosa sombra de un reciente pasado; pueblo que no ha conseguido desprenderse todavía de la miseria y las cicatrices marcadas por convenciones culturales y políticas herederas de regímenes totalitarios. Esta es la otra Europa, la Europa de dos o tres velocidades que parece que se quiere preservar desde el epicentro instalado en Bruselas bajo las directreces (sí, es una palabra que me acabo de inventar tras adoptar una posición fecal) de la versión 2.0 del eje franco-prusiano.
Florin Serban propone una historia teñida por las múltiples problemáticas que martirizan a la fragmentada sociedad rumana. Pobreza, Migración, prostitución, desnuclearización familiar, delincuencia, exclusión social, corrupción, extorsión… Vamos, que podíamos llenar un folio con las infinitas lecturas contenidas en el fértil sustrato de «Si quiero silbar silbo», película en la que por cierto, se desvanece por completo todo signo o componente asociado al humor negro de las sobresalientes «La muerte del señor Lazarescu» («Moartea domnului Lazarescu», 2005, Cristi Puiu) o «12:08 Al este de Bucarest» («A fost sau n-a fost?», 2006, Corneliu Porumboiu). El discurso aquí nos llega sin subterfugios, sin adornos, ajo en crudo para repeler a los vampiros que acechan con algo más que dos colmillos. La represión se reproduce bajo la cuasi foucaultiana forma de un orfanato, microcosmos que simula al mejor Mauthausen para silenciar los daños colaterales del sistema. Levantar la alfombra para esconder colectivos y comunidades residuales.
Con la excepcional actuación de George Pistereanu (Silviu) ejerciendo de vórtice, Florin Serban nos invita a seguir la evolución de un joven adolescente condenado a volver a vivir la pesadilla, porque no hay futuro en el sueño rumano. Alrededor de este personaje pivota la película. La cámara al hombro que persigue a Silviu se convierte en recurso formal que nos ayuda a compartir la experiencia en primera persona, a identificarnos con el punto de vista del protagonista, a llegar con él al siguiente plano. Así se construye un clima de inestabilidad e inseguridad en progresión aritmética que estallará en los necesarios tiempos muertos (asfixiantes y opresivos) de las secuencias finales; situaciones que acaban por eclipsar toda esperanza cubriendo de un descorazonador nihilismo la suerte de estos personajes. Solo con la horizontalidad del último plano (quietud que nos retrae al desenlace de «Pierrot le fou», 1965, Jean-Luc Goddard) llega la capitulación. En él se adopta la grandilocuencia expresiva del plano general; pertinente resolución para evitar intervenir en esa realidad, a la vez que se consigue potenciar el alcance de la tragedia.
La desnudez del estilo y forma que Florin Serban destila nos conduce sin remedio al mejor Robert Bresson creando el carácter de un film austero dosificando la información. Un cine sin artificios, cercano al tono documental; preciso para describir el instinto de supervivencia de personajes sin niñez, que viven el día a día. Se rehúye del sonido extradiegético; la única banda sonora que acompaña la representación de este inframundo es el sonido de los pájaros en primavera, metáfora percutora de la libertad cuando se carece de ella (recurso para crear un ambiente de contraste), privación solo olvidada por la unidad que prestan las canciones populares que muestran la riqueza de una cultura castigada, constreñida por la persecución étnica.
Un film honesto, que solicita la reflexión del espectador, cerrar el ciclo enunciativo.
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