«Melodrama en el sentido estricto del término, así la entendemos, como resultado que se desprende de una orquestada integración de la música en el drama. Bajo la melancólica batuta de Angelo Baladamenti se dispone la totalidad del hecho fílmico que formaliza Nicolas Winding»
«Drive»
(Nicolas Winding Refn, 2011)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
El duelo bajo el sol de Cannes de 2011 entre directores consagrados como Almodóvar, los hermanos Dardenne, Loach, Malick, Moretti y Trier acabó con un justo e inesperado desenlace, el galardón al convidado de piedra Nicolas Winding. Las deliberaciones de un jurado distan años luz de ser una ciencia exacta, y mucho menos aquellas que concluyen en el circo de un festival cinematográfico. Brindemos en esta ocasión por el éxtasis de hallar la razón kantiana en el reconocimiento de un trabajo de dirección sin ostentaciones.
Seguramente Douglas Sirk se acordaba de Sísifo cuando trataba de romper el pétreo cercado al que se sometió su cine, y pensaba en la acepción primitiva –predilecta a su criterio– con la que los griegos bautizaron el término «melodrama». Se lamentaba de cómo hemos encogido la complejidad polisémica de un concepto que sin duda hoy empequeñece la riqueza de los films que viste. Estos estigmas perduran en el presente con otras nociones en desuso, y que solo los chicos de «La hora chanante» han sabido recuperar (poniéndole música al texto) con otro vocablo que sufre marginación en sus significantes (sí, hay que decirlo más).
«Drive» es un melodrama en el sentido estricto del término, así la entendemos, como resultado que se desprende de una orquestada integración de la música en el drama. Bajo la melancólica batuta de Angelo Baladamenti se dispone la totalidad del hecho fílmico que formaliza Nicolas Winding confiriéndose así una importancia nodal a la banda sonora, atributo que acciona el drama, pinta los espacios y suministra la fuerza cinética que bosqueja al personaje central. Hablamos del concepto de música interior en el cine, música que replica los estados mentales del protagonista en un homenaje al cine negro que pernocta en el melodrama realista; música que tiene la capacidad de penetrar en la imagen para transformarla. El cine negro en «Drive» se convierte en un estado de ánimo.
Pero la querencia por el compositor neoyorquino contesta a una serie de claves referenciales que apuntan a otro grande del cine; la omnipresencia de David Lynch en un escenario mediatizado por lo que supone la ciudad de Los Ángeles y su vínculo con la industria del cine. Winding evoca a Lynch en cada uno de los planos de la película; rescata la enigmática oscuridad del corrupto universo que se refleja en «Terciopelo azul» («Blue velvet», 1986), «Carretera perdida» («Lost highway», 1997) y «Mulholland drive» (2001) en la creación de una atmósfera que envuelve la ciudad en un terciopelo de subjetividad, realidad paralela que nos llega a través del punto de vista del anónimo driver (Ryan Gosling), «misfit» urbano heredero del cowboy fronterizo que monta sin rumbo los 300 caballos de su Impala por el doble sentido de la perdición y la redención. La ascética conducta del personaje interpretado por Gosling difama nuestra percepción de la realidad angelina enturbiando sus aguas, mostrándonos la soledad de un corredor de fondo que acepta su destino sin perder el sentido de la estética en cada uno de sus gestos, acciones y ajuares que se irán tiñendo con la sangre de sus enemigos.
En la ejemplar historia del cine según Scorsese («A personal journey with Martin Scorsese through american movies», 1995,) el genial director norteamericano atisbaba en la época dorada de Hollywood el reverso de un mundo en el que convivían ficción y realidad; crimen, glamour e impostura tallaban el perfil de individuos que saltaban de la pluma de Chandler a las pantallas pasando por las calles de los grandes estudios, un escenario en el que si mostrabas algún tipo de ambición podías llegar a ser un gánster o bien te podías dedicar al espectáculo. Cada uno de los personajes que cruzan sus vidas en «Drive» rezuman estas cualidades, golpeados por su pasado comparten itinerarios precipitándose a lo Kitano de «zamburguesa» en «zamburguesa», a punto de darse la próxima hostia.
El orgasmo para el amante del buen cine no para aquí. A la excelencia interpretativa se suma una gramática cinematográfica que culmina en Winding con una caligrafía para enmarcar. Los movimientos de cámara (una vez más, mentando a Lynch) conectan y asocian ideas de forma armoniosa fusionándose con el tono del resto del film (el primer plano de la película ya sienta las bases de esta idea); estos principios estéticos prosiguen al servicio de la historia captando la nocturnidad y el destello de la polis en los recorridos cenitales de Los Ángeles (Michael Mann). Para describir el trabajo de iluminación se nos acaban los adjetivos; a modo de ejemplo mencionamos el uso de la luz dramática en los ojos del coche que embiste a Ron Perlman («In cold blood», Richard Brooks, 1967) así como la recuperación de la luz narrativa para la dicha del cine contemporáneo (memorable lucha del protagonista con el productor, encarnado por Albert Brooks, que nos trae al mejor Samuel Fuller de «Underworld U.S.A.», 1961). Las trucas, siempre aplicadas con sentido táctico, al servicio del desarrollo argumental (subjetivización de la secuencia del ascensor con la ralentización y la iluminación). Las composiciones, magistrales; nos retornan al pasado más clásico de Hollywood (último encuentro entre Gosling aka driver y Brian Cranston aka Shannon); institucional), horizonte que recobra vida en postales que pronuncian la nostalgia (los canales de Los Ángeles o las sinuosas carreteras de los acantilados).
Para quien suscribe estas líneas la mejor película del año. Mientras David Lynch juega con la Roland, Nicolas Winding toma el testigo con la cámara.
–