El oro y el fango: La gran mentira

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«Un joven músico al que admiro profundamente, con tres discos en la calle y a quien considero el más talentoso y conmovedor intérprete y compositor surgido en el último lustro, en su más reciente concierto valenciano convocó a dieciocho personas»

Para abrir «El oro y el fango», Juan Puchades se detiene en el más reciente mal que aqueja a la música popular: los pinchazos de los directos.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

Es tema recurrente al conversar con músicos, mánagers, organizadores o programadores de conciertos: el directo se cae a pedazos. Una vez el dinero público de los ayuntamientos se ha retirado de la mesa y con la crisis económica haciendo estragos, lograr que el público asista a las salas y pase por taquilla es casi misión imposible. Los pinchazos son constantes. Pero si lo son para gente con trayectoria, con el camino hecho, con un nombre rodado durante años, con hits adheridos a la memoria colectiva y que se ven en la necesidad de echar mano del recurrente acústico, imaginemos las dificultades para el que trata de levantar cabeza, prácticamente desde cero, en estos días aciagos.

Unas noches atrás se me cayeron los resortes al suelo: un joven músico al que admiro profundamente, con tres discos en la calle (editados con enormes dificultades) y a quien considero el más talentoso y conmovedor intérprete y compositor surgido en el último lustro, en su más reciente concierto valenciano convocó a dieciocho personas. Dieciocho. Para echarse a llorar. Como para irte con la música a otra parte, regresar a la casa familiar y darte una vuelta por la oficina del paro para que se vayan quedando con tu cara. Espero que no lo haga, y que no se deje engullir por las tétricas redes de la depresión, que siga adelante con su arte, para el que parece haber nacido superdotado. Pero tiene que ser durísimo meterte setecientos kilómetros entre cervicales e iliones y que pasen por taquilla dieciocho personas. Dieciocho, que no alcanza ni dos socorridas docenas. En una ciudad que, no se pierdan el dato, con la suma de su área metropolitana está próxima a los dos millones de habitantes.

Lo cual conduce inexorablemente a la Gran Mentira modelada en los últimos años, esa que muchos veíamos venir pero que no logró movilizar al colectivo musiquero –individualista, (públicamente) apolítico, miedoso, descerebrado, celoso, egoísta, desconfiado e insolidario como pocos– a su debido tiempo. Aquella que aseguraba que internet daría la libertad, resultaría la tierra de promisión donde todos seríamos iguales y tendríamos las mismas oportunidades, donde el yugo opresor de las discográficas no atenazaría a los músicos, donde finalizaría la dictadura de la radio y donde, a cambio de descargarse discos gratis, los conciertos se llenarían de un público ávido por dejarse los euros allí donde la música brota viva, sobre un escenario… una cosa por la otra.

Y una mierda, con perdón. Pero una mierda, tal cual. Coartadas asquerosamente impregnadas de la peor moralina con la que enjuagar la conciencia mientras se observa en el escritorio del ordenador la evolución de nuevas descargas.

El tiempo ha demostrado que las discográficas, grandes y pequeñas, cumplen con sus necesarias funciones organizativo/administrativas, trabajándose (entre infinidad de aspectos largos de exponer aquí) la imprescindible promoción, que el yo-me-lo-hago, no suele resultar muy venturoso; y que, hoy por hoy, la radio sigue siendo el altavoz esencial con el que darse a conocer, aunque sea levemente; que los músicos (todos, no solo el que da la cara desde la cubierta de un CD, también los instrumentistas o los compositores; y los arreglistas, los productores, también los fotógrafos y los diseñadores) tienen derecho a vivir de lo suyo y a comerciar con sus obras como crean oportuno, sin que se las roben (ya sé, ya sé, la ley permite la copia privada y demás bla bla bla que tanto gusta a los trols de las operadoras de telefonía); que un creador lanzado a internet en soledad, excepto rarísimas excepciones, no deja de ser una minúscula patera perdida en el océano, sin la menor oportunidad de sobrevivir ante la inmensidad del agua; y que el público, descargador compulsivo (así, a bulto y generalizando sin la menor consideración), al contrario de lo que él mismo nos viene haciendo creer cuando opina desde foros o medios, no se rasca el bolsillo para acudir a los directos (si fueran gratis, estaríamos ante otro panorama bien distinto, me temo). El público se ha acostumbrado a que por la música no se paga. La música ya no vale nada.

Se dirá, con absoluta razón, que la crisis económica es terrible y el éxodo de los directos parte de sus consecuencias. Pero terrible es también esa desafección hacia la cultura (sí, cultura) musical que ha ido calando cual enojosa lluvia fina y persistente. Al fin, con tanta descarga y tanto derecho prolibertario (sonroja ver algunas reivindicaciones más propias de niños malcriados y onanistas que de adultos con sentido común), se ha llegado a devaluar no solo el disco (la obra musical), sino la música toda. Hoy la música popular ha dejado de tener la menor relevancia, no es más que un entretenimiento gratuito (ruido de fondo en la mayoría de ocasiones) ideado por unos señores que, en el colmo de lo inexplicable, ¡quieren que paguemos por lo que hacen! ¡Pero qué se han creído estos músicos, si viven como reyes!

Los músicos ya no son héroes a los que admirar excepto para algunas adolescentes que los adoran por razones extramusicales (las hormonas y su revolución en ese periodo) y los inevitables (y habitualmente patéticos) fundamentalistas de tal o cual artista o grupo. La música ya no tiene importancia social y su influencia cultural es nula. Lo que debería de conducir a una seria reflexión de todos los actores implicados. Porque pese a que el mal resulte irreparable, bien está conocer qué lo provocó. Aunque solo sea por aquello de no repetir los errores del pasado y que con los cascotes del derribo, convenientemente reciclados, se pueda construir algo sólido.

 

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Presentación de El oro y el fango: Mañana inauguramos una nueva sección, “El oro y el fango”.

 

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