Cine: «Melancholia»

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«Aquí se encuentran interesantes reclamos para quienes deseen acudir al cine sin sentirse estafados. Sin embargo no esperen ver al mejor Lars Von Trier»

«Melancholia»
(2011, Lars Von Trier)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.

 

 

Bien, parece que ya tenemos respuesta a las sombras imposibles proyectadas en el jardín de «Marienbad».

En «Melancholia», Mr. Trier (seguramente se me censure este tratamiento por episodios que el mismísimo Pyros gustaría representar en sus comparecencias ante los X-Men) prolonga su filmográfica visión de un mundo en decadencia en el que nadan personajes sumidos en un profundo agotamiento existencial. El sufrimiento, o mejor dicho, el tormento, en esta ocasión, parece provenir de un agente externo mucho más identificable y corpóreo pero menos místico que en «Antichrist»: la ascendencia de infaustos personajes al planeta Melancholia, cuya intermitente y amenazante aproximación a la Tierra los sitúa al borde de la extinción.

Con este planteamiento, nada original por cierto, y con el que todavía permanecen abiertas las bocas del jurado de Cannes, quizá guiñe un ojo a un público más amplio (queremos creer que no es así), pero lo que es seguro es que ha conseguido –gracias también a una reducción del exceso en todas sus manifestaciones– aterrizar en los brazos de una crítica mucho más benévola.

Trier peca sin embargo de recurrir a ciertos tópicos que ni con la naftalina se logran disolver. La opulencia de la mansión en la que se contextualiza la trama, en la que sólo Luis XIV y Paul McCartney se sienten como en casa, no tiene nombre. Allí se da cita una privilegiada porción de la sociedad para celebrar el enlace de la no tan magnífica (al menos no para recibir semejantes retribuciones) Kirsten Dunst aka Justine, casamiento abocado al fracaso por la inestable naturaleza de la propia Justine que torna en fatal atracción astral, a pesar de los esfuerzos de su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg) por evitar la previsible desgracia.

Sin embargo reconocemos en el director danés una genial puesta en escena y magnífico dominio del lenguaje cinematográfico (por ejemplo, el magistral uso del atrezzo como elemento dramático en el desarrollo de la acción), ya sea para pasárselo por el arco del triunfo (Dogma) o para dar con sutiles metáforas (en ocasiones demasiado recurrentes, como el intento de cruzar el puente) y alegorías visuales. Parece que en la Fórmula 1 del cine se le ha cogido el gusto a la cámara de alta velocidad (ese prólogo tan vitoreado) dirigida a sondear pictórica y poéticamente las emociones humanas. Trier sin embargo la invoca en lo que consideramos un acertado recurso en perfecta armonía con el tema expuesto, lo que viene a ser una respetuosa incorporación a la gran pantalla de los caminos expresivos explorados por Bill Viola en el videoarte. El alocado estilo Dogma (justificado por otro lado en el desarrollo argumental del primer acto) dará paso a una contención visual que es de agradecer para aquellos que sufrimos de epilepsia audiovisual. Los oprimentes encuadres y composiciones, los planos cortos y saltos de racord, las fugaces panorámicas y reencuadres, desenfoques y zúms acaban por dejar medio sonada a la novia para desembocar finalmente en un contenido estilo con el que se asume la llegada del cataclismo final. ¿Nueva capitulación del movimiento Dogma?

En el guión, que el propio Trier firma –como ya es habitual en su filmografía–, destaca la brillante dialéctica que se establece entre el encuentro de cuerpos celestes y los conflictos entre personajes; este tempo dramático se administra y dosifica muy notablemente, marcado no tanto por la en demasía reveladora evolución (demasiado etérea) de la protagonista, sino por el progreso de los personajes interpretados por el recuperado Kiefer Sutherland, aka John, junto a la Gainsbourg, que danzan junto a Melancholia en la divisoria línea que separa el engaño de la realidad que habitan, convirtiéndose así en víctimas del selecto microcosmos al que pertenecen y al que previamente ha sucumbido Justine.

«Melancholia» es un filme bien ordenado y ejecutado que evitará seguramente el ostracismo más absoluto por el excelente reparto (con secundarios de lujo que dan profundidad al banquillo) que se comporta de manera sublime bajo la oficiosa batuta de Trier (y en esto es todo un maestro). También encontramos una redentora vuelta a los orígenes («Medea», 1988) en los bellísimos planos generales con las que el controvertido director pinta los espacios naturales (un sentido paisajista que él mismo se encarga de recordarnos con la mención a Brueguel). Bravo también por el «Tristán e Isolda» de Wagner con el que se colorean a la perfección las últimas jornadas de unos individuos que contemplan la Venecia de Mahler en sus afligidas observaciones a Melancholia. Reseñable se nos hace también el inspirado uso del color y de la luz, el azul abisal con el que todo se pigmenta tragándose así un mundo en declive.

Aquí se encuentran interesantes reclamos para quienes deseen acudir al cine sin sentirse estafados –recomendable si me apuran, viendo el panorama que acompaña la cartelera–. Sin embargo no esperen ver al mejor Lars Von Trier en una cinta que infelizmente termine por recordarse por la mejoría en los desnudos femeninos respecto a su anterior película (sí, al final no he podido resistir mencionarlo), en lo que ya se convierte en facilona estrategia de cara a la galería muy del gusto de otros decadentes autores como Woody Allen.

Anterior entrega de Cine: «El niño de la bicicleta».

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