«Los ‘bootlegs’, que es como llamaban los verdaderamente entendidos a los discos piratas, llegaban con cuentagotas. Muchas veces se quedaban en las tiendas años, pero jamás iban a las cubetas de saldos porque eran un signo de distinción rockera»
Esta semana, Darío Vico traza un recorrido que le lleva desde las primeras ediciones llamadas piratas (los bootlegs), hasta el actual estado de cosas, cuando la piratería es otra cosa.
Una sección de DARÍO VICO.
Al principio era divertido. Y emocionante; no en todas las tiendas vendían aquellos discos blancos, con una fotocopia pegada que apenas esbozaba lo que había dentro. A veces, un concierto mítico, otras, una actuación cualquiera, pero que con ese envoltorio, parecía prometer una cita única y fascinante. Costaban el doble de un disco normal –por encima de los dos talegos– y a menudo no valían ni de lejos su precio, pero no importaba, tener un pirata era un sello de «autenticidad» para un buen aficionado.
Los «bootlegs», que es como llamaban los verdaderamente entendidos a los discos piratas, llegaban con cuentagotas. Muchas veces se quedaban en las tiendas años, pero jamás iban a las cubetas de saldos porque eran un signo de distinción rockera. A veces estaban en la pared, protegidos por una de esas fundas transparentes rígidas para vinilos y clavadas con chinchetas, como los incunables que eran. Podías pasarte años yendo a una tienda y allí seguían, y la razón no es que fueran malos, sino que no había entrado nadie en la tienda digno de ellos. En algún momento, y para ilustrar una exposición o argumento, el dueño de la tienda, por iniciativa propia o de un cofrade ilustre, podía descolgar uno y pincharlo. Aunque sonara a mierda pura, todo el mundo se callaba, quizás emitiendo un «uhm» que no era ni aprobatorio, ni lo contrario. Solo era eso, un «uhm», que dejaba la discusión en suspenso y al disco de nuevo en la pared.
Algo más tarde llegaron los piratas «de lujo», como los de Swingin’ Pig. Portadas en color y a veces más chulas que las de las ediciones oficiales, buenas grabaciones, por lo general, e información. Costaban un pastizal y a estas alturas, molaban, pero más que de «enrrrollamiento» eran un símbolo de manejar pasta. Llegaron a venderlos en El Corte Inglés; supongo que alguna distribuidora los importaría y a los grandes almacenes, entonces, no les chistaban las discográficas. Pero en aquellos años, ya en los 80, reinaba la piratería en casete, mucho más rápida y popular.
Aparte de las regrabaciones caseras, que generaban ya campañas como “Home taping is killing music” (por cierto, el logo era guay, la K7 con las tibias) la proliferación del walkman con función grabadora (la primera gran revolución industrial aplicada al rock) hizo que editar tu propio bootleeg fuera una tarea asequible, aunque requería cierta pericia –como te vieran los seguratas, te trinchaban– y cualidades artesanales; casi tanto como el contenido, importaba la presentación, y había verdaderas obras de arte. En el Rastro madrileño había un par de puestos en los que a la semana siguiente de un concierto en Rock-Ola –es curioso pero los jevis eran menos dados, quizás porque en aquella época el género era más de polideportivo y más difícil de grabar en condiciones, y también porque los melenudos siempre han sido muy respetuosos con la propiedad privada– o cualquier otro templo de la modernidad, los despachaban por precios bastante asequibles en la Ribera de Curtidores.
De hecho, grupos como The Sound fueron muy escuchados en casete tras su recordado concierto de presentación en Madrid. Sus discos no se editaban, o se hacía de importación, con lo cual eran más caros que la hostia, y por 300 pesetas se vendieron un buen número de copias de su concierto en Rock-Ola, que sonaban como un tiro. Paralelamente, casi todos nos intercambiábamos discos en casete, con portadillas hechas con más o menos arte: el recurso más simple era recortar la caratulita del catálogo de Discoplay y maquetarte algo en plan «serie barata», que para salir del paso bastaba… Otros se curraban unas portadas de la de dios es cristo.
Era otra cosa. Para empezar, había una especie de pacto entre caballeros; los caballeros éramos nosotros, no la industria, porque hay que reconocer que los discos se nos hacían caros (no era raro pagar a principios de los ochenta el equivalente a cinco euros por una novedad; hoy hay novedades que en dos meses cuestan ese precio). Uno no podía vivir mamoneando y repicando los discos de los demás. Tenía que aportar, en la medida que pudiera, sus propios discos. No era raro que entre una panda de colegas se repartiera la discografía (larga) de un grupo clásico o los «must» de un género; tú Bauhaus, yo The Cure. Más o menos el modelo funcionaba. La verdad es que la industria se quejaba por quejarse, y la campaña en la que metían pasta no era el “Home taping is killing music” sino el “Anunciado en televisión”.
La piratería era nutritiva. Recuerdo un fanzine valenciano que lanzó su propio «sello» de casetes, editando a grupos locales y molones, como TodoTodo, e «importando» cosas que aquí no llegaban, como las grabaciones del mítico sello K7ero ROIR, formato cinta grabable y fotocopia, claro. La Norma, otro sello valenciano, también editaba en cinta rarezas de gente como Última Emoción o Esgrima, que se habían quedado sin discográfica, fuera incluso del circuito indie. En vinilo nadie editaba piratas, porque estaba controladísimo; antes de pasar por fábrica tenías que pagar autores de la tirada entera y llevar el papelito. Iberofón y similares no se casaban con nadie. Hoy mandas un CD con un courier a Chequia, y a tirar millas…
Los únicos que pirateaban en vinilo eran, claro, los botleggers, y… las discográficas. En Italia, México, y otras latitudes con algún que otro vacío legal se (re)editaban descatalogados y directos de origen legal pero ya «abandonados» por sus progenitores discográficos que se importaban con descaro, aunque caros. Recuerdo que muchos discos de la movida, cuando ya eran piezas de coleccionista, acabaron por ser más sencillos de localizar y baratos gracias a las labores de un simpático coleccionista mexicano que se los traía en la maleta a las ferias. Luego fue él quién facilitó mucho material «mexica» a sellos españoles especializados en lo «vintage», aunque esa es otra historia (y me temo que fui yo quien les puso en contacto de casualidad).
La picaresca llegó hasta tal punto que hubo ediciones «promocionales» con portada inédita solicitadas en exclusiva por una tienda a una discográfica, que se vendían fuera como churros. No era lícito, solo un poco irregular, porque no se pedía consentimiento al grupo para cambiar la portada y el contenido era legal. También se convirtieron en pseudo-piratas las ediciones para colecciones de quiosco que a veces contenían material de lo más peregrino, y unas portadas (aquellas azules de Orbis) inigualables, que llegaron a ser homenajeadas por algún grupo foráneo. La trampa más simpática es la de un disquero que se encontró en la basura los ferros para imprenta de la portada una edición limitada a 100 copias para un concurso (y que ya se cotizaba a millón entre los coleccionistas del grupo de las tres siglas) y la llevó a una imprenta para hacerse una tirada propia; cada vez que veía el disco normal de segunda mano, lo compraba y pegaba el cambiazo. Un disco de 250 pelas pasaba a valer 25.000.
Algunos músicos miraban con simpatía el pirataje; Zappa llegó a editar una caja llamada “Bootleggin’ the bootlegers” en la que recogía los mejores y regalaba una boina con un pin. Chulísima; yo me compré una… en la liquidación del Discoplay de Plaza de España (el primer símbolo, por otra parte, del cambio de régimen discográfico, el derrumbe de la mayor macrotienda jamás abierta en Madrid). Bunbury llegó un poco tarde, pero llegó a ver bastantes piratas de Héroes en CD y aquello le hacía una ilusión tremenda.
Hasta que empezaron a llegar los CDs grabadores. Primero para el hi-fi, luego para el ordenador. Parecía algo para sibaritas con pasta, aquello de la «copia privada» sí que tenía sentido entonces, porque copiarse un CD o pasarse un vinilo a digital costaba un ojo de la cara. En algún momento se empezaron a vender CDs en la calle. Al principio, recuerdo que costaban ¡talego y medio! En la calle. Eso sí, una novedad costaba tres mil y pico en las tiendas, veinte euros de hace casi quince años, que tiene cojones. Dos quinientas las series medias.
No voy a relatar la parte de la historia más conocida. Solo recordar como poco a poco se fue haciendo más sencillo conseguir música por la cara. Dan ganas de sonreír cuando te acuerdas de La Unión regalando una copia extra “para el coche” con su nuevo disco, recuerdo que hasta otro lanzamiento incluía ¡un CD virgen para que te grabaras tu copia! con el original.
Hoy ya no queda mucho de romántico en conseguir las 287 canciones que Bob Dylan grabó en el cuarto de baño del Vaticano aprovechando que el Papa se había mareado. Hoy no se copia, se acopia. No voy a venir con discursos, aunque me parece que ya se ha llegado a un punto de sociopatía con el tema que es un poco raro.
Pero, en el fondo, no me gusta que la gente que se baja música a saco, como si no hubiera un mañana, se denomine «pirata». Los piratas de verdad habrían preferido hundirse con su nave y su Revox que hundir la música que más les gustaba. Pero esto es solo una opinión.
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