«Ojalá emplee ese dinero en encontrar y beber nuevas y deslumbrantes botellas de vino. Yo, con independencia del boato oficial, me alegro. Siempre estimula saber que la gente a la que amas, aquella a la que tanto debes, ganan pasta y la disfrutan»
La concesión de un Príncipe de Asturias a Leonard Cohen, lleva a Julio Valdeón a reflexionar sobre el significado del mismo, la trayectoria del cantautor canadiense y, cómo, a alegrarse por él.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Recibo la noticia de que le han concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Artes a Leonard Cohen. Nada más saberlo me acuerdo de que en 1975, a un entonces pujante Francisco Umbral, le concedieron por su soberbia novela «Las ninfas» el Premio Nadal. Alguien con capacidad para la ironía, conocedor de que el galardón, casi siempre destinado a propulsar la carrera de jóvenes promesas, había sido quemado a mayor incienso de un autor suficientemente reconocido, tituló profético: «Al Nadal le dan el Umbral». En décadas posteriores la anécdota de premiar a un triunfador sería rutinaria. Una ceremonia de agentes y mentiras. Repetida exaltación de gentes que no necesitaban exaltación alguna por cuanto viven instalados en el triunfo de forma casi perpetua. En el caso de Cohen los responsables del premio asturiano parecen reincidentes. Está fresca la tinta de cuando encumbraron a un Bob Dylan muy por encima de las supuestas virtudes de la medalla.
Supongo que los guardianes de exequias gastan sus primeras y últimas alabanzas con la estirpe a la que pertenece Cohen. Cualquiera que escriba en un medio generalista sabe de la dificultad para vender lo nuevo. Cada día mayor, no se equivoquen. Hemos necesitado más de medio siglo desde la explosión en Sun Records para que los mandarines arteroescleróticos que otorgan diplomas reparen en sus virtudes artísticas, en su innegociable calidad de gigantes, en un canon esculpido con abrasadora clase e infinito estilo. Para que dejen de considerar a Cohen trivialidad adolescente, él y otros príncipes necesitaron acumular infinitos triénios. Mientras fueron jóvenes los guardianes de la cultura oficial, los funcionarios que custodian el cementerio, los consideraban poco menos que vendedores ambulantes de Klenex. Detrás de ellos, de los Dylan, Van Morrison, etc., tampoco habrá nada, al menos en los podios. Dudo que alguien, en un futuro, logre estampar en el imaginario colectivo un mordisco como el que en su día legaron Louis Armstrong, Miles Davis, los Beatles o Bob Marley. Cuando hablamos de los últimos titanes de la música, cuya influencia bendice a tres generaciones, debemos saber que su primogenitura cultural está años luz de la que puedan poseer a nivel popular los hacedores de óleos o novelas y también de la que puedan soñar los músicos actuales. La atomización que ha traído internet, universal jukebox, positiva por tantas razones, tiene un reverso oscuro. Ha igualado por abajo el futuro del rockero, reducido al nunca lucrativo rol del poeta veneciano que viaja de simposio en simposio con los gayumbos zurcidos mil veces, sustrayendo tiempo para escribir por aquello tan humano de comer al menos dos veces al día.
No digo, cuidado, que los tiempos de las dicográficas pujantes fueran la Arcadia, paraíso de amables ejecutivos siempre dispuestos a ensalzar el talento e incapaces de cometer tropelías. Semejante tópico lo reservo para académicos de diccionarios, empeñados en hazañas aún más pluscuamperfectas, por ejemplo perfumar la halitosis de bestias uniformadas bien conocidas. Solo constato que, por un lado, con la industria reducida a la mínima expresión, o sea, a sobrevivir como lanzadera al servicio de los artistas más inocuos, y por otro, con los creadores más ágiles, intensos o feroces doblando espinazo y jornada, haciendo de compositores, arreglistas o cantantes, también de representantes, disqueros, abogados y publicistas de sí mismos, peleando, en fin, para hacerse visibles en el disolvente magma internáutico, resulta casi impensable que franqueen la barrera de lo muy pequeño, del círculo de devotos, de la penosa existencia que trae incorporada la noble pero con frecuencia paupérrima etiqueta del artista de culto.
Nada mejor entonces que reivindicar a Cohen, un obrero de la canción con hechuras de Byron, cuando el sentir popular ha decretado que todo aquel individuo que trabaja escribiendo cuentos, sonetos o canciones es un jeta, un enemigo del pueblo etiquetado a la manera de aquellos regímenes totalitarios expertos en cosificar al otro por la banda ancha de reducirlo a calumniada pulpa. Qué alivio reencontrar la aristocrática humildad del cínico, tierno, encantador, depresivo y turbulento Cohen, que no pide perdón ni espera indulgencias, como cortafuegos ante la enésima reinvención de la historia, consistente en traspasar la culpa de los males poscapitalistas del propietario de los medios de producción al juglar, del votante amnésico y el alegre consumidor de baratijas al bardo, a quien en un intento de retrotraer hacia las condiciones económicas previas a la revolución francesa se le conduce atado tras las murallas del castillo, allí donde será apacentado por el mecenas de guardia, ayer Medicis priápico, hoy consejería de coros y danzas o glotona operadora de telefonía y cable, mientras los paladines de lo nuevo, que es viejo, prometen un cielo que como los anteriores no existe excepto en la imaginación de que quienes los anhelan.
Prefiero, con nostálgica melancolía, rememorar el concierto que le vi en el Radio City Music Hall. Espigado como un guante, adornado con bogartiano sombrero, demostró hasta que punto el dinero puede ser un motivo tan bueno como cualquier otro, si no el mejor, para follar con las musas. Agujereadas sus cuentas por una mánager tan moderna que estaba convencida de que el patrimonio económico del artista está ahí para arramplar con el, tuvo que regresar de su exilio dorado. Necesitó volver a la carretera, desempolvar el traje a rayas, la voz aguardentosa, casi reducida a carbón o incluso ceniza, los versos singulares, los que hablan de imposibles remedios para curar el amor, los que prometen que será boxeador, doctor, chófer, amante, amigo, esclavo y cuanto sea necesario con tal de probar su boca, los dedicados a la pelea de un lobo estepario en la Francia ocupada, los que encuentran dioses, paraísos e infiernos en la carne derretida, los que prometen que si no otra cosa al menos fue libre como un borracho que canta silvestre en un coro de medianoche o un solitario y orgulloso pájaro en el alambre.
Cohen, en mi santoral particular, será siempre múltiple y populoso. Capaz de alumbrar un primer disco casi perfecto, espartano, con tonadas de atómica solvencia como ‘Winter lady’, ‘Master song’ o ‘Hey, that’s no way to say goodbye’. Profundo conocedor del corazón y sus mentiras que en el inolvidable «Songs from a room», acaso mi favorito, le explicaba a su amor, sobre las ruinas de una relación con el chasis quemado, que sabía por su mirada y su sonrisa que al menos esta noche todo iría bien. Identico fulano que clausuraría un rato su legendario dandismo cuando dedicó una canción a su noche rompiendo jergones junto a Janis Joplin, aquella ‘Chelsea Hotel Nº. 2′ de la que luego se arrepintió y en la que desmochaba líneas turbadoras: «Te recuerdo muy bien en el Chelsea Hotel, / eso es todo, ni siquiera pienso en ti tan a menudo». Capaz de encerrarse con el enloquecido y paranoico genio que responde al nombre de Phil Spector para facturar una obra, «Dead of a ladies’ man», que muchos aborrecen y servidor acuna como una preciosa joya, colisión entre halcón y paloma tal y como fue definida, si mi memoria no miente, y miente mucho, en la para tantos decisiva «Historia del rock de El País» coordinada en 1986 por uno de nuestros mejores periodistas, musicales o no, Diego A. Manrique. Cohen, al que la industria despreció en los ochenta, si bien fue muy capaz de alumbrar párrafos picoteados por escorpiones en canciones de abrumadora belleza, tipo ‘Dance me to the end of love’, al menos hasta que regresó a las listas con un disco, «I’m your man», en el que demostraba que incluso los temibles Casio sabían convocar tormentas.
Cohen, que renueva mi ingenua ilusión de que el mercurial hombre detrás de la hermosura, el actor consumado, el versificador implacable, será por fuerza un fulano con ideas originales, en posesión de una personalidad resplandeciente, cada vez que leo o escucho una entrevista suya. Cada vez que desliza entre líneas esa coña, no se si marinera o canadiense, que le sirve como baba de plata para ocultar el rastro de su corazoncito al relente, bajo una luna roja de muertos. Eterna timidez de asombrado niño judío que necesitó viajar a Grecia, tumbarse sobre una roca batida de espuma a fin de descongelar sus huesos. Cohen, que no va de coleguita, simpático o marciano, dicharachero o gracioso, tampoco de divo o reinona. Retirado a un monasterio budista, con el horror que me suscitan todos los monasterios y todos los budismos, incluidos los beligerantes de palio, crucifijo y latinajo, sin olvidar los monasterios veganos y/u orientalistas que confían en que despertemos hechos trucha u ocelote, a la diestra o bajo las faldas del padre, de qué padre no sé, desde luego no el mío, pero que siempre, el tío, parece ir un paso por delante. Incapaz de resbalar por el blandengue misticismo. Vacunado de creer en otra cosa que no sea la media sonrisa de unas caderas con siete cañones por banda y viento en popa de canciones zumbadas, neuróticas, rebeldes, enemistadas con el poder, clementes con quien sufre, gozósamente canallas, refrescantes como chupito de oxígeno crudo o aserrado pelotazo de tequila que añadiera sal y estrellas.
Releo mi primer párrafo y sospecho que no me expliqué con claridad. No dije que si no para hacerlo más grande, porque es imposible, si el premio tiene algo de superfluo, al menos servirá para que el autor de ‘Suzanne’, ‘So long Marianne’, ‘Avalanche’, ‘First we take Manhattan’ o ‘The future’ disfrute de 50.000 euros extras. Ojalá emplee ese dinero en encontrar y beber nuevas y deslumbrantes botellas de vino. Yo, con independencia del boato oficial, me alegro. Siempre estimula saber que la gente a la que amas, aquella a la que tanto debes, que te acompañó bajo la lluvia de serpientes, en las madrugadas ácidas, durante las tardes con sol de corbata naranja, ganan pasta y la disfrutan. Los verdaderos amigos muestran su rostro cuando la diosa fortuna sonríe, cuando celebran con genuina felicidad el éxito ajeno. Las palmaditas en el hombro, los sabes que puedes contar conmigo y los pobrecillo, pobrecillo están al alcance de cualquier psicópata homologado. A otro con el cuento de que el artista es un pastorcillo que tañe mejor la cítara si vive entre cartones. A mis amigos, incluso a los que solo conozco por mediación de sus imprescindibles discos, poemas, libros o películas, los quiero lustrosos, degustando los mejores alcoholes y manjares. Puestos a pedir, los sueño inmunes al odio que florece en cuanto alguien, quién sea, pero especialmente los creadores, decide que prefiere vivir bien antes que ahorcarse bajo un puente o mendigar limosnas a cambio de la complacida adoración de quienes literaturizan con pésima y azucarada literatura de telenovela maldita el fracaso del artista, adolescente o no. Deseo, ya digo, que sean incondicionales seguidores de las máximas epicúreas que tanto desprecian los paladines de la pobreza como fórmula de redención para el vecino. Miseria que creen revolucionaria y es, como mucho, franciscana mentira al servicio del odio de clase. Envidia que opera con doble sentido, del rico al pobre y viceversa. Ancestral inquina que crece mejor, más cobarde, en el repugnante anonimato, aún más soez cuando dirige su venenoso dardo hacia esos albañiles del estribillo rutilante a los que tanto quisimos.
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Anterior entrega de New York Land: 50 años sin entender a Bob Dylan.