«T-Bone Burnett la considera la mejor vocalista de la actualidad. La más dotada, exquisita e incandescente. Su musculoso registro permite columpiarse sobre el precipicio con vuelo de águila. Su inteligencia evita que resbale en la pura demostración bruta»
Julio Valdeón viaja hasta Long Island para asistir a un directo de la última sensación de la música estadounidense de raíz, la cantautora Neko Case.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Desde que supimos que Neko Case tocaba en Long Island planeamos el viaje. Especulamos con el mapa del tiempo. La previsible cortinilla de lluvia, el lago de niebla, harían del viaje un recorrido kamikace. Bah. Neko merece jugársela. Embarcados en un coche de alquiler, con «Middle cyclone», «Fox confessor brings the flood», «Furnace room lullaby» y «Blacklisted» devorando los altavoces, consumimos las dos horas y pico de trayecto. Nos recibió un pueblo recién fregado. Con lujosas agencias inmobiliarias que en vez de cartelones lucen en sus escaparates pantallas de plasma. Un pueblo, me explico, cuyo teatro, privado pero sin ánimo de lucro, cuenta entre sus benefactores a los herederos de Allan Kleyn en ABBKKO. Con apenas dos mil habitantes puede contratar a Case, Robert Cray o Kris Kristofferson. A las siete de la noche, excepto el citado teatro, mantiene todas las puertas cerradas. Sobresale el lejano chispotorreo que emiten las casonas. Aquí y allá florecen los setos. Abundan los laberintos de calles con nombre marítimo, los restaurantes de horario geriátrico. Todo lo empapa un agua de hielo, agua/nieve o nieve pura, mineral, maccarthista. Su librería, digna de Manhattan, exhibe fotografías de los escritores que la visitaron: Salman Rushdie, David Mamet, etc. Un pueblo, en fin, como cualquiera de los Hamptons abocetados por Scott Fitzgerald cuando el camino hasta Grand Central duraba diez horas. Un siglo más tarde conserva la lustrosa estampa, la iluminación eficiente, una policía celosa. Imanta a los propietarios del dinero viejo. Son sus vecinos representantes de la bohemia dorada. Agentes de éxito. Actores consagrados en Broadway. Diseñadores del Soho. Galeristas de Chelsea y el Meatpacking District. Con movimientos amortiguados, discretos, silenciosos, ocupaban sus plazas en el coqueto Arts Center Performance. Tras sufrir a unos teloneros insufribles, entre la performance y el rock progresivo, Neko ocupa plaza junto al micrófono.
Aparece con sudadera de chandal. El pelo recogido de cualquier forma. Sin mácula de carmín o rímel. Sin la acostumbrada coquetería que distingue a tantos cantantes embebidos por la cáscara. Neko, que a veces viste ropa de noche o zapatos de tacón con la entrañable torpeza de quien se sabe ajeno a su elemento, pondrá su marca en lo que importa. Es la suya una música medida, rúbrica inconfudible, enredada en las playas de un country que a veces es noir y otras tiene alamares pop. Su grupo habitual, guitarra eléctrica, coros, bajo, batería y pedal-steel, trabaja con ella hace años. Conocen sus inflexiones. Los cambios de tono. La ironía que zascandilea entre canción y canción como contrapunto a las pasiones que relata. Como antídoto a un exceso de seriedad que ella misma considera nocivo. A cada trallazado, a cada ‘Margaret Vs. Pauline’, a cada ‘I wish I was the moon’, le sucede un chiste a cuenta de la afinación de la dichosa guitarra. Guiño o fogonazo donde inmola la rabia de sus canciones a costa de no inmolarse ella misma, de no sucumbir a las exigencias emocionales de un repertorio repleto de drama personal.
Ofrece, cómo no, nutrida representación de «Middle cyclone», el disco que la catapultó, en 2009, al estrellato, a la pasarela donde figuran Lucinda Williams o Steve Earle. Lejos de la lucrativa e incómoda primera división. Ocupando un nicho confortable que será difícil trascender merced a sus deliciosas peculiaridades. Su incapacidad para facturar gemas comestibles si no esconden bajo el glaseado gotas de veneno. Su heterodoxia estilística. Su humor negro. Acordes impares que la distinguen del pelotón. Zumo surrealista, reñido con los usos de la radio comercial, tiñen letras de un naïf acerado. Puebla los versos de ballenas tristes, risas fantasmas con niñas perdidas en el cementerio, leopardos cansados, latidos de sístole vencida o gorriones con el ala de la pupila rota.
Su anterior trabajo, «Fox confessor brings the flood»(2006) alcanzó en el puesto 54 de «Billboard». Vendió 200.000 copias. Según le confesaba a Daniel Menaker, de «New York Times Magazine», si incluimos la exitosa gira ulterior, sus ganancias brutas fueron de 360.000 dólares. 40.000 netos, luego de pagar gastos: equipamiento, sueldos de la banda, desplazamientos, etc. Suficiente para vivir. Insuficiente para aforrar con mármol, oro, jade o platino el palacio que, dicen, es consustancial a los músicos. Diría que el juicio popular confunde a los compositores/cantantes de rock con magnates del petróleo, exministros en funciones de consejeros delegados, traficantes de armas, ejecutivos de empresas de telecomunicaciones, contrabandistas de estupefacientes, banqueros, mafiosos de toda ralea, concejales de urbanismo, miembros de los consejos de administración de las empresas del IBEX, proxenetas de altos vuelos, cardenales vaticanos, etc. Diría, pero quién sabe.
Establecida entre el bohemio Tucson y el bucólico Vermont, para grabar «Middle cyclone» Neko usó seis pianos desdentados. Los había adquirido gratis en la página «Craiglist». Antes que acabar en la basura terminaron aunados en esa asombrosa versión de Harry Nilson, ‘Don’t forger me’. «En realidad yo tendría que haber sido un aborto», explicaba a Menaker. No lo fue porque su padre, aparte de alcohólico, era «cristiano». Criada sola. Con unos vástagos perdidos. Entre chuchos y lapiceros. Como airada adolescente que entre fiesta y fiesta descubrió la vocación musical vía «puntry» (country-punk en versión Neko). Si en cada época el inadaptado, el rarito, el marginal, da diversos tipos de locos u oprimidos, también hay sitio para la redención. Algunos, incluso, eclosionan como genios. Nutridos a través del angosto ventanal desde el que contemplan un mundo que los rechaza. Neko Case unía, a su condición de niña no querida y joven rebelde, el hambre necesaria para subvertir un orden injusto que la condenaba a vivir de prestado, rodeada de hijos, en alguna autocaravana sin ruedas de Tacoma. Autodidacta, peleó duro para sacar dinero y estudiar bellas artes. Algo de esa visión epidérmica, tan dada a la evasión, al danunzziano tocar los huevos de la burguesía, propia de los estudiantes de arte, queda en su música, en este concierto que nos mata mientras ofrenda flores de sangre recién segadas. Tampoco olviden la voz, que la emparenta con Patsy Cline o Roy Orbison, dos de sus cantantes favoritos. T-Bone Burnett la considera la mejor vocalista de la actualidad. La más dotada, exquisita e incandescente. Su musculoso registro permite columpiarse sobre el precipicio con vuelo de águila. Su inteligencia evita que resbale en la pura demostración bruta. En el fragor vacío, estrépito de agudos desprovistos de brújula, que tan cachondas pone a las cantantes del actual soul. Voz al servicio de la música. Una herramienta más. Nunca al contrario. Quizá porque Neko no sirve para otra cosa que no sea la tragedia. Para el drama íntimo que propulsa sus canciones. Clausurando el peligro arty al combinar sus lúcidos experimentos con tuétanos cocinados al rojo.
En directo sigue la máxima de Randy Newman que recordaba hace días Diego A. Manrique. Lo que moldeaste en el estudio fue la mejor opción. Los suyos son temas perfectos. Collages de inagotables caras. Engañósamente tarareables. Con forro y fondo barroco. Si aceptas el juego pronto caminas por un territorio que conduce hacia un country burtoniano que sorprende y luego asusta. Quema de puro bello. «Where does this mean world cast its cold eye / Who’s left to suffer long about you / Does your soul cast about like an old paper bag / Past empty lots and early graves / Those like you who lost their way / Murdered on the interstate / While the red bells rang like thunder», canta en ‘Deep red bells’. La «murder ballad» invoca a las prostitutas asesinadas. Sacude la carne podrida. Los recuerdos abrasados por un sol ciego. En el teatro, abandonados al flujo de la letra, golpeados por la voz exasperada de Neko, nadie gesticula o grita. Sólo hay espacio para la pistola de una joven de pelo color tomate. Para su navaja automática. Torrencial. Misteriosa. Sonámbula.
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Anterior entrega de Ney York Land: Reflexiones de un atún rojo ante la toma de la Bastilla.