Algunas reflexiones sobre música e internet (1): Del amor al odio, esa frontera tan estrecha

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«Si la música está aquí para proporcionarnos placer (del tipo que sea), ¿cómo es posible que, cegados por el egoísmo y la racanería miserable de mantener cerrada con fuerza nuestra billetera, podamos odiarla? ¿Cómo podemos odiar e insultar al que la crea, al que nos ofrece irrenunciables momentos de belleza?»

Juan Puchades comienza una serie de artículos semanales alrededor de la música en la era de internet. Reflexiones en voz alta, en ocasiones a modo de preguntas sin respuesta (nadie las tiene), con las que tratar de clarificar u ordenar los principales problemas y retos generados por la red. En esta primera entrega, se pregunta por la deriva hacia el odio emprendida por el consumidor musical.


Texto: JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.


Noche de miércoles, tratando de olvidar la rutina cotidiana. Pinchas, o clicas, que lo mismo da, «A love supreme». Cierras los ojos y te dejas envolver por la poderosa inmensidad sobrenatural ideada por John Coltrane en tan insuperable obra. El tiempo queda en suspenso. Adiós a todo lo demás.

Viernes, ocho de la tarde, en un rato vas a salir a cenar, luego a tomar unas copas. Apetece música con la que levantar el ánimo, con la que ponerte en situación y meterte una buena dosis de energía. Pegas un vistazo a tu colección de discos y… hummm… Sí, nada mejor que un poco de rock contundente, lo ideal si la noche será animada es recurrir a los clásicos: Las descomunales primeras grabaciones de Little Richard en Specialty o el fogoso debut de los Ramones… Pero si lo que te apetece es rock en castellano, tal vez algo de golpes en el pecho en plan autoconfianza, recuperas «Cuero español», de Loquillo; o bien una buena colección de canciones radiantes como las de «Cenizas en el aire», de Ariel Rot. ¿Que quieres algo más pop? No hay duda, «Reconstrucción», de Deluxe, imbatible. Si, por el contrario, lo que tienes es el puntito más juguetón, «Nosotros los gitanos», de Los Amaya, nunca falla: Vas a salir de casa moviendo los pies, uno delante del otro, con alegría rumbera; también, en la misma línea, pero mucho más funky, puedes gozar del reciente estreno de Banda Achilifunk, ¡un artefacto incendiario!

Sábado a media tarde. El momento de algo tranquilo, tal vez maravillarte una vez más con los increíbles mundos interestelares que diseñó el mexicano Esquivel. O quizá algo de Sinatra para Reprise, que siempre impresiona y conmueve. Y tras Ojos Azules, pues «Wave», de Antonio Carlos Jobim, y así ir al encuentro de Brasil, para, desde ahí, seguir el camino de la izquierda, con «La Fusa», de Vinicius de Moraes, por ejemplo, si estás pelín introspectivo; o el de la derecha, si quieres un subidón sentimental controlado, con un grandes éxitos del Roberto Carlos de los primeros 70, cuando sus canciones eran perfectos cuerpos celestes pop.

Domingo por la mañana, el día del señor, así que hay que recurrir a las santas escrituras: Los Beatles y «Revolver». Tras engrasar la maquinaria, algo adormecida, y ya que hoy estás dejándote llevar por la religiosidad, recordar los diez mandamientos es obligatorio: Desempolvas algo de CRAG, que hace mucho que no los escuchas, tal vez «Queridos compañeros», una sugerente anomalía ochentera a la que siempre conviene regresar. Tras la correspondiente siesta dominical, más larga de lo habitual, nada mejor que desperezarse levemente con el soleado «Hit and run» de Ian Matthews, para, inmediatamente, saltar al reciente «De sombras y sueños» de José Ignacio Lapido, comprado hace unas pocas semanas y al que todavía hay que descubrirle todos sus recovecos, seguir profundizando en él.

¡Hay tanta música! ¡Tan variada! ¡Y tan buena!

Compañera de estados de ánimo, la música, con su capacidad evocadora, igual te aproxima a recuerdos olvidados como, todo lo contrario, te hace soñar despierto con un futuro mejor, te traslada fuera de la realidad. Música para todos los gustos y todos los momentos, buenos, malos y regulares, anodinos y rutinarios o felices e inolvidables. Fiel compañera, siempre está ahí, al alcance de la mano –ordenada en vinilos y CDs o en archivos digitales, no importa, es una cuestión de gustos, de preferencias–, presta a ayudarte a sobrellevar los días, dispuesta a marcar el paso del tiempo mientras define la necesaria banda sonora personal. Con su capacidad única para narrar una historia en tres minutos, para atrapar en tan breve espacio toda la belleza imaginable. Tan incorpórea e inasible como cotidiana, tan efímera como eterna.

La música, la belleza de la música, pese a todo lo expuesto, despierta tantas pasiones como odios enconados. Los «hooligans» del oído no perdonan a aquel que les cae mal y, con saña, ahora más que nunca, internet mediante, arremeten contra el que, simplemente hace aquello en lo que cree, arte musical. ¿Es comprensible? Quizá sí, el mismo fervor provoca el jugador o entrenador del equipo de fútbol contrario al nuestro, la inexplicable aversión que nos inspira el presentador televisivo de sonrisa impostada al que parece que, zapeando, nos cruzáramos continuamente, el furor que nos despierta el político bocazas o corrupto que se aferra al poder. Sí, es razonable, forma parte de la condición humana.

Menos comprensible resulta otro fenómeno surgido también al calor de internet y adscrito, esencialmente, a la sociedad española, tal vez hijo de una idiosincracia tan peculiar como reprobable y repugnante: La descalificiacion, el insulto ruin hacia el músico, hacia el creador de canciones, por el simple hecho de pretender cobrar por su obra, por querer vivir de ella. Y es que, como método con el que defender el argumentario ideológico de los del «gratis total», se emplea, con enorme frecuencia —es fácil comprobarlo en los comentarios a noticias sobre piratería publicadas en periódicos digitales–, el odio furibundo hacia el que se gana la vida con palabra y música. Sin la menor consideración se leen barbaridades tremendas contra el colectivo musical, aberrantes agresiones verbales cuando se focalizan sobre aquel que alza la voz con la muy respetable intención de defender al gremio (así que no extraña que casi nadie se atreva a abrir la boca), algo, por lo demás, habitual y extendido en cualquier profesión.

No es solo intolerancia, que también, es odio, sí. Odio incomprensible porque insultando a los músicos, insultas a aquellos cuya obra ansías descargar gratis (se supone que para disfrutarla) porque, es de imaginar, te interesa, te gusta, te emociona, quieres que te haga sentir bien. Insultándolos insultas al hecho musical en sí. Y si la música está aquí para proporcionarnos placer (del tipo que sea), ¿cómo es posible que, cegados por el egoísmo y la racanería miserable de mantener cerrada con fuerza nuestra billetera, podamos odiarla? ¿Cómo podemos odiar e insultar al que la crea, al que nos ofrece irrenunciables momentos de belleza? ¿En qué momento se perdió el norte? ¿Cómo se puede traspasar con tal desenvoltura la frontera que separa el amor del odio? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

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