Cine: «The fighter»: El noble arte vuelve a las pantallas

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«El boxeo está ahí por casualidad, pues lo que interesa al realizador es contar la relación entre los dos hermanos y su asfixiante familia»

Con el estreno de «The fighter» como excusa (y comentada con profusión) Javier Márquez Sánchez nos da cuenta de las diez mejores películas de boxeo.


Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.


No hay deporte más cinematográfico que el boxeo. Al ring no suben jugadores, como los que pisan el campo de fútbol o la pista de tenis, sino luchadores, que se enfrentan el uno contra el otro hasta rozar la muerte y se separan después de darse mutuamente la enhorabuena; una actitud que le ha valido a este deporte polémico el sobrenombre del noble arte.

Si hace tres años Mickey Rourke conquistaba los corazones de los espectadores y media docena de premios mayores como protagonista de «The wrestler» (que no era exactamente sobre boxeo, pero sí sobre un boxeador; el «feeling» era el mismo), ahora es Mark Wahlberg el que se ha puesto el calzón al frente del reparto de «The fighter», dirigido por David O. Russell. El guión, firmado por Scott Silver y Lewis Colick, toma como base la historia real de Micky Ward, “El Irlandés”, y de su hermanastro, Dicky Eklund (interpretado por Christian Bale). Eklund era un boxeador que apuntaba maneras, incluso llegó a medirse con Sugar Ray Leonard, pero se quedó en promesa tras caer en las drogas y perderse definitivamente en el crack. Y al tiempo que él bajaba, Micky subía.

Como decía antes, no hay mundo como el del boxeo para narrar la historia del hombre que se deja la piel luchando por vencer a las circunstancias para salir adelante y triunfar. Como en la vida, el boxeador siempre intenta levantarse por más golpes que reciba. Sin embargo en este caso el boxeo está ahí por casualidad, pues lo que interesa al realizador es contar la relación entre los dos hermanos y su asfixiante familia. Desde esa perspectiva, la película funciona sin grandes alardes como drama familiar al uso, con unos secundarios bastante resultones (sobre todos los masculinos). No obstante, habría hecho falta meter un poco más los dedos en las cuestiones más peliagudas para que la obra alcanzase la profundidad necesaria. La adicción de Dicky, por ejemplo, capital en la trama, es abordada con tanta ligereza e ingenuidad que cualquiera diría que no son más que travesuras. Todo ello dirigido a que el final feliz (donde se muestran imágenes de los hermanos auténticos) resulte para el espectador lo más dulce posible.

En lo que respecta a las interpretaciones, el común del reparto hace un trabajo bastante decente en la recreación de esa familia de clase baja que lucha desesperadamente por aprovechar las oportunidades. Sobre todos ellos brilla un Christian Bale tan magnífico como de costumbre. Y también como de costumbre está Wahlberg y su inexpresividad gestual. Como le ocurriera en cintas anteriores, lo intenta y transmite, pero no convence. Le pinchen o le acaricien, pierda o gane, no se le mueven ni las cejas. También Mickey Rourke parece un pedazo de carne, pero con su interpretación en «El luchador» logra transmitir mucha emoción encauzando, precisamente, esa expresividad limitada.

David O. Russell maneja bien a los actores pero pierde el nervio en algunos momentos con el ritmo de la historia, haciendo que la película zozobre en ocasiones en aguas del aburrimiento. Suele ser Bale el que la rescata de esos peligros, y no desde luego las escasas peleas ofrecidas, cuya planificación demuestra que son lo de menos para el director. En este sentido, sorprende comprobar la efectividad de los combates grabados en vídeo, a modo de capturas televisivas, frente a lo chusqueras que resultan las cinematográficas, donde los golpes falsos cantan demasiado.

En cualquier caso, es una lástima que «The fighter» se haya centrado en las miserias familiares de Ward y no en su carrera posterior a la victoria por el título de los pesos welter (justo donde acaba la película). Quedan así fuera de la cinta sus tres legendarios combates contra Arturo Gatti (dos en 2002 y el tercero en 2003), una trilogía memorable, calificada de histórica por los especialistas, en la que los dos púgiles se emplearon a fondo como en los mejores tiempos de un deporte hoy en horas bajas. El último de esos combates supuso la retirada de Ward. Ahí sí que hay material para una buena historia pugilística.

LO MEJOR DEL CINE DE BOXEO

Sin duda el boxeo es el deporte que más metros de celuloide ha generado, y lo bueno de toda esa producción es que, salvo esas excepciones que sirven para confirmar la regla, la mayoría de las producciones pugilísticas son de una calidad considerable.

De entre todas ellas destacaría diez películas (más un documental), como excelentes títulos tanto en su propósito de describir el mundo del boxeo (ya sea el drama de los luchadores o el sórdido ambiente que los rodea) como en su pretensión de obras artísticas de innegable calidad.

Raoul Walsh abre la lista con su «Gentleman Jim» (1942), con un Errol Flynn más contenido que nunca dando vida al púgil de finales del XIX James J. Corbett. Muy lejos de su tono más aventurero se sitúa la obra maestra de Robert Rossen «Cuerpo y alma» (1947), la primera muestra de que el ring podía dar pie a tramas negras apasionantes. John Garfield y Lilli Palmer componían la pareja protagonista de esta cinta brutal, claustrofóbica, que engancha sin remedio tras el primer visionado.

Mucho menos conocida es «Nadie puede vencerme», dirigida en 1949 por Robert Wise. En ella, Robert Ryan encarna a un veterano boxeador acabado que insiste en demostrarse que todavía es capaz de ganar. Mientras su mujer le pide que abandone, su propio manager está tan convencido de que perderá que acaba apostando en su contra. Ryan ofrece en esta película uno de sus mejores trabajos, con una interpretación intensa y cargada de emoción, mientras que Wise filma los combates como pocos directores lograrían posteriormente.

Aunque con un clima menos asfixiante y cautivador, Wise firmaría otra obra maestra algunos años después, «Marcado por el odio» (1956), al llevar a la pantalla la historia de uno de los boxeadores más populares del siglo XX, Rocky Graziano, con la que ofrecía a Paul Newman una de sus primeras oportunidades de demostrar su talento en bruto; demasiado bruto todavía, con esas marcadas exageraciones, tan características de los chicos Actor’s Studio, aún por pulir.

Unos años antes, en 1949, llegó a las manos del director Mark Robson un exclente guión de Carl Foreman, autor condenado por el maccarthismo, que acabó plasmado en celuloide con el título «El ídolo de barro». Kirk Douglas fue el protagonista en esta ocasión de esta historia en la que el boxeo va dejando paso poco a poco a una trama negra con gánsteres al uso. También Douglas logró  unas de sus mejores encarnaciones al enfundarse los guantes.

Claro que para interpretaciones, la de todo el elenco de «Más dura será la caída» (Mark Robson, 1956). En esta ocasión los combates apenas nos importan, aunque sea el boxeo lo que marca la vida de todos los personajes. Periodistas, mafiosos, matones, amantes y púgiles sobreviven asqueados en esta trama impecable que supuso el broche de oro para la carrera de Humphrey Bogart, que siempre interpretó a los periodistas con la misma solvencia que a los miembros del hampa.

Hay que dar un salto de década y media para llegar a otra obra maestra. Si lo que a Robson le había interesado era la sordidez que rodeaba al ring, con las apuestas, amenazas, arreglos y sobornos, John Huston prefirió dejar todo eso a un lado para tomar el boxeo como la gran metáfora de la lucha por los sueños personales. Y por supuesto, tratándose de una película suya, ninguno de los protagonistas alcanzará esos sueños. «Fat city» (1972) es una cinta magistral en su sencillez, una obra plagada de personajes solitarios, perdedores natos, cuyos mejores momentos no son más que meros alivios en sus continuas derrotas vitales. Un jovencísimo Jeff Bridges acompaña a un Stacy Keach magistral, junto a una Susan Tyrrell cuya encarnación recuerda demasiado a la Shirley MaClaine de «Como un torrente». A destacar el entrañable entrenador al que da vida Nicholas Colasanto (años después el entrenador de la serie «Cheers»), que no deja de alabar a sus púgiles incluso cuando han besado la lona.

Uno de los momentos de mayor popularidad del cine de boxeo llegaría en 1976 con «Rocky». Un por entonces desconocido Sylvester Stallone escribió una historia genuinamente norteamericana: la de un boxeador de tercera italoamericano al que se le presenta la oportunidad de pelear por el título de los pesos pesados. En plena crisis del sueño americano, Rocky suponía un respiro para el espíritu nacional, la prueba de que a pesar de tanto desencanto, aún quedaba cierta esperanza.

La carrera posterior de Stallone ha perjudicado mucho la imagen de esta película, que libre de prejuicios resulta más que atractiva, con un guión lleno de personajes entrañables (legendario ya el cuñado coñazo). Por su parte, John G. Avildsen llevó a cabo una labor extraordinaria a la hora de filmar los combates, dotándolos de una espectacularidad algo irreal pero muy cinematográfica, que convirtieron a la película en un éxito en taquilla. Aún son muchos los que no le perdonan a Rocky que le arrebatase los Oscar y Globos de Oro a mejor película y mejor director a Scorsese y su «Taxi driver». «C’es la vie!».

Scorsese volvería a perder los premios en 1980 por «Toro salvaje», aunque de eso ya nadie se acuerda, porque la magnitud de aquella película está muy por encima de cualquier galardón. Con un Robert DeNiro colosal en su papel de Jake la Motta, secundado por un Joe Pesci más encantador que nunca, Scorsese firmó una de las mejores películas del cine moderno, una aproximación despiadada al dolor de la derrota y a la convivencia con ella. Con un genial uso del blanco y negro para acentuar el dramatismo que remite al «Nadie puede vencerme» de Wise, Scorsese decidió ofrecer una filmación de las peleas a medio camino entre el realismo y el detallismo analítico.

Tendrían que pasar muchos años para que llegase a los cines una nueva cinta del género de cierta entidad, aunque la espera, sin duda, mereció la pena. Una década después de filmar «Sin perdón», su gran rendición al western, Clint Eastwood se metió en el cuadrilátero para abordar otra de sus obras mayores, tributo en este caso al cine pugilístico. Paul Haggis remató el homérico guión de «Million dollar baby» a partir de un relato correcto de F.X. O’Toole, y el veterano actor y director lo convirtió en verdadera poesía audiovisual.

Hilary Swank y Morgan Freeman completaban con Eastwood el trío protagonista de esta historia de factura tan clásica que hasta recurre a la voz en off, un drama de fe, superación y supervivencia que recoge la herencia de muchos filmes anteriores del género para dar cuerpo a un título universal. Con él, Eastwood volvía a poner de manifiesto la grandeza de los detalles, de las historias pequeñas, reafirmando su máxima artística de que, con talento, menos casi siempre es más.

Y es obligado cerrar este repaso por el boxeo cinematográfico con el documental «When we were kings», con el que Leon Gast se llevó el Oscar en 1997. El largometraje narra la trayectoria de Cassius Clay, rebautizado como Muhammad Ali, hasta convertirse en un símbolo de la comunidad afroamericana. Gast toma como hilo argumental el legendario combate entre Ali y George Foreman en Zaire, en 1974, para retratar una época, un ambiente y unos personajes fascinantes. Las intervenciones de personajes como George Plimpton, Spike Lee, Don King y sobre todo Norman Mailer, salpican el abundante metraje de la época, y convierten éste en un documental excepcional e imprescindible.

Anterior entrega de cine: “El demonio bajo la piel”, de Michael Winterbottom.

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