«¿A dónde puedes dirigirte cuando alcanzas la cima de la montaña y decides seguir caminando? No sé el sitio exacto, pero sí sé que estará más abajo de donde te encuentras ahora mismo. Eso le ocurrió a Miguel Ríos tras el portentoso «Rock & Ríos» del 82″
Miguel Ríos
«Miguel Ríos»
UNIVERSAL, 1989
Texto: JOSEMI VALLE.
Creo que este es el mejor disco de Miguel Ríos después de su hiperliderazgo musical y cultural a principios de los ochenta. Es el trabajo más redondo tras su faraónica eclosión como icono social de un tiempo ávido de cambios políticos en España. Siempre lo he etiquetado como uno de esos discos vitalistas que parece que ayudan a secretar dopamina. Me alegró mucho que, en la ilustrada entrevista que Juan Puchades mantuvo hace poco aquí con Miguel Ríos, el propio cantante reivindicara lugares de mayor privilegio para este álbum. Totalmente de acuerdo. Yo también voy a hacer lo mismo.
¿A dónde puedes dirigirte cuando alcanzas la cima de la montaña y decides seguir caminando? No sé el sitio exacto, pero sí sé que estará más abajo de donde te encuentras ahora mismo. Eso le ocurrió a Miguel Ríos tras el portentoso «Rock & Ríos» del 82 y el fiel heredero «El rock de una noche de verano» del 83. Aquellos no eran meros discos. Eran álbumes de vinculación generacional presentados en giras multitudinarias y tecnológicamente inéditas en estos todavía antediluvianos lares, canciones que inducían a la euforia identitaria y que han quedado ya incardinadas en nuestro acervo cultural, iconografía de un tiempo en el que la izquierda socialista tomó La Bastilla y generó un nuevo marco común de entendimiento social. Eran tiempos de epidémico entusiasmo colectivo, sueños por un futuro más acogedor. Luego la realidad se puso el mono de trabajo y convirtió la inicial efervescencia en frustración crónica. Bastaron un par de años para pasar del frenesí al desencanto. Fue muy didáctico ver a los celadores de la felicidad colectiva mutar su ideario «porque todo se ve diferente cuando se ostenta la responsabilidad de gobernar». Pero eso es otra historia.
Lo que vino después fue una suave cuesta abajo. Miguel Ríos trató de reciclarse, hacer buena su condición proteica, su pasión por la ductilidad evolutiva. A mí alguna de aquellas búsquedas me descolocaron. Intuía demasiado afán por abrir su nicho ecológico y adaptarse a los imperativos estéticos y musicales vigentes. Desde ‘El rock de una noche de verano’ quizá la única gran canción de Miguel Ríos fue ‘El ruido de fondo’, un tema rubricado por los hermanos Auserón que si no hubieran cedido su paternidad ahora formaría parte del cancionero antológico de Radio Futura. El álbum con el que Miguel Ríos supera esta planicie es con este disco de título homónimo. Resulta sorprendente que el LP no disponga de una consigna autónoma, una de esas frases que se incrustan en la cabeza, cuestión más inconcebible todavía en un tipo que titula muy acertadamente sus obras. Estamos en 1989. El año en que Camilo José Cela recibe el Nobel de Literatura y el Muro de Berlín se da de bruces contra el suelo una gélida noche de noviembre.
Hacía mucho tiempo que no escuchaba este disco. Al paladearlo íntegramente a todo volumen en mi potente y exquisito bicho compruebo que la sombra de Joaquín Sabina es alargada y se asoma de vez en cuando por los surcos de este vinilo. Hay que recordar que Sabina es a finales de los ochenta nuestro crápula oficial, un rockero de enorme y vitriólica lucidez canalla que se vanagloria de malas compañías y que vende cantidades mareantes de discos. Miguel Ríos debió escucharlos más de una y de dos veces.
El innominado LP se abre con tres temas que desde entonces se alojarán por derecho propio en el repertorio habitual de nuestro protagonista. Ahí brilla en la pista primera ‘Mientras que el cuerpo aguante’, un maravilloso swing que relata cómo una vida no demasiado confortable se sobrelleva con el placer de los recuerdos. Continúa con la lúbrica y noctámbula, aunque con ribetes de tristeza náufraga, ‘Raquel es un burdel’. La triada de oro se cierra con la rockera y veloz ‘Muy mal se nos tiene que dar’, sexo urgente para darle sentido a la noche y coros muy del gusto del granadino.
El disco esconde dos baladas que rivalizan en belleza con las clásicas ‘No estás sola’ y ‘Todo a pulmón’. Me refiero a ‘Corazones rotos’ y ‘El blues de la soledad’. La primera nos narra la desertización a la que de forma abrupta y sin contemplaciones te arroja una ruptura sentimental después de mucha biografía anudada. Es un tema que te pone un nudo en la garganta. La letra invita a olvidar el verbo recordar, pero resulta imposible que esta canción no aproxime a tu memoria aciagos episodios en los que a ti te ocurrió más o menos lo mismo. Difícil evitar que la tristeza te asalte, te secuestre, y le pida un rescate elevadísimo a tu estado de ánimo para dejarte en paz. La segunda balada la firman Sabina y Antonio de Diego. Podría pertenecer a cualquier disco del ácrata que respeta los semáforos en rojo. Sensibilidad a flor de piel en un tema de melodía preciosa que le entrega el papel protagonista al recuerdo.
Javier Vargas vuelve a colaborar con Miguel Ríos y firma dos músicas fantásticas. Un gospel de letra rijosa e irónica titulado ‘Señor por qué a mí’, y ‘Son historias’, un tema extra no incluido en el vinilo pero sí en la versión digital, que habla de los choques generacionales que al final acaban amortiguándose por la intervención pacífica y negociadora del afecto. Las temáticas de alto octanaje sexual vuelven a asomar en la pieza ‘En el reino de los fuegos’, una descripción de la incansable libido pubescente y los vericuetos para pasar del onanismo al placer compartido. Miguel Ríos retorna al rock que le donó tanta gloria con ‘Una raya más’, música del guitarrista Salvador Domínguez para ilustrar la historia de un quinqui que acaba en el talego pero aún así muestra su orgullo suburbial y su pasotismo por el inesperado revés. Sigue el tema de las rayas y otros paraísos artificiales en ‘El libro de la selva’, una letra llena de juegos de palabras, un alegato contra el mono y el caballo que insiste en postulados similares a ‘Un caballo llamado muerte’ aunque con muchos más retruécanos literarios.
El disco echa el telón con una loa a los padres de todo este maravilloso tinglado que llamamos rock. ‘Paul y John (John y Paul)’ lleva música de Sergio Castillo y letra de Sabina. Canción acelerada y cercana al himno para recordar a los grandes, un canto de alabanza a los que nos han legado su música para endulzar la existencia, para conjurar el tedio, para comprendernos mejor. Allí se cita a Paul y John, The Mamas and the Papas, Jim Morrison, Loud Reed, Elvis, Rolling Stones, Beatles, Hendrix, Ray Charles, Zappa, Chuck Berry, B.B. King, Animals. Casi nada. Lo curioso de esta canción es que te hace caer en la cuenta de que algún día será Miguel Ríos el que aparezca citado en otras canciones de agradecimiento circunscritas al ámbito local. No tardando. Ya verán.
Después de este disco Miguel Ríos cerró los ochenta y enderezó su trayectoria en los noventa. Vendió menos pero logró más adhesiones, la crítica empezó a bendecirlo, los nuevos músicos empezaron a reivindicar su legado, hasta entonces señalado con cierto desdén o incluso con el repudio de los que anhelan matar al padre. A vista de águila se puede decir que Miguel Ríos entregó obras cada vez más espaciadas en las que salía muy bien parado. Su voz cada vez era mejor, acumulaba en las cuerdas vocales los avatares de una vida rica en acontecimientos y lucidez. Había pacificado su sonido, había dejado atrás su figura icónica de los ochenta, pero era Miguel Ríos, un nombre que al oírlo te obligaba a quitarte el sombrero y hacer una reverencia. Ahora se va de los escenarios para decir adiós dignamente. En el libreto del álbum «Bye Bye Ríos» ha argumentado muy sólidamente los motivos de su despedida. Tenemos sus grabaciones, tenemos sus recuerdos, tenemos sus discos, tenemos sus canciones. En mi agradecida memoria siempre tendrá un sitio privilegiado. En la del chaval que una vez fui dispone de uno de los sillones en los que sólo se sientan los que lograron apasionarme. Creo que ya nunca nadie le hará levantarse de allí.
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