The Byrds
“(Untitled)”
COLUMBIA, 1970
Texto: EDUARDO TÉBAR.
En 1970, Roger McGuinn brega por la supervivencia de los Byrds. Atrás quedaban las veladas de gloria y estridencia en Sunset Strip. El mesías de la Rickenbacker lucha por convencer a la audiencia de que el grupo no agoniza. ¿Problema? Gram Parsons diluye su existencia en Flying Burrito Brothers. Ahora, McGuinn asume por cuenta propia el rumbo artístico. Está solo en la mayor factoría de talentos del rock americano. ¿Ventaja? La mano sabia de Parsons serviría para endilgar en unos meses los andamios del sucesivo country-rock. Se trata de inducir la idea de que los Byrds resucitados, los del último suspiro, funcionan como banda eficiente y contrastada.
McGuinn se niega a funcionar con tres meros comparsas. En directo, la remodelación del combo resulta aplastante. Brilla con luz propia el guitarrista Clarence White, infravalorado aún hoy. También despuntan Gene Parsons en su faceta de batería y Skip Battin al bajo –sustituyendo a John York–. Los nuevos Byrds inician con robustez la década de los álbumes en vivo. La de los inminentes “Made in Japan” (Deep Purple) y “Alive!” (Kiss). Visto en la distancia, “(Untitled)” destaca como obra visionaria. Contagia y anticipa el endurecimiento colectivo. Establece compuertas por las que en la actualidad transitan Wilco o Beachwoods Sparks.
Entrampado por las circunstancias, McGuinn trabaja al límite con su mano derecha, el productor Jim Dickson. El grupo saca petróleo en sus conciertos. Y ese carburante queda registrado en el disco. Un sonido espiritoso, potente, macizo. El lanzamiento apenas alcanza ventas discretas, pero llena de convicción a McGuinn.
El 16 de septiembre se cumplen 40 años de su salida al mercado. Como el personaje cinematográfico Martín (Hache), el título sugiere cierto vacío. De hecho, hablamos de una referencia casi desapercibida en la discografía de los Byrds. El artefacto fantasma. La oquedad inmerecida de uno de los directos más abrumadores del decenio. Por ende, de la historia del rock. En realidad, el controvertido rótulo responde a la torpeza de un operario de la CBS, que tomó de forma literal lo anotado en la hoja de grabación.
¿Y si entramos en materia? McGuinn canta más y mejor que nunca. Irreconocible: en la ciénaga de los Byrds, el hombre de las doce cuerdas adopta la oralidad cruda, oscura, libre y galvanizada de su querido Bob Dylan. Las sombras ocultan ahora la iridiscencia de aquellos flashes seculares y psicodélicos de la ‘quinta dimensión’. Ha pasado un lustro desde ‘Turn! Turn! Turn!’, aunque parece toda una vida. El bardo de Minnesota no dejó de acertar con aquello de “los tiempos están cambiando”.
Abre el primer doce pulgadas la desabrida y rotunda ‘Lover of the bayou’. Desgarrado relato sobre las correrías de un contrabandista en la Guerra Civil norteamericana. La pieza, en principio, iba a integrar el proyecto “Gene trypp”, una costosísima y ambiciosa ópera rock de inclinación western y country. Paradojas de la vida: el aborto financiero de la iniciativa de Roger McGuinn y Jacques Levy contribuye de manera decisiva a que “(Untitled)” acoja canciones del calibre de ‘All the things’ o ‘Just a season’ y sea un brillante álbum de rock descarnado, sin aditivos. Es decir, justo lo contrario que la quimera matriz. Ah, y otra aserción cruel: el público suele vincular el ‘Lover of the bayou’ con los Mudcrutch de Tom Petty. Buscad, si es que existe, una versión con el aplomo de la apertura de “(Untitled)”. Insuperable.
Un suspiro, que viene ‘Positively 4th street’. Otra vez, el encomio dylaniano –que se repite con ‘Mr. Tambourine Man’–. Clarence White se marca unos culebreos prodigiosos a la guitarra. Trance que adquiere visos de kermés en la instrumental ‘Nashville west’. ‘So you want to be a rock ‘n’ roll star’ y ‘Mr. Spaceman’, antiguos comodines de los Byrds clásicos, muestran texturas inéditas, la callosidad de unos años setenta que se aventuran recios e implacables.
Sin embargo, el quid del disco llega con ‘Eight miles high’, acaso la cumbre de la psicodelia americana del siglo XX. Mucho han llovido las diatribas. ¿Eran necesarios esos 16 minutos de onanismo que ocupan toda la cara B del primer vinilo? Los Byrds esquivan las partes cantadas –y por tanto la polémica y lisérgica letra– para recrearse sin pudor en una ceremonia de dotación técnica. Tal cual: transforman la catedral sónica de los ‘trips’ alucinógenos en una jam en toda regla. Peligroso juego, pues, el de la deconstrucción del edificio perfecto. Pero no seré yo quien arroje más piedras. La lectura extendida de ‘Eight miles high’ sirve de excusa para liberar egos, explorar la brutal empatía entre los músicos y abandonar corsés y vicios menestrales. ‘Eight miles high’ deja de ser la reluctante gema psicodélica. Actúa de trampolín para regalar 16 minutos de rock palpitante. 16 minutos de incertidumbre, alta tensión y vibraciones. El resultado compite con los pasajes míticos de, digamos, esos Led Zeppelin y Deep Purple patriarcas de la década. Roger McGuinn, Clarence White, Gene Parsons y Skip Battin dejan su impronta. Patentan la magia intransferible de una reunión que no duraría mucho.
El segundo vinilo ofrece material más acústico y reposado. ‘Chesnut mare’, con un McGuinn pletórico en las doce cuerdas, merece un hueco en el podio de los mejores Byrds. Inspirada en la República Dominicana, reúne todos los elementos melódicos que engrandecieron al grupo en la época de David Crosby. Clarence White agarra el micro para reivindicarse como vocalista en ‘Truck stop girl’ y Gene Parsons hace lo propio en la mística ‘Yesterday train’, su peculiar ‘Dejà Vu’. Por su lado, Skip Battin toma el protagonismo compositivo al final en ‘You all look alike’ y ‘Welcome back home’. Entre medias, recuerdos para Leadbelly –maestro de la guitarra de doce cuerdas– en ‘Take a whiff on me’.
La antesala de la muerte de los Byrds. Una defunción digna y lenta que tiene una recomendable continuación en “Ballad of Easy Rider”. McGuinn permanece obsesionado con Dylan –deja fuera del disco otras tantas adaptaciones de ‘It’s allright Ma (I’m only bleeding)’ y ‘Just like a woman’, con la colaboración de Jackson Browne–, aunque su alianza con White garantiza un rumbo interesante. La reedición en CD de “(Untitled)” recoge suculentos añadidos que ilustran este periodo confuso y crepuscular de la banda. Lo subraya Fernando López Chaurri en el profuso volumen ‘The Byrds. Más jóvenes que ayer’ (Lenoir Ediciones, 2008): “Con la excepción de ‘(Untitled)’, quizás no haya ningún gran LP de los Byrds de esta última época, pero en todos ellos hay extraordinarias canciones, en todos ellos se aprecia ese espíritu indómito que siempre caracterizó a los Byrds y que hizo de ellos un grupo único”.